miércoles, 28 de agosto de 2019

Intentando encontrarle un sentido (y II)

The point of this brief sketch is not to indicate what Jewish children learned in their fifth-grade history classes; indeed, there is no way for us to know whether a children like Jesus would ever have even heard of such important figures from the remote past as Alexander the Great or Ptolemy. But the historical events leading up to his time are significant for understanding its his life because of their social and intellectual consequences, which affected the lives of Palestinian Jews. For it was its response to the social, political, and religious crises of the Maccabean period that the Jewish "sects" of Jesus's day (e.g. the Pharisees, Saduccees and Essenes) were formed, and it was the Roman occupation that led to numerous nonviolent and violent uprising during Jesus's time, uprisings of Jews for whom the foreign domination of the Promised Land was both politically and religiously unacceptable. Moreover, it was the overall sense of inequity and the experience of suffering during these times that inspired the ideology of resistance known as "apocalypticism", a worldview that was shared by a number of Jews in first-century Palestine.

Bart D. Ehrman, Jesus: Apocalyptic Prophet of the new millenium.

El objeto de este breve esbozo no es indicar qué aprendían los niños judíos en sus clases de historia de quinto curso; en realidad, no hay medio alguno de saber si un niño como Jesús pudo haber oído de personajes tan importantes del pasado remoto como Alejandro Magno o Ptolomeo. Sin embargo, los acontecimientos históricos que llevaron a su época son relevantes para entender su vida, debido a sus consecuencias sociales e intelectuales, con efectos sobre la vida de los judíos palestinos. En respuesta a la crisis social, política y religioso del periodo Macabeo surgieron las "sectas" judías del tiempo de Jesús (por ejemplo, los Fariseos, los Saduceos y los Esenios), mientras que la ocupación romana condujo a numerosos levantamientos, violentos y no violentos, durante la época de Jesús, movimientos judíos para quienes la ocupación extranjera de la Tierra Prometida era inaceptable, tanto política como religiosamente. Es más, el sentimiento general de desigualdad y la experiencia del sufrimiento durante esas épocas inspiraron la ideología de resistencia conocida como "apocalipticismo", una visión del mundo compartida por numerosos judíos de la Palestina del siglo.

Aunque no comparta las conclusiones de los miticicistas sobre la figura de Jesús, tengo que admitir que sus argumentos señalan a un problema fundamental: nuestro conocimiento sobre el fundador del cristianismo es muy sumario. De hecho, si eliminamos de los evangelios los pasajes que se contradicen y nos quedamos en exclusiva con aquéllos en que concuerdan, el resultado no llega a ocupar una cuartilla.

En resumen: Un judío nacido en Nazaret empezó a predicar por Galilea, donde aquirió fama como sanador y milagrero, además de demostrar estar dotado de gran carisma. Con esas armas, reunió un grupo de seguidores, no muy nutrido, del que doce de ellos eran los más cercanos, los destinados a continuar su obra. En un determinado momento, subió a Jerusalem para celebrar la Pascua, donde tuvo encontronazos con las autoridades judías y romanas. Temeroso de un posible tumulto que llevase a una rebelión, el gobernador romano ordenó su crucifixión, ejecutada de inmediato. Un poco tras su muerte, los discípulos que no se habían dispersado comenzaron a difundir la historia de que su maestro había resucitado.

Eso es todo.


La parquedad de datos es aún más clamorosa puesto que, aparte de estos pocos datos biográficos, no podemos señalar nada con respecto a su mensaje. Se puede objetar que los evangelios están repletos de parábolas, discursos y debates, pero una mirada más atenta revela que las versiones y las conclusiones de las mismas difieren. Se debe a cada evangelista - y cada escritor cristiano posterior- parte de unos fundamentos ideológicos previos, que luego intenta justificar por boca del propio Jesucristo, hecho tanto peor cuanto más nos separamos temporalmente. No tenemos un único Jesús, por tanto, sino muchos, tantos como apologistas. Por ejemplo, por citar dos casos extremos, el Jesús de Marcos poco tiene que ver con el de Juan. Éste último es consciente de su naturaleza divina, que expone en larguísimos discursos; aquél, por el contrario, es ante todo humano, de manera que su relación con la divinidad se reduce a haber sido elegido por ella, encomendado de llevar a cabo una misión sobrenatural.

Para ser del todo justos, hay que señalar que estas diferencias interpretativas, estas proyecciones ideológicas, son comunes a otros personajes de la antigüedad. Por ejemplo, el plan de Alejandro sobre su imperio continúa siendo un enigma, de manera ya desde la antigüedad se han propuesto múltiples lecturas dispares sobre la mente del conquistador. Nuestras fuentes, por tanto, difieren en sus interpretaciones, pero -y ahí lo importante-, en muchas ocasiones son plenamente conscientes de su ignorancia, como en el caso de Plutarco, con una lucidez que es imposible de encontrar en los escritores cristianos, creyentes convencidos en lo que dicen. Quizá el simil más apropiado sea el de Sócrates, un filósofo que no dejo escrito alguno y a quien sólo conocoemos por sus discípulos, Platón y Jenofonte, quienes en sus escritos crearon semblanzas de Sócrates incompatibles entre sí. Sin embargo, incluso aquí es relativamente fácil determinar cuándo ambos barren para casa y cuándo nos relatan hechos pausibles, algo casi imposible en el caso de los evangelistas.

Se corre el riesgo, por tanto, de permanecer en la ignorancia de cuáles eran las ideas -o el programa- del Jesús histórico. Peligro muy cierto, puesto que los múltiples esfuerzos en ese sentido no han llevado a un consenso sobre el Jesús "real". Se ha hablado de un Jesús revolucionario político, de un Jesús santón budista e incluso de un Jesús feminista, entre muchas otras posibilidades, la mayoría de ellas incompatibles. Se estaría dando la razón, de forma indirecta, a los miticicistas: si no se puede esbozar la figura de Jesús de una manera más o menos definida, en cierta manera es como si ese personaje no hubiera existido. Los límites entre su existencia real y una construcción mítica posterior se difuminan por completo.

Ehrman, en el libro que comento, propone tres estrategías para salir del impasse: los criterios de análisis histórico. El primero consiste en aceptar como históricos, con todas las salvedades posibles, aquellos hechos que son corroborrados por fuentes independientes. En el caso bíblico es complejo poner esto en práctica, ya que tres evangelios, los sinópticos, se copian los unos a los otros. Lucas y Mateo a Marcos, en concreto, mientras que Lucas y Mateo comparten lo que se especula es la fuente Q, una compilación de dichos de Jesús. El segundo criterio es el de la consistencia histórica. Cualquier elemento que no corresponda a las primeras décadas del siglo I, no puede ser aceptado. Por ejemplo, la concepción cristiana de Jesús como ser divino -y de Jesús como consciente de su divinidad- no se corresponde con lo que un judío del siglo I, como Jesús, podría aceptar. Por último, tenemos el criterio de disimilitud o contradicción. Cualquier elemento que sea incompatible con creencias posteriores, pero se haya conservado, debe ser cierto por necesidad. Por ejemplo, la propia crucifixión, que colocaba al cristianismo en conflicto innecesario con el Imperio Romano, al convertirlo en criminal justamente ejecutado.

Teniendo en cuenta estos elementos ¿qué Jesús es el que obtiene Ehrman en su reconstrucción? Antes de abordarlo, hay que tener en cuenta que existían cuatro corrientes politico/religiosas en la Palestina del siglo I. Primero, los saduceos, que controlaban las actividades del templo y pertenecían a la élite dominante. Debido a ello, eran partidarios de la colaboración con los romanos y moderados religiosamente -no creían en la resurrección, por ejemplo-, para así poder seguir manteniendo sus privilegios. A esa misma élite pertenecían los fariseos, quienes intentaron una renovación, purificación y sistematización del judaísmo, intentando cubrir los vacíos en la ley mosaica, pero sin caer en excesos integristas. Curiosamente, serían estos fariseos los que construirían, tras la destrucción del templo en el año 70, el judaísmo que ahora conocemos.

En ese movimiento de renovación se encuadraban los esenios, que se diferenciaban de los fariseos en preferir, de manera sistemática, interpretaciones rigoristas de la Ley Mosaica. No es extraño que acabasen marginalizándose, aislándose del resto de corrientes, para formar su propia comunidad ideal a orillas del Mar Muerto. Allí, en Qumram, esperaban la manifestación del Mesias, quien tras un combate apocalíptico contra el resto del mundo instauraría el reíno perpetuo de Dios en la tierra. Finalmente, estaban los zelotas, para quienes el Mesias era más terrenal, un mero restaurador político de la monarquía hebrea. Proponentes, por tanto de un levantamiento al modo tradicional, al que conseguirían arrastrar al resto de corrientes en el año fatídico del 66.

En este paísaje político ¿dónde se situaba Jesús, según Ehrman? Se hallaría próximo a los esenios, aunque sin ser uno de ellos. Coincidía con esta corriente en su visón de un Mesias como un juez cósmico -ese apocalipticismo del que les hablaba al principio-, pero le alejaba su desinterés, casi rechazo, por una visión rigorista de la Ley. De manera que puede parecer sorprendente, Jesús no proponía ninguna norma de conducta, al contrario de los que nos ha enseñado la iglesia. La llegada del Mesias estaba ya tan próxima, era tan inminentes, que su los efectos de su reino en esta tierra  eran ya visibles, en parte,  entre sus contemporáneos. La Ley Mosaica quedaba así invalidada en cierta medida, puesto que su cumplimiento ya no podría adelantar ni retrasar la instauración del reíno divino -de nuevo, en esta tierra-, en donde el pecado, el dolor, el sufrimiento y la muerte quedarían abolidos definitivamente.

De hecho, según Jesús, algunos de sus contemporáneos ya no morirían y serían testigos de la llegada del Mesias y su reino. Una creencia que se trasladaría al propio Pablo, quien imaginaba también que llegaría a presenciar ese fin del mundo -ese apocalipsis- y la instauración del reino de Dios. Explicación quizás de que su predicación se limitase a mera confesión de fe, puesto que las obras ya no podían cambiar nada. Una fe en un fin próximo de los tiempos que el transcurso de las décadas debilitaría y demostraría falsa, obligando a trasladar ese reino de Dios de la tierra al cielo, de nuestra existencia terrenal a otra futura tras la muerte.

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