De entre los largometrajes de Jan Svankmajer, Spiklenci Slasti (Los conspiradores del placer, 1996) es mi favorito. Constituye, además, un gozne en su filmografía, que separa sus dos primeros largos, Něco z Alenky (Alicia. 1988) y Lekce Faust (1994) de las obras posteriores. En éstas, la animación quedará reducida a citas y cuñas dispersas, que subrayan, comentan o contradicen lo que la imagen real nos está contando; en aquéllas, la animación era dominante, presente casi en cada fotograma, hasta el extremo de minar la unidad del producto final, demasiado cercano a una colección de cortos.
No significa, claro esta que una etapa sea mejor que la otra -o sus largos comparados con los cortos-, sino que se ha producido una mutación de estilo. Los mecanismos de relojería de sus cortos, complejos, compactos y rebosantes, fueron substituidos por una cadencia más pausada en sus dos primeros largos, a veces a punto de detenerse y derrumbarse como una bicicleta en la que no se pedalea; mientras que las obras posteriores adquirían un ritmo más ágil, además de la unidad ya citada, mediante el uso de actores y la inclusión de historias en apariencia menos crípticas, más legibles.
Este tránsito irreversible es evidente en Spiklenci Slasti, donde la animación casi desaparece por completo, excepto en un par de secuencias cruciales. No significa que la cinta sea menos exigente, puesto que Svankmajer construye una rareza en la cinematografía contemporánea, fuera del mundo del corto: una película muda. Reto que obliga a hacerse entender sólo mediante imágenes, encuadres, montaje y la actuación de sus actores, sin que esto suponga rebajar su complejidad temática, ni renunciar a sus ambiciones narrativas.
El meollo del filme es esa sociedad secreta a la que se refiere el título. Asociación cuyos miembros no se conocen, pero que se reconocen al instante entre ellos, al descubrirse encadenados a la misma pasión: la del placer sexual. Un placer prohibido, pero irrenunciable, que no se expresa, como en soluciones fímicas más baratas y facilonas, en orgías de lujo multitudinarias o en la cutrez de los canales porno de internet. Svankmajer, como buen surrealista, conoce de manera profunda los mecanismos que mueven nuestra libido y sabe mostrarlos de manera turbadora. De un modo nuevo, incluso incompresible, pero que acierta de lleno en nuestros disparaderos.
Lo primero, que los grados máximos del placer exigen vías nuevas, nunca antes recorridas por nadie, las únicas que puedan satisfacer a quienes ya han probado todo. Lo segundo, que la propia excentricidad de esos caminos, de los que no se puede escapar una vez probados, exigen la soledad absoluta. Nadie, excepto nosotros, puede asistir a nuestros rituales más secretos, de manera que nuestras satisfacciones, las auténticas, devienen masturbatorias como en la adolescencia, cuando temíamos que se descubriera que ya habíamos probado ese secreto reservado de los mayores.
Falta, no obstante, un elemento, sin el cual ese edificio del placer renovado volvería a derrumbarse en el hastío y la monotonía. El nuevo placer, el absoluto, exige un ritual. Su obtención debe ser compleja, requerir una infinidad de pasos, exceder en una eternidad sus preparativos al instante fugaz de plenitud. Sólo así, tras haber sufrido lo indecible antes de alcanzarlo, tras haber titubeado infinidad de veces, tras otras tantas de haber estado a punto de desistir, podrá alcanzarse el paraíso.
De esa manera, durante los dos primeros tercios de la película veremos vagar a sus personajes -ausentes los unos a los otros, pero todos con la marca de la cofradía en los ojos- en busca de los medios con que completar su placer. Se esconderán en los rincones más obscuros, se encerrarán con siete llaves en sus cuartos, se perderán en las afueras de las ciudades o en sus rincones más recónditos, para allí, a solas, libres de miradas indiscretas, ir construyendo pieza a pieza el inestable edificio de sus perversiones, dar rienda suelta a su consumación.
Consumación en la que se aúnan todos los placeres, incluidos el de la muerte. La propia y la del otro. La del amante y la del amado. La del sádico y la del masoquista.
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