Les confieso que se me había desdibujado bastante el recuerdo de Otesanek (El pequeño Otik, 1996) Jan Svankmajer. En mi memoria no figuraba como una de mis favoritas, olvido que me llevaba a considerarla como menor. Ha sido en este segundo visionado, gracias a la integral en BD editada tras el crowdfunding de Hmyz (Insectos, 2019), cuando me he reconciliado con ella. Las obsesiones de este director, su pericia técnica y mala baba están presentes en cada escena, de forma que aunque sea su film más largo, no llega a hacerse pesado ni repetivivo.
La historia es simple, en apariencia una banal ilustración de una leyenda popular checa. En ella, un matrimonio sin hijos adopta un tocón de forma humana, al que llamaran Otesanek. Para su sorpresa, ese engendro esta dotado de vida y al punto comienza a devorar todo lo que se encuentra en su camino: provisiones varias, padres adoptivos, vecinos, campesinos, pastores y buhoneros. Por tanto, en esta adaptación, trasladada a la Praga de los años noventa, el primer reto es dar vida al monstruo del cuento original. Tornándolo verosímil, además.
En ese aspecto, Svankmajer -y su mujer, Eva- optan por ser literales a ultranza en su representación visual. Su Otesanek es un auténtico tronco de madera, que recuerda a un bebé, y que es animado de una forma simple pero audaz: encontrando otros fragmentos, también de forma humana, que remeden diferentes posturas.Así, al ser substituidos unos por otros y luego proyectados, dan la impresión de un ser vivo. De ese niño monstruoso cuyo único deseo es llenarse el estómago, siempre llorando presa de un hambre inextinguible, que no se parar en barras a la hora de considerar qué o quién ingiere.
No es el único medio que los dos Svankmajer utilizan para resolver la paradoja a la que se enfrentan. Dado que el motor de la trama es el hambre devoradora de Otesanek, resulta crucial mostrarlo en el acto de ingerir. Su marioneta se dota así de dientes y lengua - incluso de un ojo que los substituye en ocasiones-, ambas con vida y movilidad propia. Dos elementos que cualquier seguidor de Svankmajer reconocerá al instante, puesto que la lengua independiente, móvil, a medias entre babosa y oruga, respulsiva y agresiva, es una constante en sus cortos, así como las dentaduras postizas que sólo encuentran placer en roer y desmenuzar todo lo que encuentran.
Otesanek, por tanto, no es una excepción en el universo de Svankmajer. Ya en sus cortos finales, como Možnosti dialogu (Las posibilidades del diálogo, 1982) o Jídlo (Comida, 1992), la humanidad, la cultura y la sociedad de la que tanto nos ufanamos, quedaban reducidas, determinadas, al acto de comer. De hecho, la violencia que subyace a la preparación de cualquier comida -y la brutalidad de incorporar al propio cuerpo el de otros- se mostraba en esas obras como fundamento del orden social y del poder político. Quien puede darte órdenes, puede devorarte, y viceversa.
No es extraño, por tanto, que la comida y el acto de comer sean preeminentes en todos sus largos posteriores. Una y otra vez veremos a sus personajes alimentándose, consumiendo comistrajos cocinados de cualquier manera, rodados además de forma desasosegante mientras mastican y tragan. Como si lo importante no fuera degustar los alimentos, tal y como nos hacen creer en la televisión y las revistas, sino llenarse el buche hasta arriba, antes de que alguien pueda quitarte la comida...o devorarte a tí en vez de ella, Como si todos fuéramos, en definitiva, monstruos de la misma especie que Otesanek, prisioneros de sus mismas pulsiones, sólo que el lo demuestra sin tapujos y sin remordimientos.
En esa línea, en Otesanek aparece de forma reiterada otro plano, que se irá convirtiendo en firma del artista. Cuando sus personajes comen, Svankamajer concentra su mirada, de manera obsesiva, en los labios del comensal, eliminando el resto de su rostro. Un encuadre que se aplicará, desde esta película también a todo personaje que hable, converse o narre. Quedamos así reducidos, en la concepción de Sanvkmajer, a mera abertura ingeridora/regurgitadora, al igual que la marioneta de Otesanak, que es todo lengua y dientes, salvo cuando estos son substituidos por un ojo inquisidor, ansioso de más y más comida.
Obsesión por la comida, por la boca y los dientes, por el acto de ingerir y devorar que oculta otra de las constantes de Svankmajer: esa otra necesidad imperiosa, del mismo orden de la alimentación, que llamamos sexo, reproducción, coyunda, en toda su amplitud, con todas sus consecuencias. Otesanek viene al mundo producto de la frustación de dos esposos que no consideran su vida sexual como normal, como plena y consumada, hasta poder alcanzar lo que disfrutan otras parejas: un vástago propio. Deseo irrefranable que se confunde, una vez obtenido, con la obligación de proteger a su cría a ultranza, llevándolos a disculpar cualquiera de sus desmanes, ya sean en forma de gato, cartero, o asistente social devorada, víctimas del hambre insaciable de su retoño.
Pulsiones sexuales que, según insinúa Svakmajer, de modo inevitable incluyen la deformidad y la perversión. Mejor dicho, son inconcebibles sin ellas. Ya sea llevando a sus infectados a la locura, quebrando y apartándolos del orden social; como obligándolos a desear lo prohibido o imposible. Es el caso del pederasta que habita en el mismo edificio, en continua persecución de la niña de otros vecinos. Ansia que devendrá en ceguera y que ocasionará su caída a manos -a bocas- de Otesanek. Giro que, además, nos lleva a otra de las obsesiones de Svankmajer: lo radicalmente distinta que es la visión que la infancia tiene del mundo adulto, para ellos absurdo e ilógico
Porque la protagonista, quien casi acaba por ser el único superviviente del edificio entero, es precisamente la niña perseguida. La única lo bastante inteligente como para descubrir lo que está ocurriendo en la casa, mientras que la policia ni se entera. La única, además que sabrá controlar a Otesanek, comunicarse con él y cobrarle un poco de cariño. Aunque eso signifique descender a los subterráneos tétricos, tan similares a las zahurdas infernales, que se esconden en los sótanos de nuestras casa.
Por cierto, otra más de las obsesiones de Svankmajer.
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