Tengo que estar agradecido por haber visto la versión televisiva de Fanny y Alexander (1982) antes que la destinada a salas cinematográficas. Si hubiera hecho lo contrario, me temo que no habría apreciado la grandeza de esta obra en su totalidad, puesto que la decepción que me ha supuesto la versión corta se habría trasladado a la larga, arruinándome su disfrute.
Como habrán podido apreciar, no me entusiasma en demasía la versión para cine de esta película de Bergman. Me ocurre con ella como con el formato largometraje de Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio,1974), donde los cortes, aligerados y barajados llevaban a eliminar escenas que me parecían -y me parecen -magníficas, mientras que otras sufrían un proceso de aceleramiento en su cadencia que convenía mal a la coherencia interna de las situaciones. así como al desarrollo consecuente de los personajes. Proceso de exhumación y autopsia fílmica, el de remontar una obra propia, que me imagino doloroso y enloquecedor, pleno de decisiones difíciles, cuando no imposibles, en que al final gobierna el impulso, la rabia y el despecho. Donde se procura no mirar, ni reparar, en aquello que se destroza y elimina.
Es curioso, sin embargo, que el resultado final sea más consistente y sólido en Scener ur ett äktenskap que en Fanny y Alexander, a pesar de que en la primera se pasase de 6 a 3 horas y en la segunda de 5 a 3. El problema es que aunque en Fanny y Alexander los cortes son de menor duración, tienen mayor enjundia. Por ejemplo, la primera hora, la de la fiesta de Navidad en la casa de la matriarca familiar, se conserva casi por entero -excepto por una escena que les comentaré al final-, lo que lleva a que Bergman se vea forzado a desarticular por completo la hora dedicada a las penalidades de Fanny y Alexander en casa del arzobispo, su padre adoptivo.
De esa narración, en la que destacaba el horror de una religión rigorista de la que se ha eliminado todo atisbo de amor -aunque continúen las proclamaciones de su existencia-, se han extirpado momentos esenciales, de plena raigambre Bergamaniana, como el encuentro de Alexander con los fantasmas de las hijas del obispo, o el tenso cara a cara de la madre de Alexander con el mismo obispo, su nuevo esposo. Se pierde por completo la tensión abrumadora que llenaba esa sección, subrayada por su claro contraste con los insertos, mucho más ligeros, de la vida actual su antigua familia, que ahora pueden parecer un tanto ridículos. Se produce un desequilibrio tonal, aún más chirriante porque ese contrapeso luminoso, de la existencia pérdida y pasada, no se ve sometido al mismo aligeramiento que las escenas tétricas y sombrías.
¿Es premeditado? Quizás. Me lleva a pensarlo que en la versión largometraje no se llega a alcanzar en ningún instante la exasperación dramática, el tono tenebroso, de su hermana televisiva. Quedaría de manifiesto incluso al principio, cuando se nos revelan las extrañas visiones de Alexander, y de ellas se elimina la aparición de la muerte, como si Bergman nos indicase, ya desde ese inicio, que la historia va a seguir un camino muy distinto al de la versión anterior. Uno en donde los vericuetos desolados terminarían convertidos en paseos ajardinados, de los que cualquier terror quedaría conjurado por la proximidad del hogar y la seguridad del retorno.
¿Exagero en mi desilusión? Es muy posible. Sin embargo, hallo que Bergman no estuvo muy fino a la hora de desmontar y reacoplar Fanny y Alexander. Como prueba, basta señalar que eliminó dos escenas que me parecen magníficas, auténticos receptáculos condensados del universo Bergmaniano, que además servían de contrapunto entre sí, siendo reflejo el uno del otro y equilibrando la trama de la película. Mostraban el mundo del que los niños partían -y cuya pérdida suponía casi su muerte en vida- y el universo al que ansiaban, retornar y al que al final eran devueltos, tras un giro del destino casi imposible. El mundo del teatro, de su magia metamórfica, de las historias que transfiguran al mundo- y a las personas que las oyen-, disuelven su materialidad y nos trasladan a otras latitudes. No por imaginarias, menos sensibles y poderosas.
La primera, cuando el padre de ambos niños, actor y empresario teatral, teje una historia maravillosa, plausible en su inversomilitud, alrededor de una humilde silla. La segunda cuando el comerciante judío, amigo más que íntimo de su abuela, les narra un cuento filosófico/moral sobre el sentido de la existencia. Una secuencia prodigiosa en su sencillez, minuto tras minuto centrada en el rostro de un ñunico actor, donde acabamos por ver lo que nos está contando, atrapados por la magia de su voz y la vehemencia de sus palabras. Encantamiento que se convierte en real, cuando la pantalla nos muestra en imágenes lo que las palabras sólo insinuaban
Dos escenas magistrales, en mi opinión, pero que Bergman decidió eliminar por completo. Y lo siento, pero en esta ocasión no puedo aprobar su criterio.
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