Las dos Fanny och Alexander (Fanny y Alexander, 1984), la versión televisiva y la convertida en largometraje, marcan el cierre de la filmografía de Bergman. No un final drástico y abrupto, sino un paulatino proceso de desenganche, en el que sus producciones fueron haciéndose cada vez más espaciadas, menos puntuales. La transición de la década de los setenta a la de los ochenta debió ser traumática para Bergman, no sólo por su exilio autoimpuesto por despecho, tras ser detenido en medio de un rodaje por la policía, acusado de haber defraudado al fisco sueco. Sospecho que tambián debía empezar a sentirse como monumento nacional de Suecia, estatua inamovible e inmutable, obligado a rodar películas que respondieran a unos parámetros muy estrictos: aquéllos que sus admiradores reconociesen como Bergmanianos. Sólo ellos, excluyendo incluso al propio autor.
No es de extrañar, por tanto, que Fanny och Alexander sea un tanto anómala en su producción. No ya por su monumentalidad, en ocasiones de carácter mastodóntico, a punto de derrumbarse bajo el peso de su propia exuberancia narrativa y decorativa, sino por parecer un producto del pasado. Al verla, se me asemejaba a esas obras de sus inicios, en donde volvía una y otra vez al periodo de la Belle Epoque, con una mirada en parte irónica, en parte nostálgica, en parte desengañada, en parte enamorada y fascinada. Como si quisiese cerrar su carrera retornando a un poco antes de que la fortuna y la fama le sonrierán, para así librarse, liberarse. de las muchas cargas, lastres, corsés, ataduras y obstáculos con que el éxito y su propio genio le habían ido abrumando, restringiendo, aprisionando.
Efter repetitionen (Después del ensayo, 1984) es su primer largo tras Fanny och Alexander. Obra de corta duración -no llega a hora y cuarto-, donde Bergman nos recuerda que no sólo fue un gran director de cine, sino un magnífico director de teatro, sin olvidar señalar que para él ambas artes son hermanas, del mismo padre y de la misma madre. Oponiéndose así, de manera rotunda, a esa opinión crítica tan extendida que considera la teatralidad como el peor insulto que se puede dedicar a una película. Subvirtiendo ambas artes de forma radical, por añadidura, puesto que la película es ella misma un juego meta-artístico, al tratarse de un filme que adapta una obra teatral sobre lo que sucede en un escenario tras los ensayos de otra obra. Rodada en ocasiones como si el punto de vista fuera el de un espectador inexistente, sentado en el patio de butacas, que asiste a otra representación muy distinta que la se pretendía que viera y que para siempre quedará oculta a nuestros ojos
Lo dicho constituye un reto en el que habrían naufragado directores de menor enjundia. Plasmar en imágenes una obra teatral, sin intentar ocultar su origen ni sus idiosincrasias, pero al mismo tiempo convirtiéndolo en cine válido -y efectivo-, es una contradicción insoluble, de equilibrio inestable, en donde lo más fácil es trastabillar al primer paso, desplomarse para quedar allí tendido. Sin embargo, Bergman resuelve con la elegancia y la facilidad de los grandes maestros clásicos, quienes hacen parecer fácil, natural, rodado sin intervención alguna, sin planificación, tal y como se iba desarrollando, lo que es de gran complejidad en su ejecución y preparación. Un desafío al que Bergman, como si le pareciese poco, añade otro más: el de ser una cine de cámara, con sólo tres actores, los cuales tienen que mantener con sus rostros y ademanes el peso entero de la película y el interés del público. Sin que éste despegue los ojos de la pantalla, a pesar de verse forzado a contemplar todo el tiempo las mismas caras y los mismos decorados.
Como siempre, Bergman cuenta con un reparto de primera categoría, capaz, con su dirección, de actuar como si ellos fueran los personajes que representa. Sin parecer disfrazados, psíquica y físicamente, sino como si esas ropas y esos problemas fueran los suyos propios. En primer lugar, Erland Erlangsson, quien desde mediados de los setenta vino a substituir a los dos actores Bergmanianos por antonomasia: Max von Sidow y Günnard Björnstrand. Erlangson es un actor capaz de actuar con su propia presencia, simplemente estando allí, dejando traslucir sus sentimientos, sus vacilaciones, sus frustraciones, con gestos sin apenas importancia. Sin subrayarlos ni mucho menos exagerarlos, de manera que cuando estalla, si es que lo hace, es como si una tempestad devastase el escenario.
Sin olvidar Ingrid Thulin, otra de las actrices Bergmanianas por antonomasia. Ya anciana, casi irreconocible, pero dotada de una energía interior que se desborda y anega toda la escena. Completa desde el momento en ella sale, sin necesitar de nadie más para que sea válida y plena, pero artista también capaz de adaptarse, de amalgamarse a cualquiera que le dé la réplica, en hermosa paradoja al alcance de muy, muy pocas. ¿O es que Bergman es de esos escasos directores que sabe sacar lo mejor de cada uno de los actores? Porque la tercera actriz en liza, Lena Olin, a pesar de su juventud, no es eclipsada en ninguno momento por los monstruos de la escena que le acompañan.
Brilla en todo su esplendor, sin que sea posible olvidarla ya.
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