Sileny (Lunático, 2005) es la obrá más política de Jan Svankmajer, también la más radical desde un un punto de vista ideológico. Su tesis queda expuesta en el manifiesto con que arranca la película, primera vez que Svankmajer recurre a un recurso que se hará habitual en obras posteriores. En resumidas cuentas, para el director checo el mundo es un manicomio, en donde es imposible distinguir quién está loco, quién está cuerdo. Tal nave de los locos sólo es posible gobernarla de dos maneras opuestas. Por un lado, tolerando la libertad absoluta, junto con los excesos e injusticias que ella conlleva; por otro, estableciendo un régimen de opresión, en el que las atrocidades son excusadas bajo la pretensión del orden. Nuestro problema, como internos y doctores del manicomio universal, es que nuestro sistema social y político oscila en algún punto intermedio entre ambos extremos, creyéndose mejor que ellos, cuando en realidad es mucho peor.
No hay lugar, por tanto, al optimismo en esta concepción. Marchemos a donde marchemos, elijamos lo que elijamos, sólo íremos a peor. Podremos creer formar parte del grupo escogido de los cuerdos, pero en realidad, aunque aún no lo sepamos, somos un integrante más del ejército innumerable de los alienados. Nos engañamos a sabiendas, pretensión subrayada en imágenes por Svankmajer al mostrar a los huéspedes de la posada en donde se inicia la cinta -pasajeros además de un mismo autobús-, como los internos del manicomio en donde transcurre la segunda parte de la película. Con el agravante de que todos ellos habían mostrado su desprecio, asco y prevención ante al protagonista, aquejado por pesadillas terroríficas que le llevan a destrozar la habitación en la que duerme. Loco en potencia, casi en acto.
La elección de este personaje como nuestro punto de vista como espectadores no es arbitraria. Su incipiente desequilibrio mental apunta al nuestro, ese punto débil latente en nuestra naturaleza que no queremos reconocer, ni aceptar -yo soy fuerte, no como los demás, nada podrá derribarme-, que amenaza con quebrantarnos de manera irreversible. Las andanzas del protagonista, por tanto, son presagio de las nuestras. Un tránsito por el infierno que se revelará sólo de ida, sin escapatoria posible, ni siquiera intimaciones de paraíso, que jamás existió ni existirá. Por ello mismo, no nos acompaña Virgilio en ese periplo, sino otros personajes mucho más apropiados para un viaje sin retorno. Uno siempre presente, el marques de Sade; el otro en ausencia, innombrado, Edgar Allan Poe. El primero, para rebatir con contundencia nuestros argumentos, para erosionar y minar nuestras convicciones más sagradas. El segundo, para señalar como el velo de la realidad amenaza rasgarse a cualquier instante, dejando irrumpir los muchos horrores -la muerte, la locura- en los que procuramos no pensar.
¿Por qué este pesimismo tan acendrado? En muchos de sus cortos, a pesar de haber sido rodados bajo la opresión asfixiante de un régimen totalitario, el soviético, se filtraba un rayo de esperanza, por muy débil y tenue que este fuera. En la mayoría de sus filmes, el humor y la paradoja servían de contrapeso, de respiro, al abrumador peso de la mentira, el fingimiento y la hipocresía. En Sileni nada queda de ello. Incluso las brevísimas cuñas animadas, esparcidas aquí y allá, en forma de carne devuelta a la vida, poseída por las mismas bajas pasiones humanas, sólo sirven para apostillar la lección impartida con la imagen real: nada, ni nadie, habrá de salvar al ser humano. Tendremos que elegir uno de dos extremos. Escoger si preferimos ser considerado cuerdo o lunático, torturador o víctima.
De nuevo, ¿cuál es el motivo? Quizás la situación política de la década pasada, un poco antes de que estallase la Gran Recesión, ésa que nunca ha concluido y ahora amenaza continuarse, reproducirse en otra nueva, tan destructora y aniquiladora como su madre. En aquel momento, cuando la catástrofe aún nos parecía imposible -estábamos ciegos, adormecidos en nuestro ensueño, y nos ufanábamos de ello-, todos los signos de la catástrofe estaban ya ante nuestros ojos. La caída del regímen soviético, el vendaval de libertad que sacudió europa, fueron solo lluvias de verano. Los prados enseguida se agostaron. La izquierda, perdida y desorientada, se batió en retirada, abandonando todas las conquistas ganadas con tanta sangre y sufrimiento. La derecha se envalentonó, perdió toda medida y creyó haber conquistado la eternidad. Como los marxistas que tanto le repugnaban, pensó que la historia estaba de su lado, que su victoria estaba determinada, que el progreso sería infinito, hacía una perfección última, eterna, que ya se rozaba con los dedos. Al igual que la burguesía europea había soñado antes de 1914.
La realidad nos estalló en la cara, allá por el 2008, y desde entonces vivimos entre las ruinas. Viéndonos forzados a elegir entre una disyuntiva. Entre la libertad absoluta, en donde seamos lobos los unos para los otros, de manera aleatoria e imprevisible. Opuesta - o quizás complementaria- a un autoritarismo perfeccionado, donde las cartas se repartan al principio, entre mejores y peores, señores y sometidos, sin que nada pueda venir a modificarlo ya.
Salvo la muerte, claro.
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