Cuando se habla de fotografía suele pensarse en imágenes que son símbolos, en fotógrafos cuyo instinto, o la preparación cuidadosa, han conseguido atrapar un momento, el símbolo definitorio de un lugar y un tiempo. Sin embargo, hay otros fotógrafos cuya obra no se deja encerrar en estas categorías. Sus fotografías, si se observan aisladas, reflejan ambientes banales, captados con encuadres e iluminación propias de un principiante, de manera que ellas mismas devienen intrascendentes. Es sólo cuando estas fotografías se agrupan en series temáticas, cuando su significado y su transcendencia se hacen patentes. No se trata de reflejar un momento aislado, que al modo de un holograma contenga en sí un lugar y una época, sino de abarcar ese tiempo y ese espacio en su multiplicidad y variedad caleidoscópica. Única manera de lograr que el espectador pueda sentir la ilusión de vivir y habitar en ese allí, tan lejano de su experiencia cotidiana.
Éste es el caso, por ejemplo, del fotógrafo americano Stephen Shore, cronista de la vulgaridad americana, expresada en sus aparcamientos desolados, sus urbanizaciones clónicas y sus habitaciones de motel despersonalizadas. Es también el modo de Lewis Baltz, a quién la Fundación Mapfre madrileña ha dedicado una amplia retrospectiva.
No obstante, a pesar de esta coincidencia inicial de sus presupuestos estéticos, las intenciones de Shore y Baltz divergen considerablemente. El primero, nos muestra espacios habitados/habitables, tanto públicos como privados, que a través de la ausencia de las personas que los pueblan, intentan reflejar a la vida, sin horizontes ni expectativas, de esas desconocidos a las que buscamos con la vista pero no encontramos. Su punto de vista es por tanto el de esas personas en su vida cotidiana y, por translación, se convierte también en el nuestro, de manera que nuestra vida se revela tan vacía como la de ellos.
Por el contrario, en el trabajo de Baltz la presencia humana ha sido abolida. No ya porque el ser humano no figure en sus fotografías como en Shore, sino porque el encuadre es geométrico y abstracto, la luz fría y descarnada, subrayando su carácter intrínseco de inhabitabilidad. El afán de Baltz, por tanto, es retratar desiertos urbanos, los múltiples espacios inhóspitos que conforman nuestros espacios cotidionas, tanto los creados de forma masiva por los arquitectos de renombre y los grandes programas de desarrollo urbano, como lo que han sido por la intervención mínima de cada uno de nosotros, en nuestra acción diaria acumulada.
El mundo moderno, según lo observa y lo registra Baltz, es un mosaico de desolaciones artificiales. Por una parte, los amplios espacios arquitectónicos de los que la presencia humana ha sido desterrada: nudos de carretera inaccesibles, plazas ocupadas sólo por coches, polígonos industriales que nadie transita. Areas prohibidas, auténticas tierras de nadie, que poco a poco van separando - encarcelándo - las zonas residenciales, impidiendo la comunicación y el tránsito entre ellas, creando auténticas fronteras impenetrables,permitiendo que riqueza y pobreza convivan sin ser conscientes de su cercanía o del escándalo que este supone.
Por otro lado, la uniformidad esterilizante que sumerge nuestros lugares cotidianos, aquéllos donde se supone debemos desarrollar nuestra vida, rica, creativa y reconfortante. Las inmensas urbanizaciones, de casas iguales las unas a las otras, de manera que es imposible, por su arquitectura determinar en qué parte del mundo estamos. Los centros comerciales, repetición incesante de las mismas tiendas, los mismos productos, las mismas marcas. Las calles por las que transitamos, al final indistinguibles las unas de las otras, pertenecientes a un mismo marco cultural del que cualquier validad ha sido desterrada.
Y no sólo la ciudad. La misma naturaleza. Domada o destruida, pero en cualquier caso sometida a la mano del hombre, que la recrea o la elimina siguiendo siempre los mismos patrones.
Por otro lado, la uniformidad esterilizante que sumerge nuestros lugares cotidianos, aquéllos donde se supone debemos desarrollar nuestra vida, rica, creativa y reconfortante. Las inmensas urbanizaciones, de casas iguales las unas a las otras, de manera que es imposible, por su arquitectura determinar en qué parte del mundo estamos. Los centros comerciales, repetición incesante de las mismas tiendas, los mismos productos, las mismas marcas. Las calles por las que transitamos, al final indistinguibles las unas de las otras, pertenecientes a un mismo marco cultural del que cualquier validad ha sido desterrada.
Y no sólo la ciudad. La misma naturaleza. Domada o destruida, pero en cualquier caso sometida a la mano del hombre, que la recrea o la elimina siguiendo siempre los mismos patrones.
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