martes, 7 de marzo de 2017

Hologramas



Era obligado comenzar una entrada dedicada al artista norteamericano Bruce Conner con su famoso corto experimental A Movie. Desgraciadamente, por alguna extraña razón, el resto de sus obras han sido eliminadas de esas Internets de dios, mientras que la propia A movie sólo figura en copias de ínfima calidad... aunque esto último quizás subraye más el carácter de este filme y del resto de la obra Conner: Rebuscar entre la basura, (re)montando lo desechado por nuestra sociedad para ofrecer así su  autentico rostro. Ése que no queremos mirar, a pesar de contemplarlo todos los días.

A Movie es, en cierta manera, la obra de Conner. Aquélla que mejor resume, y anticipa, sus intenciones y métodos de trabajo, pero también la única que la mayoría del público suele conocer, incluso los que se precian de pertenecer a la exclusiva clase de los enterados. Tal era mi caso, que supe de este corto gracias a mis aficiones cinéfilas, pero que había encasillado a Conner en ese tipo de cineastas experimentales restringidos a una sola obra de renombre... algo que no supone ningún desdoro hacia Conner, sino indicativo de mis profundas lagunas artísticas.

Por ello, como viene siendo habitual, tengo que agradecer al MNCARS que haya montado una exhaustiva retrospectiva de este artista, reuniendo gran parte de sus filmes, pero también sus escultura, pinturas y dibujos. Como siempre, mientras otras instituciones se dedican a traernos una y otra vez a los impresionistas, aunque sea con obras de segunda fila, mientras las hay que intentan demostrarnos que la vanguardia fue una mala idea, aunque escondan lo inoportuno tras los rincones, el MNCARS continúa su labor de trazar el arte posterior a 1945. Ese tiempo que para los que crecimos en el último tercio de ese siglo XX, nos parece un inmenso erial estético, sin más que desiertos postmodernos tras los informalismos y el pop, e incluso en gran parte de estos movimientos.


Lo que revela esta muestra del MNCARS es que Conner fue un artista de primera fila dentro del arte posterior a 1960. Su creatividad se plasmó en un amplio rango de formatos, entre los que se encuentran la escultura, la pintura, el dibujo y el cine, creando en todos ellos obras de primera categoría. Más importante aún, plasmando en esos ámbitos tan distintos unos mismos presupuestos estéticos que no le abandonaron hasta el final de su vida, sin que incluso en sus obras más tardías llegasen a mostrar signos de agotamiento o repetición. Conner parece haberse ido reinventando una y otra vez, incluso cuando ya, por enfermedad degenerativa, había dicho abandonar la práctica del arte, incorporando en sus obras y sus intereses fenómenos de la cultura popular, como el rock psicodélico de los sesenta o el punk de los setenta.



Esta comunicación entre el arte de vanguardia y las formas populares, que no comerciales, es propia de muchos artistas de su misma generación, como Terry Riley, músico que se suele incluir en la vanguardia de la música clásica, pero que colaboró bandas rock de los sesenta, como la mítica Velvet Underground...  o el caso de la relación especial entre Pierre Henry y el techno de los 80 en su versión alemana. Contradice así ese abismo que se supone entre vanguardia y formas populares, entre las formas elevadas y las vulgares.

Una contradicción que, no obstante, nunca existió excepto en las figuraciones románticas del artista genio cuya cabeza roza las nubes, semejante a una fuerza natural ante la que sólo nos queda doblegarnos. De siempre, arte y artesanía han estado demasiado próximos, e incluso en las formas más etéreas, como las musicales, los compositores se han preciado en explotar los ricos filones de los aires populares. De hecho, incluso la vanguardia más moderna y más radical, antes del pop y la postmodernidad, convirtió en uno de sus rasgos de estilo fundamentales el reírse del endiosamiento del arte. No se olvide que dadaístas y surrealistas se complacían en revolcarse en la cochiquera de las novelas baratas, la música fácilona o el Kitsch plástico más esperpéntico.

Una de las maneras en las que esta pasión se plasmó - y en ello fueron precursores los cubistas - fue el collage, composición que en sus formas más extremas reduce la autoría del artista a mero corta y pega. Se trata de un modo irónico de concebir la creación artística que precisamente consiste la esencia del arte Conner. Toda su obra puede definirse como un conjunto de collages extendidos. Aútenticos collages al estilo de Max Ernst, reuniendo fragmentos de grabados decimonónicos, para con su asociación desquiciar nuestras convicciones y seguridades. Assamblages construidos con materiales de desecho, encontrados tirados en calles y vertederos, sobre los que Conner aplica una capa más de distanciamiento, al cubrirlos de fingidas telas de araña, como si un azar hubiera querido y permitido preservarlos en medio de su descomposición

Pero sobre, de nuevo, en su cine. Compuesto visual de imágenes encontradas, que en su versión más radical, como en Crossroads, apenas llegan a modificar nada de su estado original, ni siquiera introduciendo manipulaciones de montaje. Pero que siempre, por yuxtaposición, contraste o mera acumulación repetitiva, terminan haciéndonos conscientes de la esencial contradicción y paradoja de nuestro tiempo. La desatada violencia que lo mantiene en pie, indisociable de la arrebatadora belleza de su realización.

Representada en el símbolo por antonomasia de nuestro tiempo: el hongo atómico.



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