Resumo ahora la tesis de este ensayo. Sufre hoy el mundo una grave desmoralización, que entre otros síntomas se manifiesta por una desaforada rebelión de las masas, y tiene su origen en la desmoralización de Europa. Las causas de esta última son muchas. Una de las principales, el desplazamiento del poder que antes ejercía sobre el resto del mundo y sobre sí mismo nuestro continente. Europa no está segura de mandar, ni el resto del mundo, de ser mandado. La soberanía histórica se halla en dispersión.
Ya no hay plenitud de los tiempos, porque esto supone un porvenir claro, prefijado, inequívoco, como era el del siglo XIX. Entonces se creía saber lo que iba a pasar mañana. Pero ahora se abre otra vez el horizonte hacia nuevas líneas incógnitas, puesto que no se sabe quien va a mandar, cómo se va a articular el poder sobre la tierra. Quién, es decir, qué pueblo o grupo de pueblos; por lo tanto, qué tipo étnico; por lo tanto, qué ideología, qué sistema de preferencias, de normas, de resortes vitales.
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
Tras haber leído el ensayo de Gregorio Morán, El maestro en el erial, me entró el deseo de reencontrarme con el pensamiento de Ortega. Hace tres décadas, en los años ochenta, este pensador español era uno de mis escritores favoritos, a cuya lectura dediqué muchos días de mi adolescencia y primera juventud. Su pensamiento, en aquel entonces, jugó un papel decisivo en la formación de mi personalidad, como ocurrió con muchos otros jóvenes de ese tiempo y de épocas anteriores. Esta fascinación mía era de esperar, ya que había sido educado en un colegio religioso y por tanto me debatía en los conflictos de la fe, en la determinación del buen camino y de la tarea necesaria, estando completamente seguro de pertenecer a un exclusivo conjunto de elegidos, a los que se reservaba la misión de cambiar el mundo. Unas ideas caras a la síntesis orteguiana, a pesar de su declarado agnosticismo y escepticismo.
En esta revisión de su obra en la que me embarcado existen dos peligros. Por una parte, el de la sobrevaloración, ya que Ortega es una excepción intelectual, el único filósofo que han producido nuestra tierras o al menos lo más parecido a ese concepto, de manera que sólo por eso su obra ya merece una consideración, un respeto. que le tornaría erróneamente exento de toda crítica. Por otra parte, Ortega pertenece a un momento histórico muy preciso y determinado, en muchos aspectos completamente superado en nuestra sociedad moderna, de manera que su vertiente de ensayista, y por tanto ligada a la actualidad de ese pasado, lastra su pensamiento de manera determinante, sin que sea posible a priori encontrar otros aspectos que lo contrapesen y compensen.
Desgraciadamente, tras esta relectura de su obra magna, La rebelión de las masas, debo decirles que mis peores miedos se han confirmado. Ortega ha dejado de ser nuestro contemporáneo. Sus ideas no es ya que pertenezcan al pasado, algo que sería disculpable, sino que denotan un conservadurismo que choca con nuestros ideales actuales de modernidad y progreso, de igualdad e integración, sin que sea posible arreglo ni compromiso.
No obstante, el problema que da origen al libro sigue siendo tan actual ahora como en los años veinte. Lo que Ortega diagnosticó en aquel entonces, fue que la cultura había dejado ser asunto privado de las élites para extenderse a otras niveles de la sociedad, hasta entonces meros comparsas sin voz ni voto, pero desde ese momento actores protagonistas y decisivos en la conformación de la cultura europea. Lo que Ortega no supo prever es que estos fenómenos no eran un transitorio pasajero, sino que iban a convertirse en norma y regla, hasta llegar al extremo de un postmodernismo que no reconoce jerarquías en la cultura y el arte, sino que considera todos los fenómenos, sean arte elevado o popular, como igual de válidos y valiosos.
Si Ortega se limitase a ese diagnóstico, a rastrear las causas por las que ese cambio cultural se ha producido y los modos en que ese nuevo sentir se traducirán en su el futuro, La rebelión de las masas sería un hito, una obra germinal del pensamiento contemporáneo. No es así y me temo que su prestigio sólo se debe a que Ortega es, como ya les había dicho, lo más parecido a un filósofo que ha tenido este país. El problema de esta obra, como muchas de Ortega, es que él parte de un modelo conservador de las sociedad, que ve en peligro por la eclosión y desarrollo de estos nuevos usos sociales y culturales, antagonistas y opuestos al ideal que defiende.
Muy brevemente, Ortega propone un mundo y una sociedad jerarquizadas. Un mundo, a la manera de la república platónica, en la que existen razas y clases que necesariamente deben mandar y regular, mientras que el resto debe seguir y obedecer. Así, para Ortega, el culmen de la evolución social y cultural es la Europa del liberalismo, que en su concepción queda reducida a un par de países, Inglaterra y Alemania, y dentro de ellos, a sus clases rectoras. El mundo, por tanto, estará bien si el resto de los países se ajustan a lo que estas potencias dictan, mientras que esas naciones rectoras estarán en orden, si la población que no pertenece a las élites acepta someterse al juicio de los que realmente conocen y saben, como es el caso de Ortega.
El pensamiento de Ortega es así demasiado similar al de muchos liberales actuales, para los cuales la democracia resulta repelente, incómoda, por dos razones principales. Primero, porque para estos falsos liberales, democracia significa que sus ideas pueden ser discutidas e impugnadas por gentes a las que ellos consideran inferiores. Segundo, porque para ellos esa democracia se reduce a la mera alternancia en el poder entre facciones de las élites que graciosamente deciden compartirlo entre sí, pero que se niegan rotundamente a dejarlo en manos de las masas que suponen incultas, faltas de preparación para las tareas del gobierno, que están reservasdas para ellos mismos.
Ortega, implícitamente, se une así a las tesis de Platón, que suponen la existencia de diferencias fundamentales entre los seres humanos y la existencia, por tanto, de personas destinadas naturalmente a gobernar y otras a obedecer. De ahí que esa rebelión de las masas le resulte repugnante, al venir a poner en entredicho el privilegio de las élites para imponer su ley y hacerla respetar. Un escándalo para su visión aristocrática del mundo, pero que para muchos otros, entre los que ahora me incluyo, supone una evolución necesaria, al otorgar poder de decisión, de control sobre su propia existencia y el modo en que el mundo se organiza, a tantos que hasta ese instante habían quedado excluidos injustamente.
Lo que es, en definitiva, el auténtico significado de la democracia.
Ya no hay plenitud de los tiempos, porque esto supone un porvenir claro, prefijado, inequívoco, como era el del siglo XIX. Entonces se creía saber lo que iba a pasar mañana. Pero ahora se abre otra vez el horizonte hacia nuevas líneas incógnitas, puesto que no se sabe quien va a mandar, cómo se va a articular el poder sobre la tierra. Quién, es decir, qué pueblo o grupo de pueblos; por lo tanto, qué tipo étnico; por lo tanto, qué ideología, qué sistema de preferencias, de normas, de resortes vitales.
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
Tras haber leído el ensayo de Gregorio Morán, El maestro en el erial, me entró el deseo de reencontrarme con el pensamiento de Ortega. Hace tres décadas, en los años ochenta, este pensador español era uno de mis escritores favoritos, a cuya lectura dediqué muchos días de mi adolescencia y primera juventud. Su pensamiento, en aquel entonces, jugó un papel decisivo en la formación de mi personalidad, como ocurrió con muchos otros jóvenes de ese tiempo y de épocas anteriores. Esta fascinación mía era de esperar, ya que había sido educado en un colegio religioso y por tanto me debatía en los conflictos de la fe, en la determinación del buen camino y de la tarea necesaria, estando completamente seguro de pertenecer a un exclusivo conjunto de elegidos, a los que se reservaba la misión de cambiar el mundo. Unas ideas caras a la síntesis orteguiana, a pesar de su declarado agnosticismo y escepticismo.
En esta revisión de su obra en la que me embarcado existen dos peligros. Por una parte, el de la sobrevaloración, ya que Ortega es una excepción intelectual, el único filósofo que han producido nuestra tierras o al menos lo más parecido a ese concepto, de manera que sólo por eso su obra ya merece una consideración, un respeto. que le tornaría erróneamente exento de toda crítica. Por otra parte, Ortega pertenece a un momento histórico muy preciso y determinado, en muchos aspectos completamente superado en nuestra sociedad moderna, de manera que su vertiente de ensayista, y por tanto ligada a la actualidad de ese pasado, lastra su pensamiento de manera determinante, sin que sea posible a priori encontrar otros aspectos que lo contrapesen y compensen.
Desgraciadamente, tras esta relectura de su obra magna, La rebelión de las masas, debo decirles que mis peores miedos se han confirmado. Ortega ha dejado de ser nuestro contemporáneo. Sus ideas no es ya que pertenezcan al pasado, algo que sería disculpable, sino que denotan un conservadurismo que choca con nuestros ideales actuales de modernidad y progreso, de igualdad e integración, sin que sea posible arreglo ni compromiso.
No obstante, el problema que da origen al libro sigue siendo tan actual ahora como en los años veinte. Lo que Ortega diagnosticó en aquel entonces, fue que la cultura había dejado ser asunto privado de las élites para extenderse a otras niveles de la sociedad, hasta entonces meros comparsas sin voz ni voto, pero desde ese momento actores protagonistas y decisivos en la conformación de la cultura europea. Lo que Ortega no supo prever es que estos fenómenos no eran un transitorio pasajero, sino que iban a convertirse en norma y regla, hasta llegar al extremo de un postmodernismo que no reconoce jerarquías en la cultura y el arte, sino que considera todos los fenómenos, sean arte elevado o popular, como igual de válidos y valiosos.
Si Ortega se limitase a ese diagnóstico, a rastrear las causas por las que ese cambio cultural se ha producido y los modos en que ese nuevo sentir se traducirán en su el futuro, La rebelión de las masas sería un hito, una obra germinal del pensamiento contemporáneo. No es así y me temo que su prestigio sólo se debe a que Ortega es, como ya les había dicho, lo más parecido a un filósofo que ha tenido este país. El problema de esta obra, como muchas de Ortega, es que él parte de un modelo conservador de las sociedad, que ve en peligro por la eclosión y desarrollo de estos nuevos usos sociales y culturales, antagonistas y opuestos al ideal que defiende.
Muy brevemente, Ortega propone un mundo y una sociedad jerarquizadas. Un mundo, a la manera de la república platónica, en la que existen razas y clases que necesariamente deben mandar y regular, mientras que el resto debe seguir y obedecer. Así, para Ortega, el culmen de la evolución social y cultural es la Europa del liberalismo, que en su concepción queda reducida a un par de países, Inglaterra y Alemania, y dentro de ellos, a sus clases rectoras. El mundo, por tanto, estará bien si el resto de los países se ajustan a lo que estas potencias dictan, mientras que esas naciones rectoras estarán en orden, si la población que no pertenece a las élites acepta someterse al juicio de los que realmente conocen y saben, como es el caso de Ortega.
El pensamiento de Ortega es así demasiado similar al de muchos liberales actuales, para los cuales la democracia resulta repelente, incómoda, por dos razones principales. Primero, porque para estos falsos liberales, democracia significa que sus ideas pueden ser discutidas e impugnadas por gentes a las que ellos consideran inferiores. Segundo, porque para ellos esa democracia se reduce a la mera alternancia en el poder entre facciones de las élites que graciosamente deciden compartirlo entre sí, pero que se niegan rotundamente a dejarlo en manos de las masas que suponen incultas, faltas de preparación para las tareas del gobierno, que están reservasdas para ellos mismos.
Ortega, implícitamente, se une así a las tesis de Platón, que suponen la existencia de diferencias fundamentales entre los seres humanos y la existencia, por tanto, de personas destinadas naturalmente a gobernar y otras a obedecer. De ahí que esa rebelión de las masas le resulte repugnante, al venir a poner en entredicho el privilegio de las élites para imponer su ley y hacerla respetar. Un escándalo para su visión aristocrática del mundo, pero que para muchos otros, entre los que ahora me incluyo, supone una evolución necesaria, al otorgar poder de decisión, de control sobre su propia existencia y el modo en que el mundo se organiza, a tantos que hasta ese instante habían quedado excluidos injustamente.
Lo que es, en definitiva, el auténtico significado de la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario