Siguiendo con la lectura de mis adquisiciones recientes en el museo arqueológico, después de los retratos de El-Fayyum me enfrasqué con un libro de nombre Los Misterios del Gineceo, escrito por tres historiadores franceses, Paul Veyne, François Lissarague y Françoise Frontisi-Ducroix. Lo que esperaba, dado el título, era una descripción académica de las relaciones entres sexos en la griega clásica, pero lo que me encontré fue un análisis de las descripciones del sexo, el matrimonio y los roles sexuales en el arte grecorromano, de la que se inferían una serie de conclusiones más o menos aventuradas, más o menos especulativas.
Los adjetivos de aventurada y especulativa, que pueden parecer negativos, se refiere a que la sección más extensa del libro es un largo estudio de los frescos de La Casa de los Misterios de Pompeya, en el que se pone en cuestión la interpretación más corriente de este ciclo pictórico. Desgraciadamente, no tengo el conocimiento suficiente para decidir si Paul Veyne está en lo cierto o no, pero los buenos ensayos se caracterizan por invitarnos a un viaje de descubrimiento, a mostrarnos aspectos desconocidos de un camino que creíamos bien transitado, para así a obligarnos a replantear los términos de problemas que creíamos ya resueltos, independientemente de la validez de sus tesis y conclusiones.
Por poner un ejemplo, a finales de los años 80 se hizo famoso un largo ensayo del arqueólogo británico Colin Renfrew, autoridad mundial en la arqueología del Egeo, que tenía el nombre de Archaeology and Language: The Puzzle of the Indo-European Origins (hubo una traducción española en los 90, por parte de la editorial Crítica). En el se proponía que la patria de origen de las lenguas indoeuropeas, el proto-indoeuropeo, se hallaba en la península de Anatolia y no en el sur de Ucrania, como es comúnmente aceptado. La tesis de Renfrew montó mucho revuelo, debido no a lo revolucionario de su tesis, sino a que proponía un modelo de difusión mucho más sencillo y lógico, el de propagación del indoeuropeo por medio de la oleada de agricultores del Oriente Proximo que se expandió por Europa a comienzos del Neolítico, ilustrado con pruebas más que sólidas.
Es ese esfuerzo probatorio el que permite que el libro sea de interés aún hoy el día, a pesar de estar equivocado en lo que se refiere al indoeuropeo - como han demostrado los estudios genéticos -, al mostrarnos un marco coherente de cómo se extendieron las culturas neolíticas por Europa, empujando y reemplazando a los cazadores recolectores, sin que las conclusiones de Renfrew en ese sentido hayan sido modificadas en mucho por los descubrimientos posteriores. Algo similar ocurre con el estudio de Veyne, ya que en su afán por demostrar su tesis nos permite conocer aspectos insospechados de la cultura griega, como la vida privada, que normalmente quedan fuera de los libros de historia. En pocas palabras, lo que el autor francés propone es que el fresco de la Casa de los Misterios no es la ilustración de un ritual religioso, la iniciación a los mitos dionisiacos, sino la representación simbólica de otro rito de paso más terreno y profano: el del matrimonio.
Es cierto, no obstante, que en el fresco pompeyano abundan los temas dionisiacos. En el lugar de honor se sientan Dionisio y Ariadna - mutilada lamentablemente ésta última debido a la destrucción causada por la erupción del Vesubio - acompañados por el habitual cortejo de sátiros y silenos, en mayor o menor estado de embriaguez, en mayor o menor comunión con la naturaleza. Es cierto asimismo, que ciertos aspectos apuntan a un carácter sacro o iniciatorio de la pintura, como el terror que asalta a uno de los personajes femeninos o la flagelación a la que está siendo sometido otro. Por último, en un lugar prominente, al lado de la pareja divina, se muestra uno de los objetos centrales del ritual dionisiaco, la criba en la que una tela oculta un enorme falo en erección, cuyo descubrimiento parecía ser uno de los actos centrales de esos misterios. Un carácter supraterrenal que queda subrayado en el fresco por uno de los personajes en el acto de descubrir -¿o cubrir? - ese objeto sagrado, mientras que una diablesa lo defiende, flagelando al personaje citado más arriba.
Hasta ahí todo bien. El problema, como indica Veyne es que los detalles no cuadran. En primer lugar estamos hablando de misterios, actos que sólo debían conocer iniciados e iniciadores y que debían permanecer secretos para siempre. De hecho, tan efectivo ha sido el silencio de los participantes, que de la mayoría, como es el caso de los de Eleusis, apenas conocemos que existían y el lugar donde se celebraban, del cual la arqueología apenas puede mostrar algo más que la planta y el trazado. De esa manera parece extraño, al menos inusual, que los misterios se utilicen para decorar una casa particular, y menos un espacio semipúblico como es el de la sala donde se hallan los frescos, que no es otra cosa que el comedor, el triclinio, de la casa.
Por otra parte, en el caso de los misterios de Dionisio, ocurre que sí conocemos algo del ritual mistérico, gracias a representaciones en relieves. Pues bien, lo que ocurre en esos relieves es muy distinto a lo que vemos en los frescos. En los relieves, al iniciado, cubierto de pies a cabeza por un manto que le impide ver, se le coloca sobre la cabeza el objeto sagrado - criba, falo y cobertor - típico de Dionisio. Lo importante aquí, aparte del contraste entre la desnudez de los frescos y el pudor de los relieves, es que parece que el iniciado no debía ver el objeto de culto, sino simplemente sentirlo sobre sí, en completa contradicción con la exhibición pública que tiene lugar en el fresco. Más aún - y aquí esta la clave para Veyne - si se mira con atención el fresco, a sus paneles introductorios, aparecen otros elementos que en realidad apuntan a otro ritual: el del matriomoio.
Para Veyne, este fresco no es más que la adaptación romana de una obra helenística creada para celebrar unas bodas, seguramente las de algún rey sucesor de Alejandro. A esta interpretación apuntan que los frescos situados en la mitad junto a la entrada parece representar diferentes étapas de la preparación y ejecución del rito nupcial: el acicalamiento de la novia previo a su marcha a la casa del novio - subrayado por la mirada severa de su madre, que la observa desde la otra batiente -, el reparto de comida simbolica a los invitados - por parte de una esclava embarazada - o la irrupción de los músicos en el espacio pictórico, celebrando lo que va a suceder a continuación.
Este espacio real cotidiano, se ve transformado - sacralizado - por la irrupción del cortejo dionisiaco y su emplazamiento en el puesto de honor del fresco. Dionisio y Ariadna se convertirían así en un trasunto de la pareja de jóvenes esposos, una promesa de los gozos que les esperan esa noche y las siguientes, subrayado por el desbordamiento de las energías naturales - irracionales - que se atribuyen de ordinario a los compañeros del Dios. No es que todo sean rosas y alegrías, el cambio radical que supone el cambio de estado para la novia, su abandono de la casa materna y la pérdida - suponemos que violenta - de la virginidad - quedan señaladas por el terror y el dolor de los personajes femeninos que flanquean a la pareja divina y por el descubrimiento de ese secreto íntimo y aterrador que es el falo en erección.
¿Acertado? Cómo les dije, no tengo el conocimiento para decantarme en un sentido y otro - mucho de lo que cuenta Veyne era desconocido para mí - pero si debo decirles que la tesis es más que solida y que, como ya les adelantaba, si no lo es, el cúmulo de detalles que aporta sobre la vida privada de la antigüedad compensa con creces el viaje.
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