The Act of Killing (2012) de Joshua Oppenheimer, título cuya mejor traducción sería La Representación de la Matanza, es una obra que a muchos debe haber pillado con el pie cambiado. La película se centra en los sucesos de 1965 en Indonesia, cuando el general Sukarno derrocó al presidente Suharto con el apoyo de occidente, para embarcarse luego en la eliminación física de todo disidente político. Este proceso se saldó con el asesinato de al menos un millón de indonesios, comunistas según la propaganda del régimen y la de un occidente aterrado ante el deterioro de la situación política en Indochina, pero en realidad cualquier persona que fuera identificada como opositor potencial de nuevo régimen dictatorial.
Lo más llamativo y característico de la película no es ya que la reconstrucción de los hechos se realice mediante los testimonios de los asesinos, sino que su estructura acabe siendo la de la filmación de las retorcidas fantasías de estos criminales, en su mayoría miembros menores del hampa indonesia que fueron reclutados por el ejército para no tener que ensuciarse las manos. Parecería así, por una parte, que las víctimas han sido doblemente silenciadas, primero por los años de represión, ahora al hurtarles su voz cuando parece que finalmente pueden hablar; mientras que por otra parte se nos invita a un espectáculo voyeurístico, pornográfico, en el que como espectadores acabamos participando y compartiendo esos crímenes, sin experimentar remordimiento alguno.
No obstante, hay que tener en cuenta que todo documental, todo buen documental, es en esencia incompleto, un punto de partida que debe llevar al espectador a investigar y profundizar en el tema ilustrado, además de los motivos que llevaron al director del mismo a rodar de esa manera y no de cualquier otra. En el caso the The Act of Killing, la primera intención de Oppenheimer fue precisamente la de dar la voz a las víctimas, repitiendo en cierta manera lo que Lanzmann hizo en Shoah: fijar la memoria histórica antes de que esta se borrara con las muerte de los protagonistas. Sin embargo, Lanzmann pudo rodar en un mundo en el que los crímenes del nazismo eran universalmente repudiados, mientras que en la Indonesia que retrata Oppenheimer ocurre justamente lo contrario.
En ese país, los instigadores del exterminio siguen en el poder y, peor aún, se sienten orgullosos de sus acciones. Esto llevó a la curiosa paradoja de que si bien las autoridades perseguían y reprimían cualquier intento de Oppenheimer por entrevistar a las víctimas, no ponían por el contrario ningún impedimento a que se pusiera en contacto con sus asesinos. Es más éstos se mostraban orgullosos de lo que hicieron y no tenían reparo alguno en describirlo en todos sus detalles, o incluso, como muestra la película, en representarlo ante las cámaras, actuando al mismo tiempo como asesinos o como víctimas, sin mostrar remordimiento alguno, con una frialdad que parece remedo de la que utilizaron en sus asesinatos.
Para entender esta paradoja, Oppenheimer propone un pequeño experimento mental: imaginar una Europa en la que la Alemania nazi hubiera ganado la guerra y en la que cuarenta años tras el fin del conflicto empezase a salir a la luz el exterminio de los judíos. Como pueden imaginarse, en ese what if histórico, cualquier reconstrucción del holocausto no estaría teñida de las ideas de crimen, crueldad y locura con las que normalmente la asociamos, sino con las de gloria y honor, la de una labor horrible pero necesaria para el bien de la humanidad, para librarla definitivamente de la plaga judía y de sus efectos venenosos.
Esto es precisamente lo que ocurre en la sociedad indonesia, en la que estas milicias paramilitares, los responsables de las matanzas, son elogiados desde las más altas instancias del régimen, que no tienen miedo de mezclarse con ellos, ni de considerarlos uno de los pilares fundamentales del estado, aunque en realidad sus componentes no sean otra cosa que matones de poca monta. El mejor ejemplo de ese modo de pensar, no tan lejano de lo que ocurre en nuestras latitudes referente a otros temas históricos, en la emisión televisa recogida por Oppenheimer en la que se entrevista a la "estrella" del documental, el asesino Anwar Congo, y se le califica de héroe de la nación por haberse manchado de sangre en la dura misión de eliminar el peligro comunista.
Con esto queda justificado la inclusión de los asesinos y de algunas de sus fantasías, en las que se reconstruyen los hechos en los que participaron. Sin embargo, aún así sería válida esa acusación de pornografía o de voyeurismo, sino fuera porque al mostrarlas Oppenheimer está utilizando una de las reglas más viejas del documental, tal y como lo establecieron los maestros: la de conseguir que la persona rodada se aconstumbre a la cámara, la olvide y comience a actuar tal y como es en realidad, no como se imagina que es, un proceso que debe siempre complementarse haciendo que la persona rodada examine el resultado final, de manera que sienta que él también forma parte del proceso de creación.
Este "truco" obra milagros en la persona de Anwar Congo, responsable de al menos de un millar de muertes, y auténtico protagonista absoluto de la película. Poco a poco le vemos desprenderse de todas las máscaras, de todas las defensas que le han permitido disociarse de lo que hizo, de las crueldades en las que se vio implicado, hasta quedar convertido en una auténtica ruina humana, que sabe del horror que causo y qué teme, por muchas mentiras que le cuenten, por muchos elogios que le dediquen, que al final, ya sea en este mundo o en el otro, habrá de rendir cuentas.
Proceso de destrucción que es asímismo reflejo del vacio, de la ruina, de un régimen cuyo único fundamento y justificación histórica, cuyo pecado original, es precisamente ese genocidio de sus propios ciudadanos, y que queda reflejado con una potencia irrefrenable, en el instante en que Anwar Congo, perdido en sus fantasías voyeurísticas, cruza el espejo y comprende el horror que sintieron sus víctimas, el que sufrieron a sus manos, el que él les infligió.
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