martes, 25 de marzo de 2014

The story behind

This head was once part of a complete statue that stood on Rome's most southerly frontier, on the border between modern Egypt and Sudan, probably in the town of Syene, near Aswan. This region has always been a political faultline, where the Mediterranean world clashes with Africa. In 25 BC, so the writer Strabo tells us, an invading army from the Sudanese kingdom of Meroe, led by the fierce one-eyed queen Candance, captured a series of Roman forts and towns in southern Egypt. Candance and her army took the statue back to the city of Meroe and buried the severed head of the glorious Augustus beneath the steps of temple dedicated to victory. It was a superbly calculated insult. From now, everybody walking up the steps would literally be crushing the Roman Emperor under their feet. And if you look closely at the head, you can see tiny grains of sand from the African desert embedded in the surface of the bronze - a badge of shame still visible on the glory of Rome.

Neil McGregor, A history of the world in 100 objects.

Es sabido que toda historia es contemporánea, aunque se refiera al pasado más remoto. O mejor dicho, que toda mirada al pasado se realiza con los ojos del presente, proyectando en lo que se relata nuestros ideales, nuestras apetencias y nuestras fobias. No es de extrañar, por tanto, que a la hora de leer historia, lo que busque la mayoría sea una confirmación de sus creencias, por muy equivocadas y fantasiosas que éstas sean, y que como consecuencia demasiadas veces los que escriben la historia adopten una actitud apologética, mediante la que intentan convertir el pasado en prueba fehaciente del presente. Ejemplos de esta distorsión hay muchos, cercanos y lejanos, como ocurre con la religión secular de los nacionalismos de toda vertiente u origen, siempre preocupados por encontrar la comunidad ideal y el hecho diferencial que bendiga el orden social y moral que quieren imponer a la población que tiene la desgracia de habitar sus territorios ancestrales.

Hay otras formas de abordar el estudio de la historia. De hecho, si algo he aprendido en mis muchos años de afición por esa disciplina humanística, es que uno de sus mayores placeres es encontrar repentinamente ese hecho que pone en cuestión todos tus supuestos anteriores. Esa iluminación no depende de lo mucho o poco que se sepa, puesto que como el mar, la historia es inabarcable, inconmensurable, hecho que explica las muchas seguridades y precauciones que colocan en su narración los malos historiadores a los que hacía antes referencia.



Por poner algún ejemplo de esos hechos que modifican lo que ya creemos, es común que en los mapas del Imperio Romano se nos muestre una ancha banda, la Mauritania Tingitania, que ocupa el norte del actual territorio de Marruecos, marcando una frontera que parece no haberse modificado hasta la llegada de los Vándalos a principios del siglo V. Sin embargo, a finales del siglo II, la provincia hispana de la Bética se vio asolada por una serie de invasiones mauritanas (o moras, si castellanizasemos el apelativo romano). La causa de esta anómalia fue simplemente que el dominio romano en el norte de África se derrumbó en esos años, provocando que ciudades importantes, cuyas ruinas aún asombran, como Volubilis, fueron abandonadas, sin que volviera a restaurarse el poder de Roma en la región, fuera de una estrecha franja que abarcaría las actuales Tanger, Céuta y Melilla.

Asombra la facilidad con que el poderoso Imperio Romano abandonó unos territorios en los que había invertido tantos recursos, así como su su impotencia a la hora de restaurar su dominio en la región, pero es común a todo imperio llegar a un punto en el que no puede extenderse más, sin que los recursos gastados en mantener una frontera (in)estable lleguen a arruinarle. Un caso más cercano y no menos desconocido para los españoles el de nuestro imperio en las Américas, cuya extensión en los libros de texto suele describirse con una mancha amarilla que ocupa desde casi Oregón en los EEUU hasta el cabo de hornos, caso único de dominio continental que no se modificó del siglo XVI al XIX.

Sin embargo, los conquistadores no consiguieron pasar la raya de Valparaíso en Chile ante la resistencia de los araucanos, mientras que hasta 1697 un reíno maya mantuvo su existencia independiente en las selvas de Guatemala, en Tayasal, fecha muy cercana a  la rebelíón de los Hopi/Pueblo de Arizona en 1680, que retrasó durante largos decenios la expansión de los españoles por el territorio actual de lo EEUU.  Ejemplos que deberían hacernos recordar que nuestra ocupación del suroeste del actual EEUU tuvo lugar casi al final de nuestro imperio, fue siempre fragíl y estuvo limitada al siglo XVIII, a un último impulso expansivo producto de la competición entre los recientes imperios coloniales de lasAaméricas que Ingleses y Franceses habían comenzado a construir en la Louisiana, en Quebec, en Nueva Inglaterra, Virginia y la Carolinas.

Esta larga introducción viene a cuento porque un libro como el citado arriba, cuya lectura ha sido mi compañía en estas semanas de viaje, en principio no parecía el material más apropiado para sacudir consciencias, menos las históricas. Su propio título, The History of the World in 100 Objects, y el origen de estos mismos objetos, el inmenso Museo Británico, me hacían sospechar que no pasaba de ser un extenso catálogo, el registro impreso de una audioguía, en la que se pretenden suplir el conocimiento con la apilación de datos eruditos muchas veces intrascendentes. No ha sido así, para mi sorpresa y regocijo, simplemente porque el autores han intentado buscar objetos poco conocidos - excepto alguna excepción - pero sí representativos de un momento histórico y la civilización que los creó, esforzándose en  mostrar el contexto histórico y social que se esconde tras de ellos. En resumen, lo que nos enseñan de un pasado que aún sigue siendo nuestro presente, a pesar del barniz sofisticación y tecnología que creemos distingue a nuestra sociedad actual de cualquier otro.

El texto que he elegido expresa a la claras las virtudes del libro. Pertenece a un extenso comentario sobre una estatua del emperador Augusto y podría llevarnos a pensar equivocadamente que serviría de introducción a un análisis del principado romano de los siglos I y II de nuestra era. Por el contrario, se convierte en un análisis de los problemas de cualquier imperio para extender su radio de acción más allá de unos limites - piénsese en la impotencia de la superpotencia americana para imponer su voluntad en ciertos países -, y más importante aún, en una reivindicación del pasado de regiones y pueblos, los de África, a los que no asociamos normalmente con la civilización y la cultura.

Para nuestra sorpresa, la estatua de Augusto nos viene a hablar de una reina Nubía, Candace - en realidad ése el título real, la reína se llamaba Amanirenas - capaz de humillar al imperio romano, tomando y saqueando la actual ciudad de Assuan en Egipto, entonces llamada Syene, llevando como botín a su capital Meroe la estatua de Augusto a la que hacía referencia, luego enterrada ritualmente para servir de continuo insulto a la persona del emperador romano. Añádase que esta reína, según las noticias de Estrabon, era tuerta y que se las arregló para negociar un tratado de paz con Augusto en que el Imperio Romano renunciaba a todas sus aspiraciones expansivas al sur de Asuán.

Ahí es nada.

Esta historia no es una mera anécdota o una curiosa excepción. Debe servirnos de recordatorio necesario del olvido y descuido en que tenemos al continente africano. Normalmente, como herencia del colonialismo que se ve reforzada ahora mismo por la tragedía de la inmigración ilegal, tendemos a considerar a los habitantes de ese continente como simples salvajes, incapaces de cualquier refinamiento, continuamente inmersos en guerras tribales cuya crueldad atávica nos repugna. Dejando a un lado el hecho de que muchos de estos fenómenos que nos parecen ancestrales son producto de la estructura artificial impuesta por el colonialismo, del caos que siguió a la descolonización y de la conversión de África, en tiempos de la guerra fría, en campo de combate entre las dos superpotencias, hay que recordar que la historia africana cuanta con multitud reínos y civilizaciones sofisticadas que germinaron y crecieron en ese continente.

No es sólo ya el reíno sudanés nombrado de Kush/Napata/Meroe, hermano y reflejo especular, casi un doppelgänger,  de la civilización egipcia a lo largo de toda su existencia . En la lista hay que incluir tambíen el milenario reíno Etíope/Abisinio, capaz de resistir la inflitración árabe en el XVI y de infligir una derrota aplastante en Adua en 1898 a una potencia colonizadora europea como era Italia; el mítico reino de Monomopata que los portugueses descubrieron en el siglo XVI y que nos legó las ruinas inmensas de Zimbawue; el reino nigeriano de Ife del siglo XII y las escultura de sus soberanos, comparables en su perfección con la estatuaria griega; los poderosos reino Benin o Yoruba de los siglos XVI al XVIII capaces de tratar de igual a igual con los comerciantes europeos... o el sorprendente movimiento Mahdi del Sudán de finales del siglo XIX, donde el integrismo religioso se mezcla con un movimiento anticolonial avant-la-lettre, capaz de poner en dificultades al mismo Imperio Británico, como unas décadas antes hicieran el poderoso estado Zulú

Y Tantos y tantos reínos, tantos y tantos hechos aún por descubrir y por estudiar. O lo que es mismo el descubrimiento de un mundo, de una historia, del que no somos más que una pequeña parte, apenas un accidente, increíblemente rico y complicado, y de cuyo conocimiento y aceptación depende la solución de muchos de nuestro problemas globales.


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