Esta entrada, de nuevo dedicada a Shoujo Kakumei Utena, debería ser una repetición más de mis acostumbradas jeremiadas, expresadas en ese lema paradójico, según el cual el anime ha cambiado profundidad por perfección técnica. Sentencia lapidaria que es al mismo tiempo completamente cierta y absolutamente falsa.
El caso es que cuando, gracias a la nueva edición de Nozomi, me adentraba en los dos últimos arcos narrativos de la serie, mis intenciones críticas y articulistas fueron siendo substituidas por otras muy distintas, ya que si recordaba en líneas generales los eventos de los dos primeros arcos, excepto detalles accesorios, las peripecias de estos dos últimos se habían borrado por completo, aun cuando muchos de ellos eran esenciales en la resolución de la serie y, dado el lenguaje enigmático y simbólico de la serie, de aquellos que se prestan al análisis continuo y repetido, en busca de una explicación que muy bien podría no estar ahí, como cualquier auténtico surrealista debería saber.
Más aún, porque el problema no es se hubieran borrado de mi mente que esos símbolos poderosos pero quizás vacíos, la auténtica derrota es que las imágenes que me habían conmovido hasta lo más profundo de mi ser, por razones que quizás le cuente alguna vez, se habían borrado por completo de mi memoria. Y no se trataba, para mi desgracia, de un recuerdo inventado, de esos que utilizamos para cubrir los huecos de nuestra defectuosa maquinaria cerebral. Tenía pruebas precisas de lo que había sentido entonces. Uno de esos escritos míos llenos de pasión e imperfecciones, que dejaban mi alma al desnudo por completo, pero aún así la imagen que proyectaban de mi ser no dejaba de ser un disfraz, otro más de los que me gusta vestir incluso estando solo en casa.
Este es el texto, convenientemente acotado y editado, publicado en el 2005 en cierto foro de cuyo nombre no quiero acordarme, en el marco de una revisión de series de anime (otro de mis grandes errores, porque da igual que uno revise o descubra las grandes obras de la cinematografía, o visite cualquier museo o exposición a su alcance, o lea densos mamotretos de historia, al final, uno sólo será el del anime)
Porque los milagros no existen, aunque el lema aparente de la serie sea que si crees en los milagros, éstos se harán realidad. Auténticos milagros serán necesarios para sacar a cada uno de los personajes de su infierno particular, aquel que ellos mismos se han creado y en el que se han acostumbrado a vivir, tanto que son incapaces de concebir una vida fuera de él...
...Pero quizás el ejemplo paradigmático del enfoque cínico y amargo de esta serie es la historia de Yuri, enamorada de la mujer que se llevó a su supuesto prometido, y enamorada también del dolor que le produjo la pérdida de ambos, hasta el extremo de haber construido con l una armadura con la que protegerse del mundo, un arma con la cual destruir toda otra relación amorosa que vea, puesto que si no puede existir la suya no puede existir ninguna más. Arrastrada por su amargura, hasta el extremo de, incluso cuando su amada vuelve a su lado, no intentar recuperarla, sino luchar para que ella sea feliz en su lugar.
Hasta que en medio de la lucha, encuentra la revelación, repentina, tan dolorosa y tan llena de alivio, como un absceso que revienta y se vaca.
Porque el verdadero milagro, no estriba en conseguir el objeto amado, sino dejar de amarlo. Dejar de pensar en él. No despertarse cada día con su nombre en los labios.
Leía este texto y, como les digo, me sorprendía la pasión arrebatadora con que había sido escrito, provocada por la secuencia cuyas capturas encabezan esta entrada y que sólo son un pálido reflejo de la escena completa. Sin embargo, me preocupaba aún más descubrir como era yo hace apenas siete años, cuales eran las ideas y las obsesiones que ocupaban mis vigilias, cómo sobre todo esos sentimientos, esas convicciones, esas imágenes que suponía habrían de acompañarme mi vida entera, se habían atenuado, embostado, borrado por completo.
Habían muerto y habían sido enterradas, en definitiva, y nadie iba ya a visitar su sepulcro.
Y esto no es todo. Porque ahora giro mi silla y contemplo mi biblioteca, las estanterías llenas de libros amontonados hasta que ya no queda un espacio libre y amenazan con reventar, y descubró aquellos libros que leí hace diez, veinte, treinta años, que me hicieron perder el sueño, olvidar la realidad, pensar que toda la verdad y todo el saber estaban contenidos en ellos, que nada fuera de ellos me era ya necesario.
Y sé sin posibilidad de duda que no volveré a leerlos, por miedo a las mas horrible de las decepciones, producto único de mi propia e inevitable decadencia.
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