If the crime of such individuals are the most heinous at all, because they touch not only the families of victims but decent people throughout the world, then some retribution at international level is required. It is difficult to understand why states should ignore the question of punishing identifiable persons for massacres in Latin America, Africa or Asia. For them awaits no avenging Israel, no assiduous Simon Wiesentahl to track them down; they remain, many still in position of continuing power, sheltered by unlawful pardons given under duress or by the collective guilt of societies that silently condoned crimes to monstrous for the world to forgive. Death has robbed us of the satisfaction of seeing Milosevic, Foday Sankooh, Pol Pot, Hirohito, Honecker, Amin and Tudjman behind bars and brain damage has rescued Pinochet, but as ways are worked out which have put Videla, Taylor and Saddam in the dock, will Ponce, Cedras, Khieu Samphan, Mengistu, Botha, Stroessner, Karadzic, Mladic, Habré and the others all yo go unprosecuted to their graves?
Geoffrey Robertson, Crimes against Humanity
Leer ahora en 2012 estas palabras escritas en 2006 no deja de tener una profunda ironía, por la sencilla razón que el moderado optimismo que expresan, la de un mundo gobernado al fin por el derecho internacional y los derechos humanos, donde la tiranía fuera universalmente perseguida, sin excusas ni paliativos, ha quedado en nada.
Me explico.
Nuestra concepción actual de los derechos humanos y de los delitos que reciben el nombre de crímenes contra la humanidad, tienen un origen muy reciente, relacionado con la catástrofe del último conflicto mundial y el altísimo coste humano que supuso, que llevó a lo que nunca se había intentado con anterioridad: poner un fin a todas las formas de tiranía y barbarie humana, las cuales desde entonces serían consideradas como delitos y perseguibles por la comunidad internacional.
Este nuevo orden, tan distinto del nuevo orden de las potencias fascistas, se expreso en dos edificios legales que aún hoy continúan presidiendo el modo en que el derecho internacional se concibe y ejerce. Por un lado, los juicios de Nüremberg, mediante los cuales las potencias vencedoras prefirieron no ejecutar a los jerarcas nazis según capturados, sino someterlos a juicio que estaría sometido a las mayores garantías de legalidad. Justicia de vencedores, obviamente, pero hito en la historia de los derechos humanos, puesto que no sólo se codificaron los crímenes de agresión, de guerra y contra la humanidad, sino que la calidad irrefutable de las pruebas sirvió para aplastar para siempre cualquier intento de revival del régimen nazi, sin contar con que en esa justicia de vencedores, el tribunal fue lo suficientemente imparcial como para indultar a parte de los acusados.
La segunda piedra angular de este nuevo orden mundial fue la declaración universal de los derechos humanos, no sólo por tomar el espíritu de las revoluciones americana y francesa, es decir, que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, podían disfrutar de una serie de derechos irrenunciables, de forma que aquel régimen que intentase arrebatárselos no merecía otro nombre que el de tiranía, estando por tanto justificado (es más, legalizado) oponérsele por todos los medios, sino especialmente ppr elevarlos a rango universal, de forma que por primera vez todos los hombres serían realmente una única familia, y ningún sistema político, ninguna tradición cultural, ninguna religión o filosofía podía reclamar derecho de excepcionalidad, situarse fuera so pena de convertirse, literalmente, en enemigo de la humanidad. Es más, el idealismo (¡bienvenido sea!) llegó a tal extremo que no sólo se incluyeron derechos políticos, esos que tanto gustan a los neoliberales, sino derechos económicos, sin los cuales la libertad se convierte en letra muerta y por los que aún queda mucho que luchar (como demuestra nuestro Brave New World presente).
Y entonces llegó la guerra fría.
Este periodo de idealismo apensas duró unos pocos años, de 1944 a 1948, porque enseguida el mundo se escindió en dos bandos opuestos, que buscaban eliminarse mutuamente, de forma que todos los tiranuelos, todos los opresores, se convirtieron en aliados indispensables, siempre y cuando estuvieran de nuestro lado. Un periodo interminable de cuarenta años, en el que estos dos logros fueron considerados como excepciones, cumbres a las que nunca se podría ascender de nuevo, ya que la realpolitik, la que había regido la historia europea durante decenios volvía a ser válida de nuevo.
Así, los dictadores se creyeron con derecho a todo. A permanecer en su puesto cuanto quisieran, sin miedo a que fueran derrocados, en tanto que gozaran de la protección de su bando. A prepararse un buen retiro del cual gozar una vez abandonado el poder, sin que la venganza de las víctimas pudiera llegar nunca a turbarles el sueño, Incluso, en el improbable caso de verse obligados a cederlo, a mantener como rehenes a los regímenes que les sucediesen, obligándoles a aprobar leyes de punto final e inmunidad universal, bajo la amenaza de una involución y la represión subsiguiente.
Y entonces terminó la guerra fría.
Y pareció que la era de los derechos humanos, tan postergada durante largo tiempo, iba por fin a amanecer, plasmada en una serie de sucesos impensables apenas unos años antes... tan impensables como la caída del muro, la reunificación alemana y el fin del comunismos soviético. Así, la iniciativa del juez Garzón hizo temblar al asesino Pinochet, protegido de personas tan alabadas como Margaret Tacher, de forma que en pocos años todas las leyes de punto final de sudamérica se derrumbaron como las murallas de Jericó, y por primera se intervinó en dos países, Kosovo y Timor Oriental, para impedir un genocidio, rompiendo el dogma de que los asuntos internos de un país eran tabú para el resto, prohibición que autorizaba cualquier barbaridad y masacre siempre que la ejercieses sobre tu propio pueblos, mientras que una lista interminable de tiranos y genocidas, los nacionalistas serbios, los azuzadores del genocidio ruandés, los que se aprovecharon de la guerra civil de Sierra Leona, los últimos supervivientes de los Jemeres rojos, se encontraron sentados en el banquillo.
Y ni siquiera las marullerías de la administración Bush, su intento de denunciar la convención de Ginebra, su redefinición de la tortura y del concepto de combatiente, que dieron lugar a lacras como Guantánamo y Abu Graib, ni siquiera el engaño y las mentiras con que buscaron justificar la guerra de Irak ante la comunidad internacional, parecían ser capaces de detener esa nueva era en la que, al fin, habría justicia para todos.
Hasta que llego la crisis y los derechos humanos se convirtieron en otro gasto superfluo.
Geoffrey Robertson, Crimes against Humanity
Leer ahora en 2012 estas palabras escritas en 2006 no deja de tener una profunda ironía, por la sencilla razón que el moderado optimismo que expresan, la de un mundo gobernado al fin por el derecho internacional y los derechos humanos, donde la tiranía fuera universalmente perseguida, sin excusas ni paliativos, ha quedado en nada.
Me explico.
Nuestra concepción actual de los derechos humanos y de los delitos que reciben el nombre de crímenes contra la humanidad, tienen un origen muy reciente, relacionado con la catástrofe del último conflicto mundial y el altísimo coste humano que supuso, que llevó a lo que nunca se había intentado con anterioridad: poner un fin a todas las formas de tiranía y barbarie humana, las cuales desde entonces serían consideradas como delitos y perseguibles por la comunidad internacional.
Este nuevo orden, tan distinto del nuevo orden de las potencias fascistas, se expreso en dos edificios legales que aún hoy continúan presidiendo el modo en que el derecho internacional se concibe y ejerce. Por un lado, los juicios de Nüremberg, mediante los cuales las potencias vencedoras prefirieron no ejecutar a los jerarcas nazis según capturados, sino someterlos a juicio que estaría sometido a las mayores garantías de legalidad. Justicia de vencedores, obviamente, pero hito en la historia de los derechos humanos, puesto que no sólo se codificaron los crímenes de agresión, de guerra y contra la humanidad, sino que la calidad irrefutable de las pruebas sirvió para aplastar para siempre cualquier intento de revival del régimen nazi, sin contar con que en esa justicia de vencedores, el tribunal fue lo suficientemente imparcial como para indultar a parte de los acusados.
La segunda piedra angular de este nuevo orden mundial fue la declaración universal de los derechos humanos, no sólo por tomar el espíritu de las revoluciones americana y francesa, es decir, que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, podían disfrutar de una serie de derechos irrenunciables, de forma que aquel régimen que intentase arrebatárselos no merecía otro nombre que el de tiranía, estando por tanto justificado (es más, legalizado) oponérsele por todos los medios, sino especialmente ppr elevarlos a rango universal, de forma que por primera vez todos los hombres serían realmente una única familia, y ningún sistema político, ninguna tradición cultural, ninguna religión o filosofía podía reclamar derecho de excepcionalidad, situarse fuera so pena de convertirse, literalmente, en enemigo de la humanidad. Es más, el idealismo (¡bienvenido sea!) llegó a tal extremo que no sólo se incluyeron derechos políticos, esos que tanto gustan a los neoliberales, sino derechos económicos, sin los cuales la libertad se convierte en letra muerta y por los que aún queda mucho que luchar (como demuestra nuestro Brave New World presente).
Y entonces llegó la guerra fría.
Este periodo de idealismo apensas duró unos pocos años, de 1944 a 1948, porque enseguida el mundo se escindió en dos bandos opuestos, que buscaban eliminarse mutuamente, de forma que todos los tiranuelos, todos los opresores, se convirtieron en aliados indispensables, siempre y cuando estuvieran de nuestro lado. Un periodo interminable de cuarenta años, en el que estos dos logros fueron considerados como excepciones, cumbres a las que nunca se podría ascender de nuevo, ya que la realpolitik, la que había regido la historia europea durante decenios volvía a ser válida de nuevo.
Así, los dictadores se creyeron con derecho a todo. A permanecer en su puesto cuanto quisieran, sin miedo a que fueran derrocados, en tanto que gozaran de la protección de su bando. A prepararse un buen retiro del cual gozar una vez abandonado el poder, sin que la venganza de las víctimas pudiera llegar nunca a turbarles el sueño, Incluso, en el improbable caso de verse obligados a cederlo, a mantener como rehenes a los regímenes que les sucediesen, obligándoles a aprobar leyes de punto final e inmunidad universal, bajo la amenaza de una involución y la represión subsiguiente.
Y entonces terminó la guerra fría.
Y pareció que la era de los derechos humanos, tan postergada durante largo tiempo, iba por fin a amanecer, plasmada en una serie de sucesos impensables apenas unos años antes... tan impensables como la caída del muro, la reunificación alemana y el fin del comunismos soviético. Así, la iniciativa del juez Garzón hizo temblar al asesino Pinochet, protegido de personas tan alabadas como Margaret Tacher, de forma que en pocos años todas las leyes de punto final de sudamérica se derrumbaron como las murallas de Jericó, y por primera se intervinó en dos países, Kosovo y Timor Oriental, para impedir un genocidio, rompiendo el dogma de que los asuntos internos de un país eran tabú para el resto, prohibición que autorizaba cualquier barbaridad y masacre siempre que la ejercieses sobre tu propio pueblos, mientras que una lista interminable de tiranos y genocidas, los nacionalistas serbios, los azuzadores del genocidio ruandés, los que se aprovecharon de la guerra civil de Sierra Leona, los últimos supervivientes de los Jemeres rojos, se encontraron sentados en el banquillo.
Y ni siquiera las marullerías de la administración Bush, su intento de denunciar la convención de Ginebra, su redefinición de la tortura y del concepto de combatiente, que dieron lugar a lacras como Guantánamo y Abu Graib, ni siquiera el engaño y las mentiras con que buscaron justificar la guerra de Irak ante la comunidad internacional, parecían ser capaces de detener esa nueva era en la que, al fin, habría justicia para todos.
Hasta que llego la crisis y los derechos humanos se convirtieron en otro gasto superfluo.
2 comentarios:
Bueno, una de las excusas que se utilizaron para justificar la invasión de Irak era que había que acabar con un genocida. Y la defensa de los derechos humanos también es la razón por la que se intervino en Libia el año pasado, en plena crisis.
Es cierto que el final de la guerra fría terminó con la impunidad de muchos dictadores a los que se les permitía cualquier cosa siempre que permaneciesen fieles a sus aliados. Pero además, después del fin de la guerra fría ya no se podía recurrir al enemigo ideológico para justificar las intervenciones en otros países. La defensa de los derechos humanos sí era una razón que podía resultar aceptable para las opiniones públicas. Será que soy demasiado escéptico y tiendo a sospechar de todo lo que nos cuentan la tele y la prensa, pero creo que en el fondo la nueva era no fue más que eso. Una intervención militar en algún país insignificante que está en el otro extremo del mundo es difícil de justificar si no hay una superpotencia disputándonos el dominio mundial, pero casualmente en esos países suele haber un tirano masacrando a su propio pueblo que nos obliga a ir allí para liberar a esas pobres gentes.
Un saludo.
Bueno, como dije al principio Robertson era moderadamente optimista y gran parte del libro se dedica a ilustrar las diferentes excusas y mentiras aportadas por los diferentes gobiernos, como que en el fondo a Bush la condición de genocida de Hussein le importaba un huevo, como demuestra que se le ofreció salvoconducto para abandonar el país antes del ataque.
Lo que sí es muy claro Robertson es que la política de neutralidad de la ONU y de la mayoría de los gobiernos occidentales acaba por convertirse en una política de apoyo al poderoso, muy en la línea del famoso comité de no intervención de la guerra española que al final sólo favoreció a Franco.
Así Robertson nos cuenta como en TImor Oriental se favoreció un referendum de autodeterminación aún sabiendo que esto provocaría una masacre a cargo de las tropas indonesias y sus aliados, no se tomaron medidas para evitar lo que ocurriría el día después, y cuando ocurrió lo que ocurrió, pasaron 20 días de matanzas antes que las fuerzas autralianas se asomaran por allí, todo por no molestar a un aliado esencial como era Indonesia (y luego los juicios posteriores fueron una farsa).
Así que, como digo, la realpolitk sigue estando demasiado bien presente y de forma que si no se enemista uno con sus padrinos (EEUU, China o quien sea) es bien fácil librarse del castigo por genocida.
Pero en cualquier caso, más vale un poco de justicia que ninguna... y esa debería ser la conclusión.
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