Civil and political rights may be fundamental, but they cannot be enjoyed on an empty stomach. Talk to holocaust survivors, and they will tell you that racial discrimination, slavery and loss of liberty were not their immediate concerns in the concentration camps, but rather an aching and all-enveloping hunger. Of course, starvation was inflicted as a consequence of inhumane racist policy, but it endangered their 'right to life' more directly than depriving them of civil rights. The Universal Declaration (of human rights) recognizes that the duty of states to protect the 'inherent dignity' of humankind goes much further than clothing individuals with legal powers: they must be clothed with clothing. They must be fed and housed and educated; given access to medical and social services when needed; able to find work paid sufficiently to make leisure time - spent with family and in the cultural life of the community - a fulfilling experience. States' duties to afford a basic standard of living for their peopled are expressed in articles 22-7 of the Universal Declaration as 'rights' which are 'indispensable for dignity and development of personality'.
Geoffrey Robertson, Crimes against Humanity.
Los que sigan este blog sabrán de mis reticencias a la hora de hablar de política, lo cual no deja de ser paradójico dada mi pasión por la historia.
Esta contradicción es difícil de resolver, dado que toda narración histórica es eminentemente política, por muy remoto que sea el tiempo al que se refiere, ya que, se quiera o no, nuestras convicciones ideológicas se proyectan sobre ese pasado, del cual esperamos que nos confirme en nuestras posiciones políticas. Un objetivo más o menos consciente que se suele reflejar en una presentación selectiva de los hechos, resaltando aquellos que sirven a nuestros propósitos, mientras se dejan en la sombra, o simplemente se omiten aquellos que nos contradicen. Es este sutil ejercicio de manipulación propagandística, presente en todos los autores, por muy objetivos que se pretendan, la principal objección a una historia considerada como auténtica ciencia, ya que esas dudas, proyectadas al pasado, nos llevan a desconfiar de todas las fuentes, y en el caso del postmodernismo tan extremo, a negar cualquier posibilidad de reconstruir ese pasado que pretendemos conocer.
Por supuesto esa ficción de una historia apolítica, es decir de una historia que nos presente el pasado tal y como fue, sin intentar apoyar una u otra postura política, se hace más y más insostenible a medida que nos acercamos al presente o que los fenómenos narrados siguen teniendo repercusión en el tiempo del historiador. Así, el libro del fiscal QC presenta esta doble faceta, al mismo tiempo contradictoria y perfectamente coherente, de intentar una historia del concepto y plasmación de los derechos humanos en el mundo moderno, mientras se realiza una defensa vehemente de ellos mismos. Una tarea que a muchos, entre los que me incluyo, nos parece esencial e irrenunciable, si realmente queremos construir un mundo basado en el imperio de la ley y en el respeto a los seres humanos.
En la construcción de ese nuevo mundo mejor, Robertson, escribiendo a mediados de la primera década del siglo XXI, era moderadamente optimista, debido a las revoluciones democráticas de las últimas décadas del siglo XX (afectando mayoritariamente a los países del sur de Europa e Iberoamérica), pero especialmente al rechazo mayoritario entre las poblaciones de los países desarrollados (y gran parte del tercer mundo) a cualquier violación de los derechos humanos, lo que había llevado a quebrar la impunidad de los antiguos dictadores y opresores, una vez que el paso del tiempo les había robado la protección de sus antiguos camaradas y las leyes de immunidad que se autocondieron (caso de Pinochet y la junta Argentina), a realizar intervenciones armadas para protegerlos (Bosnia, Kosovo y Timor Oriental) o que cada vez fueran menos los países que se abiertamente los rechazaban y que incluso los que los quebraban basados en su poder (China, EEUU y la URSS) tuvieran que buscarse toda clase de excusas y componendas, admitiendo que lo que hacían no era legal en absoluto.
No es una historia fácil ni directa, no obstante, y los pocos logros que se han conseguido lo han sido a base de retrocesos y desvíos, en los que pequeñas victorias se lograban al precio de grandes componendas. El mejor periodo para la conversión en leyes de estos derechos humanos fue, antes del momento presente, el breve periodo entre 1944-1947, cuando la euforia por la derrota del nazismo (y sus comparsas fascista y japonés) hizo creer que podía construir un mundo nuevo antes de que el comienzo de la guerra fría forzase una vuelta a la realpolitik, en la que entre los cálculos de las superpotencias entraba el de exterminar con bombas nucleares a la población civil del enemigo.
En este periodo de idealismo vio los juicios de Nuremberg y de Tokio (y juicios satélites), origen de gran parte de la legislación posterior sobre crímenes contra la paz, de guerra y contra la humanidad, la inclusión en la carta fundacional de las naciones unidas de una declaración de derechos humanos vinculante para todos sus miembros, junto con una revisión de la convención de ginebra que aún está en vigor más de medio siglo tras su aprobación. Curiosamente, el principal portavoz y promotor de este idealismo, no fue otro que los EEUU, los cuales consiguieron evitar que los jerarcas nazis fueran fusilados sumariamente, sino llevados a un juicio donde sus crímenes fueron hechos públicos y cualquier esperanza de renovación de ese movimiento basada en una leyenda aura, completamente aplastada, al mismo tiempo que convertían los juicios farsa que pretendía realizar la URSS, en los que cada acusado confesaría sus delitos, ya fueran reales o imaginados, para luego ser ejecutado, en lo más próximo a un auténtico juicio legal, desvaneciendo la acusación de justicia de los vencedores, con la que podrían haber sido tildada.
Unos EEUU en completa oposición a los de ahora mismo, que mantienen abierta una cárcel ilegal (según la ley internacional) en Guantánamo, se niegan a reconocer al Tribunal Penal Internacional, bloquean asímismo cualquier iniciativa que, en el futuro, pudiera llevar a una posible condena de su gobierno, sus instituciones, sus funcionarios o sus ciudadanos, por crímenes de guerra o contra la humanidad, además de intentar revisar los acuerdos y convenios internacionales que puedan restringir su libertad de acción... impidiendo de rebote el progreso de la comunidad internacional hacia la persecución de los perpetradores de crímenes contra la humanidad, para convertirse en el aliado más efectivo de todo tipo de tiranos y regímenes dictatoriales, como Irán o Corea del Norte.
Un idealismo, el de los EEUU en el de los años 40, que ahora es universalmente denostando, ya que, nos dicen, se prefiere el pragmatismo, la conciliación. Sin embargo, es ese idealismo el que ha hecho avanzar la causa de la justicia, el que ha permitido crear un conjunto de reglas y derechos que se suponen irrenunciable y que permitirían perseguir a los que las quebrasen o conculcasen, sin que sus perpetradores pudieran esperar encontrar refugio o indulto, mientras que el pragmatismo actual, tan ensalzado, lo único que sirve es para mantener el status quo, para no remover la situación, para mantener en definitiva la opresión.
Y es que, se suele olvidar, que ese idealismo de los EEUU no sólo se plasmó en un conjunto de derechos civiles irrenunciables, sino que como recuerda Robertson, con esos derechos civiles van emparejados una serie de derechos económicos, sin los cuales no es posible disfrutar de los primeros, circunstancia que demasiados liberales olvidan por completo, hasta el día que un tirano populista aprovecha la misera de las masas para extender su reino de terror.
Derechos económicos. Tan importantes como los civiles, pero que en este tiempo de crisis, volverán a ser olvidados y postpuestos, al no haber presupuesto para ellos, lo cual hará debilitará inevitablemente los primeros, que se verán como privilegio de unos pocos favorecidos, y los hará parecer completamente prescindibles.
Provocando una involución en toda regla.
Geoffrey Robertson, Crimes against Humanity.
Los que sigan este blog sabrán de mis reticencias a la hora de hablar de política, lo cual no deja de ser paradójico dada mi pasión por la historia.
Esta contradicción es difícil de resolver, dado que toda narración histórica es eminentemente política, por muy remoto que sea el tiempo al que se refiere, ya que, se quiera o no, nuestras convicciones ideológicas se proyectan sobre ese pasado, del cual esperamos que nos confirme en nuestras posiciones políticas. Un objetivo más o menos consciente que se suele reflejar en una presentación selectiva de los hechos, resaltando aquellos que sirven a nuestros propósitos, mientras se dejan en la sombra, o simplemente se omiten aquellos que nos contradicen. Es este sutil ejercicio de manipulación propagandística, presente en todos los autores, por muy objetivos que se pretendan, la principal objección a una historia considerada como auténtica ciencia, ya que esas dudas, proyectadas al pasado, nos llevan a desconfiar de todas las fuentes, y en el caso del postmodernismo tan extremo, a negar cualquier posibilidad de reconstruir ese pasado que pretendemos conocer.
Por supuesto esa ficción de una historia apolítica, es decir de una historia que nos presente el pasado tal y como fue, sin intentar apoyar una u otra postura política, se hace más y más insostenible a medida que nos acercamos al presente o que los fenómenos narrados siguen teniendo repercusión en el tiempo del historiador. Así, el libro del fiscal QC presenta esta doble faceta, al mismo tiempo contradictoria y perfectamente coherente, de intentar una historia del concepto y plasmación de los derechos humanos en el mundo moderno, mientras se realiza una defensa vehemente de ellos mismos. Una tarea que a muchos, entre los que me incluyo, nos parece esencial e irrenunciable, si realmente queremos construir un mundo basado en el imperio de la ley y en el respeto a los seres humanos.
En la construcción de ese nuevo mundo mejor, Robertson, escribiendo a mediados de la primera década del siglo XXI, era moderadamente optimista, debido a las revoluciones democráticas de las últimas décadas del siglo XX (afectando mayoritariamente a los países del sur de Europa e Iberoamérica), pero especialmente al rechazo mayoritario entre las poblaciones de los países desarrollados (y gran parte del tercer mundo) a cualquier violación de los derechos humanos, lo que había llevado a quebrar la impunidad de los antiguos dictadores y opresores, una vez que el paso del tiempo les había robado la protección de sus antiguos camaradas y las leyes de immunidad que se autocondieron (caso de Pinochet y la junta Argentina), a realizar intervenciones armadas para protegerlos (Bosnia, Kosovo y Timor Oriental) o que cada vez fueran menos los países que se abiertamente los rechazaban y que incluso los que los quebraban basados en su poder (China, EEUU y la URSS) tuvieran que buscarse toda clase de excusas y componendas, admitiendo que lo que hacían no era legal en absoluto.
No es una historia fácil ni directa, no obstante, y los pocos logros que se han conseguido lo han sido a base de retrocesos y desvíos, en los que pequeñas victorias se lograban al precio de grandes componendas. El mejor periodo para la conversión en leyes de estos derechos humanos fue, antes del momento presente, el breve periodo entre 1944-1947, cuando la euforia por la derrota del nazismo (y sus comparsas fascista y japonés) hizo creer que podía construir un mundo nuevo antes de que el comienzo de la guerra fría forzase una vuelta a la realpolitik, en la que entre los cálculos de las superpotencias entraba el de exterminar con bombas nucleares a la población civil del enemigo.
En este periodo de idealismo vio los juicios de Nuremberg y de Tokio (y juicios satélites), origen de gran parte de la legislación posterior sobre crímenes contra la paz, de guerra y contra la humanidad, la inclusión en la carta fundacional de las naciones unidas de una declaración de derechos humanos vinculante para todos sus miembros, junto con una revisión de la convención de ginebra que aún está en vigor más de medio siglo tras su aprobación. Curiosamente, el principal portavoz y promotor de este idealismo, no fue otro que los EEUU, los cuales consiguieron evitar que los jerarcas nazis fueran fusilados sumariamente, sino llevados a un juicio donde sus crímenes fueron hechos públicos y cualquier esperanza de renovación de ese movimiento basada en una leyenda aura, completamente aplastada, al mismo tiempo que convertían los juicios farsa que pretendía realizar la URSS, en los que cada acusado confesaría sus delitos, ya fueran reales o imaginados, para luego ser ejecutado, en lo más próximo a un auténtico juicio legal, desvaneciendo la acusación de justicia de los vencedores, con la que podrían haber sido tildada.
Unos EEUU en completa oposición a los de ahora mismo, que mantienen abierta una cárcel ilegal (según la ley internacional) en Guantánamo, se niegan a reconocer al Tribunal Penal Internacional, bloquean asímismo cualquier iniciativa que, en el futuro, pudiera llevar a una posible condena de su gobierno, sus instituciones, sus funcionarios o sus ciudadanos, por crímenes de guerra o contra la humanidad, además de intentar revisar los acuerdos y convenios internacionales que puedan restringir su libertad de acción... impidiendo de rebote el progreso de la comunidad internacional hacia la persecución de los perpetradores de crímenes contra la humanidad, para convertirse en el aliado más efectivo de todo tipo de tiranos y regímenes dictatoriales, como Irán o Corea del Norte.
Un idealismo, el de los EEUU en el de los años 40, que ahora es universalmente denostando, ya que, nos dicen, se prefiere el pragmatismo, la conciliación. Sin embargo, es ese idealismo el que ha hecho avanzar la causa de la justicia, el que ha permitido crear un conjunto de reglas y derechos que se suponen irrenunciable y que permitirían perseguir a los que las quebrasen o conculcasen, sin que sus perpetradores pudieran esperar encontrar refugio o indulto, mientras que el pragmatismo actual, tan ensalzado, lo único que sirve es para mantener el status quo, para no remover la situación, para mantener en definitiva la opresión.
Y es que, se suele olvidar, que ese idealismo de los EEUU no sólo se plasmó en un conjunto de derechos civiles irrenunciables, sino que como recuerda Robertson, con esos derechos civiles van emparejados una serie de derechos económicos, sin los cuales no es posible disfrutar de los primeros, circunstancia que demasiados liberales olvidan por completo, hasta el día que un tirano populista aprovecha la misera de las masas para extender su reino de terror.
Derechos económicos. Tan importantes como los civiles, pero que en este tiempo de crisis, volverán a ser olvidados y postpuestos, al no haber presupuesto para ellos, lo cual hará debilitará inevitablemente los primeros, que se verán como privilegio de unos pocos favorecidos, y los hará parecer completamente prescindibles.
Provocando una involución en toda regla.
2 comentarios:
the Dowland, Flow My Tears, is perfection! Sometimes one forgets what is important in art … Thanks!!!!!!!!
And happy new year!
Thank you for your praise. And yes, sometimes one have to remembar what art is about.
Happy new year to you too.
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