Lunes, tiempo de recuperar otro artículo de los publicados en Tren de Sombras. En este caso, se trata de Eureka, película del director japonés contemporáneo Aoyama Shinji, la cual descubrí por pura casualidad, en una de mis exploraciones en las listas de novedades de DVD, y que, sin saber porqué, me atrajo.
Olfato, que lo llaman, y que produce que mi cinefilia sea un acumulo de inmensas lagunas y rincones excesivamente iluminados, especialmente tras el desmoronamiento del canon clásico.
Pero no les doy, más la lata, lean el artículo, de cuando sabía ser sucinto y apasionado, características que hoy me parecen pertenecer a otra persona.
Eureka
Producción: 2000 Japón
Director: Shinji Aoyama
Guion: Shinji Aoyama
Interpretada por: Koki Yakushi, Aoi Miyazaki, Masaru Miyazaki, Yoichiro Saito.
Música de: Isao Yamada, Shinji Aoyama.
Fotografía de: Masaki Tanra
Productores: Takenoru Sento
En el punto de mira
Lo primero, la premisa.
En un punto indeterminado del Japón, un autobús urbano es secuestrado y sus ocupantes tomados como rehenes. Tras la intervención de la policía, el secuestrador es abatido, pero sólo tres de los pasajeros permanecen con vida.
Partiendo de esta idea, ¿qué soluciones narrativas y estéticas serían previsibles?
Si se piensa en el cine de acción de Hollywood, el solo secuestro hubiera ocupado las más de dos horas que constituyen la norma habitual de duración. Por un lado hubiéramos tenido al “malo maloso” y su cohorte de músculos, buenos sólo para caer bajo las balas. Por el otro, al bueno indestructible e incorruptible que, tras innumerables dificultades y muertos, triunfaría sobre las fuerzas del mal. Todo ello aderezado con la inevitable historia de amor, y con fragmentos del pasado del héroe, que demostrasen que tenía alguna razón más poderosa que los rehenes para enfrentarse al criminal.
Una aproximación “mixta”, que buscase cierto prestigio crítico aunque sin perder de vista la taquilla, se hubiera centrado en el después del secuestro. Sin embargo, este supuesto interés en las víctimas se habría malgastado en narrar una larga historia de venganza, en la que un secuestrado o familiar suyo se enfrascaría en la búsqueda, captura y ejecución de los responsables de su desgracia. Un análisis de la brutalidad, una visión necesaria de los aspectos más desagradables de la naturaleza humana. Excusas, simples excusas, para mostrar el habitual espectáculo de violencia naturalista tan caro a las audiencias actuales.
Un cine más de “autor”, habría rechazado lo anterior como vías comerciales y bastardas, embarcándose por el contrario en la indagación de las causas que llevan a un hombre a cometer esa barbaridad. ¿Es la maldad consustancial al corazón humano? ¿Son por el contrario las condiciones económico-sociales las que producen este fenómeno? Grandes preguntas éstas, que de ordinario reciben una respuesta estereotipada, porque al final, el culpable es la audiencia y el deber del cineasta es remover sus conciencias, incomodarlas y forzarlas al debate... aunque éste resulte estéril.
Todas estas soluciones, a pesar de sus aparentes diferencias, comparten el mismo defecto de base. Ninguna piensa en las víctimas. Todas dejan de lado su sufrimiento... y la carga que deberán sobrellevar el resto de sus vidas.
En efecto, si algo deja claro está película es que las víctimas sólo son culpables de estar en el lugar equivocado en el momento inapropiado. Durante los primeros minutos de la cinta, el director se limita a seguir la ruta del autobús, esa secuencia monótona de tramos y paradas, de gentes que miran al vacío y tratan de matar el tiempo con actividades estereotipadas, de personas que bajan y suben sin reparar en lo que están haciendo. Si una de ellas no hubiera tomado el autobús en cierto instante se habría salvado, si otra no lo hubiera abandonado se habría condenado.
Eso es todo. Ahí se agota la responsabilidad de las víctimas. En elegir, inadvertidamente, el momento de su muerte.
Lo mismo ocurre con el secuestrador. De las tres horas treinta que ocupa la película, apenas quince minutos se dedican al secuestro en sí, y de ellas sólo una breve fracción se destina al secuestrador. La primera vez que aparece es alguien indistinguible, un miembro más del rebaño humano, que sólo cobrará importancia por los actos que está a punto de cometer. Acciones sin sentido, sin razón, sin motivos. La cinta nunca va explorar quién era el secuestrador o porqué hizo lo que hizo. Su rebelión, si es realmente una rebelión, no pretende nada, no reivindica nada, no exige nada. En el fondo, es solamente una vía hacia el suicidio. Una forma de evitar darse uno mismo muerte, de obligar a que sean otros los que lo hagan.
Al final será abatido, en una acción sucia y confusa. No se volverá sobre su figura, ha servido sólo como motor de la historia, como catalizador de los personajes. El tiempo, las tres horas largas que aún faltan, pertenece a las víctimas.
Lost In Paradise.
Frecuentemente resulta imposible disociar forma de contenido. El hecho de ver, al mismo tiempo, qué se nos cuenta y cómo se nos cuenta, confunde nuestras apreciaciones e impide nuestro juicio.
Es habitual, cuando se intenta realizar un cine menos comercial, más personal, más de autor, que se recurra a evitar el montaje por todos los medios, de manera que se elimine la idea de preparación y planificación que acompaña a una producción “de estudio”. El concepto básico es que todo lo presentado aparezca como realmente visto, como capturado por casualidad. Con mucha frecuencia, a esto se une un feísmo consciente, un descuido en la iluminación, los medios y el formato, en un intento por apartarse del aspecto brillante y pulido de las producciones de Hollywood. Asimismo, y siguiendo aquí la trayectoria de la literatura del siglo XX, el enfoque suele realizarse sobre lo accesorio, dejando de lado lo principal, procurando ocultarlo, obligando al espectador a reconstruir la historia con los escasos retazos que se le muestran.
También con demasiada frecuencia, estos rasgos de estilo, son sólo eso, rasgos de estilo utilizados para proyectar una imagen, un vestido que se lleva para demostrar algo, para ser reconocido por los creyentes. Algo tan falso, tan extraño y tan de moda como el llamativo uniforme de Hollywood.
Esta cinta abunda en este modo de rodar y narrar. Largas escenas en las que la atención se pierde en detalles insignificantes. Conversaciones que no explican ni aportan nada. Sucesos que parecen extraños a la historia, pegados a ella sin razón alguna. Extensas secciones donde lo único que ocurre es que el tiempo pasa, aburrido y monótono, malgastado en definitiva, sin posibilidad de ser recuperado.
En apariencia, lo importante debe estar sucediendo fuera de campo, aunque la película no se moleste en contárnoslo. Da la impresión que lo único que importa es mostrar una colección de imágenes bellas, de planos extraños y sorprendentes, unidos por una débil anécdota que no lleva a ninguna parte, que no aporta nada, que no nos reclama ni nos obliga a nada.
Es una ilusión, una sabia y sutil trampa.
La misma trampa que nos plantea la fotografía. Abunda, como hemos señalado, en imágenes bellas, casi preciosistas, cargadas de sugerencias y significados, que, como la propia narración, no llevan a ninguna parte. Sin embargo, al mismo tiempo, esa propia belleza, ese evidente preciosismo se ven negados. Toda la cinta ha sido rodada en un sobrio blanco y negro, negando la representación exacta del mundo, huyendo de cualquier efecto de luz que no sea estrictamente natural. No se detiene ahí, sino que el blanco y negro ha sido teñido deliberadamente, virando hacia el sepia en algunas secciones, adoptando tintes verdosos en otra, acercándose al color en algunas. No parece existir una regla aparente detrás de estas decisiones, que varían imperceptiblemente a lo largo de la película, sin encontrar nunca el equilibrio.
Tal es el destino de los personajes. Ése es el sentido oculto. Al igual que la narración y la fotografía vagan, se mueven en círculos, sin encontrar un equilibrio o un destino, así los protagonistas, tras aquello, viven en este mundo sin comprenderlo. Han sobrevivido mientras que otros han muerto y nada hay a su alrededor que les ofrezca una respuesta de porqué o para qué. El mundo sigue su camino, sin preocuparse por ellos, forzando el olvido de lo que les sucedió, abandonando a los protagonistas en el recuerdo y la meditación, sin que sea posible confesar a los demás lo que piensan, sin poder contarles lo que sintieron en aquellos momentos.
Nadie que no haya atravesado esa situación puede comprender lo que significa estar al borde de la muerte o imaginar lo fácil que resulta acabar con una vida humana. Mucho menos concebir lo trivial que resulta la muerte, y, sobre todo, atreverse a admitir que el impulso que movió al secuestrador anida en todos los seres humanos, que quizás sean ahora las propias víctimas las que sienten esa misma fiebre, ese mismo frenesí.
No es sorprendente que, enfrentadas al silencio del mundo, a ese olvido consciente y culpable con el que la sociedad aborda las tragedias, los tres protagonistas respondan con el silencio. Como hemos dicho, nadie puede entender lo que sienten, nadie puede comprenderles, nadie puede ofrecerles más que palabras vacías. Unos elegirán encerrarse en su casa, aislarse del mundo, olvidar el exterior y ser olvidados por él. Creerán así poder encerrar al monstruo en la prisión que se han creado. Otros escogerán perderse en el mundo, recorrerlo, convertidos en vagabundos sin destino, que huyen de sí mismos. Apartados ambos, en definitiva, de aquellos que dicen que los aman, pero que en realidad no lo hacen.
Nada es para siempre, sin embargo. El vagabundo, tras largos años, retornará al pueblo, e intentará retomar una aparente vida normal. Nueva ilusión, puesto que el abismo que le separa de la gente normal no ha desaparecido. Le guste o no, es consciente de que no puede hablar de lo que le ocurrió, mucho menos de lo que sintió. Debe limitarse a conversaciones estereotipadas, a meros intercambios utilitarios, porque, desde aquel día, ya no pertenece al resto de la humanidad. Se sabe fuera y le saben fuera.
Es ahora cuando se entiende la intencionalidad de la narración, cuando se comprende el significado de la fotografía. Ese silencio, ese aislamiento, esa confusión, esa falta de caminos, ése estar detenido sabiendo que nunca se pondrá uno de nuevo en marcha, todos estos sentimientos son los que la película busca representar, sin decirlo explícitamente. En cambio, nos muestra ese silencio, ese vacío, esa nada absoluta en la que viven inmersos los protagonistas, hora tras hora, día tras día, sin que nada cambie, sin que nada pueda nunca cambiar.
Sólo cuando el vagabundo trabe contacto con los otros dos supervivientes, la película, y los personajes, parecerán encontrar su ruta. Únicamente aquellos que han experimentado lo mismo que tú, pueden comprenderte, sólo aquellos que sienten igual, que sufren igual, son tus iguales, tu verdadera familia, tus padres y tus hermanos. Por esta razón, este hombre, hasta hora tan escrupuloso en evitar cualquier contacto humano, no dudará en mudarse con los dos niños y tomarles bajo su protección. Por eso mismo, los dos hermanos, a pesar de haber rechazado el mundo y haberse encerrado en un mundo propio, no intentarán expulsarle cuando aparezca, sino que le aceptarán. A él y a sus cuidados.
The Long Journey Home.
Esta nueva situación, sin embargo, es también una trampa. No han avanzado, no han dejado atrás lo que ocurrió, no se han curado aún. Se limitan a compartir su soledad y su aislamiento. Conviven yuxtapuestos, apartados del mundo, sin querer ni pretender volver a él. Desafiando, casi con orgullo, el desprecio y la desconfianza que en él despiertan.
Es necesario salir de la cárcel que ellos mismos se han construido. Es necesario marcharse, para poder volver. Hacer algo que demuestre que aún están vivos, que no murieron ese día junto con los demás. Por esta razón compran un autobús de segunda mano, lo arreglan y se embarcan en un viaje, sin ruta definida, sin destino decidido, a lo largo de Japón.
Desde ese punto, la película podría haber caído fácilmente en los tics de las road movies. Haberse convertido en una sucesión de encuentros con diferentes personajes, a cada cual más pintoresco, que les ofreciesen una lección vital. Un conjunto de experiencias del cual, como prestidigitador que extrae un conejo del sombrero, se obrase una renovación de los personajes.
Con gran inteligencia, la película huye conscientemente de este modelo. El viaje no es más que una sucesión de monótonos tramos en carretera, de campamentos improvisados en cualquier sitio, de montañas y de mares indiferentes en su belleza, de pueblos y ciudades, extrañamente vacíos de la presencia humana.
Cualquier decisión, cualquier cambio, no puede venir de fuera, tiene que provenir de dentro de ellos mismos. El mundo no puede hacer nada por ellos, al mundo no le importan los destinos de dos o tres de sus criaturas, ni que vivan o mueran. Tienen que ser ellas las que encuentren la fuerza para erguirse, las que emprendan la marcha, las que decidan curarse.
Poco a poco, el viaje, el simple hecho de no estar siempre encerrados en el mismo lugar, viendo las mismas caras, examinando las mismas cuatro paredes, va surtiendo efecto. Uno tras otro, las armaduras con la que se han protegido los protagonistas se quiebran. Uno tras otro descubren que no pueden continuar viviendo así, que necesitan recobrar la libertad, la felicidad, que se han negado. Ellos no son culpables, ellos no deben pagar, ellos no deben castigarse.
Esta concienciación no se obrará con descubrimientos repentinos, ni con grandes discursos. Para algunos, será tan sencillo como volver a sonreír, como volver a utilizar las sencillas y comunes palabras de agradecimiento. Para otros significará aceptar lo que han hecho, cargar con su responsabilidad de forma voluntaria y consciente, aunque este compromiso les lleve a la cárcel. Para el resto, en definitiva, saber que sus esfuerzos, el camino que se han impuesto para salir del agujero, conduce realmente a alguna parte. Más importante aún, que ha servido también para que se salven otros.
Entonces, al final, el color del mundo puede volver.
Nada hay en el interior de los protagonistas que lo impida.
Olfato, que lo llaman, y que produce que mi cinefilia sea un acumulo de inmensas lagunas y rincones excesivamente iluminados, especialmente tras el desmoronamiento del canon clásico.
Pero no les doy, más la lata, lean el artículo, de cuando sabía ser sucinto y apasionado, características que hoy me parecen pertenecer a otra persona.
Eureka
Producción: 2000 Japón
Director: Shinji Aoyama
Guion: Shinji Aoyama
Interpretada por: Koki Yakushi, Aoi Miyazaki, Masaru Miyazaki, Yoichiro Saito.
Música de: Isao Yamada, Shinji Aoyama.
Fotografía de: Masaki Tanra
Productores: Takenoru Sento
En el punto de mira
Lo primero, la premisa.
En un punto indeterminado del Japón, un autobús urbano es secuestrado y sus ocupantes tomados como rehenes. Tras la intervención de la policía, el secuestrador es abatido, pero sólo tres de los pasajeros permanecen con vida.
Partiendo de esta idea, ¿qué soluciones narrativas y estéticas serían previsibles?
Si se piensa en el cine de acción de Hollywood, el solo secuestro hubiera ocupado las más de dos horas que constituyen la norma habitual de duración. Por un lado hubiéramos tenido al “malo maloso” y su cohorte de músculos, buenos sólo para caer bajo las balas. Por el otro, al bueno indestructible e incorruptible que, tras innumerables dificultades y muertos, triunfaría sobre las fuerzas del mal. Todo ello aderezado con la inevitable historia de amor, y con fragmentos del pasado del héroe, que demostrasen que tenía alguna razón más poderosa que los rehenes para enfrentarse al criminal.
Una aproximación “mixta”, que buscase cierto prestigio crítico aunque sin perder de vista la taquilla, se hubiera centrado en el después del secuestro. Sin embargo, este supuesto interés en las víctimas se habría malgastado en narrar una larga historia de venganza, en la que un secuestrado o familiar suyo se enfrascaría en la búsqueda, captura y ejecución de los responsables de su desgracia. Un análisis de la brutalidad, una visión necesaria de los aspectos más desagradables de la naturaleza humana. Excusas, simples excusas, para mostrar el habitual espectáculo de violencia naturalista tan caro a las audiencias actuales.
Un cine más de “autor”, habría rechazado lo anterior como vías comerciales y bastardas, embarcándose por el contrario en la indagación de las causas que llevan a un hombre a cometer esa barbaridad. ¿Es la maldad consustancial al corazón humano? ¿Son por el contrario las condiciones económico-sociales las que producen este fenómeno? Grandes preguntas éstas, que de ordinario reciben una respuesta estereotipada, porque al final, el culpable es la audiencia y el deber del cineasta es remover sus conciencias, incomodarlas y forzarlas al debate... aunque éste resulte estéril.
Todas estas soluciones, a pesar de sus aparentes diferencias, comparten el mismo defecto de base. Ninguna piensa en las víctimas. Todas dejan de lado su sufrimiento... y la carga que deberán sobrellevar el resto de sus vidas.
En efecto, si algo deja claro está película es que las víctimas sólo son culpables de estar en el lugar equivocado en el momento inapropiado. Durante los primeros minutos de la cinta, el director se limita a seguir la ruta del autobús, esa secuencia monótona de tramos y paradas, de gentes que miran al vacío y tratan de matar el tiempo con actividades estereotipadas, de personas que bajan y suben sin reparar en lo que están haciendo. Si una de ellas no hubiera tomado el autobús en cierto instante se habría salvado, si otra no lo hubiera abandonado se habría condenado.
Eso es todo. Ahí se agota la responsabilidad de las víctimas. En elegir, inadvertidamente, el momento de su muerte.
Lo mismo ocurre con el secuestrador. De las tres horas treinta que ocupa la película, apenas quince minutos se dedican al secuestro en sí, y de ellas sólo una breve fracción se destina al secuestrador. La primera vez que aparece es alguien indistinguible, un miembro más del rebaño humano, que sólo cobrará importancia por los actos que está a punto de cometer. Acciones sin sentido, sin razón, sin motivos. La cinta nunca va explorar quién era el secuestrador o porqué hizo lo que hizo. Su rebelión, si es realmente una rebelión, no pretende nada, no reivindica nada, no exige nada. En el fondo, es solamente una vía hacia el suicidio. Una forma de evitar darse uno mismo muerte, de obligar a que sean otros los que lo hagan.
Al final será abatido, en una acción sucia y confusa. No se volverá sobre su figura, ha servido sólo como motor de la historia, como catalizador de los personajes. El tiempo, las tres horas largas que aún faltan, pertenece a las víctimas.
Lost In Paradise.
Frecuentemente resulta imposible disociar forma de contenido. El hecho de ver, al mismo tiempo, qué se nos cuenta y cómo se nos cuenta, confunde nuestras apreciaciones e impide nuestro juicio.
Es habitual, cuando se intenta realizar un cine menos comercial, más personal, más de autor, que se recurra a evitar el montaje por todos los medios, de manera que se elimine la idea de preparación y planificación que acompaña a una producción “de estudio”. El concepto básico es que todo lo presentado aparezca como realmente visto, como capturado por casualidad. Con mucha frecuencia, a esto se une un feísmo consciente, un descuido en la iluminación, los medios y el formato, en un intento por apartarse del aspecto brillante y pulido de las producciones de Hollywood. Asimismo, y siguiendo aquí la trayectoria de la literatura del siglo XX, el enfoque suele realizarse sobre lo accesorio, dejando de lado lo principal, procurando ocultarlo, obligando al espectador a reconstruir la historia con los escasos retazos que se le muestran.
También con demasiada frecuencia, estos rasgos de estilo, son sólo eso, rasgos de estilo utilizados para proyectar una imagen, un vestido que se lleva para demostrar algo, para ser reconocido por los creyentes. Algo tan falso, tan extraño y tan de moda como el llamativo uniforme de Hollywood.
Esta cinta abunda en este modo de rodar y narrar. Largas escenas en las que la atención se pierde en detalles insignificantes. Conversaciones que no explican ni aportan nada. Sucesos que parecen extraños a la historia, pegados a ella sin razón alguna. Extensas secciones donde lo único que ocurre es que el tiempo pasa, aburrido y monótono, malgastado en definitiva, sin posibilidad de ser recuperado.
En apariencia, lo importante debe estar sucediendo fuera de campo, aunque la película no se moleste en contárnoslo. Da la impresión que lo único que importa es mostrar una colección de imágenes bellas, de planos extraños y sorprendentes, unidos por una débil anécdota que no lleva a ninguna parte, que no aporta nada, que no nos reclama ni nos obliga a nada.
Es una ilusión, una sabia y sutil trampa.
La misma trampa que nos plantea la fotografía. Abunda, como hemos señalado, en imágenes bellas, casi preciosistas, cargadas de sugerencias y significados, que, como la propia narración, no llevan a ninguna parte. Sin embargo, al mismo tiempo, esa propia belleza, ese evidente preciosismo se ven negados. Toda la cinta ha sido rodada en un sobrio blanco y negro, negando la representación exacta del mundo, huyendo de cualquier efecto de luz que no sea estrictamente natural. No se detiene ahí, sino que el blanco y negro ha sido teñido deliberadamente, virando hacia el sepia en algunas secciones, adoptando tintes verdosos en otra, acercándose al color en algunas. No parece existir una regla aparente detrás de estas decisiones, que varían imperceptiblemente a lo largo de la película, sin encontrar nunca el equilibrio.
Tal es el destino de los personajes. Ése es el sentido oculto. Al igual que la narración y la fotografía vagan, se mueven en círculos, sin encontrar un equilibrio o un destino, así los protagonistas, tras aquello, viven en este mundo sin comprenderlo. Han sobrevivido mientras que otros han muerto y nada hay a su alrededor que les ofrezca una respuesta de porqué o para qué. El mundo sigue su camino, sin preocuparse por ellos, forzando el olvido de lo que les sucedió, abandonando a los protagonistas en el recuerdo y la meditación, sin que sea posible confesar a los demás lo que piensan, sin poder contarles lo que sintieron en aquellos momentos.
Nadie que no haya atravesado esa situación puede comprender lo que significa estar al borde de la muerte o imaginar lo fácil que resulta acabar con una vida humana. Mucho menos concebir lo trivial que resulta la muerte, y, sobre todo, atreverse a admitir que el impulso que movió al secuestrador anida en todos los seres humanos, que quizás sean ahora las propias víctimas las que sienten esa misma fiebre, ese mismo frenesí.
No es sorprendente que, enfrentadas al silencio del mundo, a ese olvido consciente y culpable con el que la sociedad aborda las tragedias, los tres protagonistas respondan con el silencio. Como hemos dicho, nadie puede entender lo que sienten, nadie puede comprenderles, nadie puede ofrecerles más que palabras vacías. Unos elegirán encerrarse en su casa, aislarse del mundo, olvidar el exterior y ser olvidados por él. Creerán así poder encerrar al monstruo en la prisión que se han creado. Otros escogerán perderse en el mundo, recorrerlo, convertidos en vagabundos sin destino, que huyen de sí mismos. Apartados ambos, en definitiva, de aquellos que dicen que los aman, pero que en realidad no lo hacen.
Nada es para siempre, sin embargo. El vagabundo, tras largos años, retornará al pueblo, e intentará retomar una aparente vida normal. Nueva ilusión, puesto que el abismo que le separa de la gente normal no ha desaparecido. Le guste o no, es consciente de que no puede hablar de lo que le ocurrió, mucho menos de lo que sintió. Debe limitarse a conversaciones estereotipadas, a meros intercambios utilitarios, porque, desde aquel día, ya no pertenece al resto de la humanidad. Se sabe fuera y le saben fuera.
Es ahora cuando se entiende la intencionalidad de la narración, cuando se comprende el significado de la fotografía. Ese silencio, ese aislamiento, esa confusión, esa falta de caminos, ése estar detenido sabiendo que nunca se pondrá uno de nuevo en marcha, todos estos sentimientos son los que la película busca representar, sin decirlo explícitamente. En cambio, nos muestra ese silencio, ese vacío, esa nada absoluta en la que viven inmersos los protagonistas, hora tras hora, día tras día, sin que nada cambie, sin que nada pueda nunca cambiar.
Sólo cuando el vagabundo trabe contacto con los otros dos supervivientes, la película, y los personajes, parecerán encontrar su ruta. Únicamente aquellos que han experimentado lo mismo que tú, pueden comprenderte, sólo aquellos que sienten igual, que sufren igual, son tus iguales, tu verdadera familia, tus padres y tus hermanos. Por esta razón, este hombre, hasta hora tan escrupuloso en evitar cualquier contacto humano, no dudará en mudarse con los dos niños y tomarles bajo su protección. Por eso mismo, los dos hermanos, a pesar de haber rechazado el mundo y haberse encerrado en un mundo propio, no intentarán expulsarle cuando aparezca, sino que le aceptarán. A él y a sus cuidados.
The Long Journey Home.
Esta nueva situación, sin embargo, es también una trampa. No han avanzado, no han dejado atrás lo que ocurrió, no se han curado aún. Se limitan a compartir su soledad y su aislamiento. Conviven yuxtapuestos, apartados del mundo, sin querer ni pretender volver a él. Desafiando, casi con orgullo, el desprecio y la desconfianza que en él despiertan.
Es necesario salir de la cárcel que ellos mismos se han construido. Es necesario marcharse, para poder volver. Hacer algo que demuestre que aún están vivos, que no murieron ese día junto con los demás. Por esta razón compran un autobús de segunda mano, lo arreglan y se embarcan en un viaje, sin ruta definida, sin destino decidido, a lo largo de Japón.
Desde ese punto, la película podría haber caído fácilmente en los tics de las road movies. Haberse convertido en una sucesión de encuentros con diferentes personajes, a cada cual más pintoresco, que les ofreciesen una lección vital. Un conjunto de experiencias del cual, como prestidigitador que extrae un conejo del sombrero, se obrase una renovación de los personajes.
Con gran inteligencia, la película huye conscientemente de este modelo. El viaje no es más que una sucesión de monótonos tramos en carretera, de campamentos improvisados en cualquier sitio, de montañas y de mares indiferentes en su belleza, de pueblos y ciudades, extrañamente vacíos de la presencia humana.
Cualquier decisión, cualquier cambio, no puede venir de fuera, tiene que provenir de dentro de ellos mismos. El mundo no puede hacer nada por ellos, al mundo no le importan los destinos de dos o tres de sus criaturas, ni que vivan o mueran. Tienen que ser ellas las que encuentren la fuerza para erguirse, las que emprendan la marcha, las que decidan curarse.
Poco a poco, el viaje, el simple hecho de no estar siempre encerrados en el mismo lugar, viendo las mismas caras, examinando las mismas cuatro paredes, va surtiendo efecto. Uno tras otro, las armaduras con la que se han protegido los protagonistas se quiebran. Uno tras otro descubren que no pueden continuar viviendo así, que necesitan recobrar la libertad, la felicidad, que se han negado. Ellos no son culpables, ellos no deben pagar, ellos no deben castigarse.
Esta concienciación no se obrará con descubrimientos repentinos, ni con grandes discursos. Para algunos, será tan sencillo como volver a sonreír, como volver a utilizar las sencillas y comunes palabras de agradecimiento. Para otros significará aceptar lo que han hecho, cargar con su responsabilidad de forma voluntaria y consciente, aunque este compromiso les lleve a la cárcel. Para el resto, en definitiva, saber que sus esfuerzos, el camino que se han impuesto para salir del agujero, conduce realmente a alguna parte. Más importante aún, que ha servido también para que se salven otros.
Entonces, al final, el color del mundo puede volver.
Nada hay en el interior de los protagonistas que lo impida.
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