lunes, 2 de mayo de 2011

AMGD Capitulo XVI: Jerusalem Año 70 d.C.

Extrañas coincidencias las de la historia. Este penúltimo capítulo de Ad Majorem Gloriam Dei, en el que los romanos victoriosos arrasan Jerusalem y persiguen a los supervivientes, con especial interés en los líderes de la rebelión, ha coincidido con la muerte de ibn Laden. Extraña coincidencia, puesto que esta novela inacabada surgió de la impresión que me produjo el 11S, con su conflicto entre rebeldes creyentes e imperios que ya no lo eran tanto, tan similar a lo que fue la guerra entre romanos y judíos.

En este capítulo, quise fabular la impresión que esa resistencia a ultranza de los hebreos en su capital habría producido en los romanos, incapaces de comprender porque llegaron casi a la inmolación, creyendo que en cierta manera llegaría a sentir un cierto temor reverencial por la fuerza con la que sus oponentes sostenían sus creencias. Evidentemente era un ingenuo, pues para los vencedores el vencido es sólo eso, y su derrota, causa de celebración jubilosa, como bien podemos ver en la televisión hoy mismo.

Así que, sin más dilación


Capítulo 16: Jesusalem Año 70 d.C

Sudorosa, la cabeza de un hombre aparece en el borde de la excavación. Toma aliento, una o dos bocanada, antes que su rostro se contraiga por el esfuerzo, y alza un capacho lleno de tierra. Otro hombre, desnudo de cintura para arriba, lo toma sobre sus hombros y lo acarrea hasta el borde de un barranco, donde lo vacía. No se queda para mirar, otros hombres, igual de cargados que él, pugnan por llegar al mismo lugar, por librarse de sus cargas, para volver lentamente al lugar de donde venían, descansando un tanto en el camino, antes de volver a cargar otro capacho lleno de tierra y retornar, andando pesadamente..
    
El foso se va colmando poco a poco. Las cargas de tierra se precipitan por ladera, se esparcen por ella, algunas llegan hasta el fondo, otras se quedan a mitad de camino. Pronto será posible ascender a pie desde el fondo del barranco hasta el borde del precipicio. Pronto será posible cruzar el foso desde la otra orilla y la última defensa de la ciudad habrá desaparecido.
    
Las murallas, las altas y orgullosas murallas, inexpugnables, imposibles de escalar, flanqueadas por torres aún más altas y poderosas, hace días que cedieron. Lo que en principio fue una mella en las almenas, descendió hasta el suelo, se convirtió en brecha que desventró la fortaleza, y que luego se extendió a un lado y a otro, desmochando las torres, tirándolas por tierra, esparciendo sus sillares. Aún se ve, ya lejos, en la cima de la colina, en el fondo del valle, a los legionarios que cumplen esa misión. Aun puede apreciarse como pican la piedra para introducir palancas, como se cuelgan de ellas, como empujan los sillares hasta dislocarlos, hasta llevarlos al borde del muro, hasta precipitarlos en los fosos, donde se parten y destrozan.
      
De pie, al borde del abismo, supervisas el trabajo. No miras a los soldados. Sabes que cumplirán su misión, con alegría, con rapidez. El tiempo de la batalla ya está atrás, los peligros del combate ya no les amenazan, solo tienen que acabar su tarea, arrasar hasta los cimientos la ciudad, de forma que nadie pueda, ni siquiera los nacidos allí, reconocer su trazado. Cuanto antes lo hagan, antes podrán marcharse. Ninguno quiere permanecer una hora de más en aquel infierno.
     
No miras tampoco a la ciudad. Tantos meses contemplando sus murallas inexpugnables, sus fosos infranqueables, y nunca habías vuelto la cabeza hacia las colinas y campos que la rodeaban. Si esperabas encontrar alivio en esa vista estabas muy equivocado. La ciudad es un caos de ruinas, de calles obstruidas por los escombros, de casas quemadas hasta los cimientos, de vigas y columnas que se alzan, inútiles al cielo. El campo que rodea la ciudad no es una ruina menor. La vegetación ha desaparecido por completo, pisoteada por miles de hombres durante largos meses, convertida en polvo que los vendavales levantan y arrastran por las laderas, nublando la vista. Sólo rompen la monotonía los tocones de los árboles talados para construir los terraplenes y las máquinas de guerra, esparcidos por los campos, extendiéndose hasta el horizonte, hasta más allá, hasta casi el mar y el río Jordán y las orillas del mar maldito.
     
Otros árboles han substituido a los talados. Tienen las ramas en cruz y están muertos, pero han colonizado las cimas de las colinas y formado espesos bosques en ellas. El viajero inexperto que los viera en la lejanía, podría sentir alegría, pensar que el desierto no está cerca, que tierras más alegres y fértiles sucederán a éstas, pero el viajero experto, el soldado de mil campañas, los verá y no podrá llevarse a engaño. Al contrario, se estremecerá y hurtará la vista, buscará otro camino que no le lleva allí.
    
Un griterío te despierta de tus meditaciones. Los legionarios se reúnen al borde de la excavación. Sin apresurarte te diriges a ellos y te abres paso entre la multitud. La cabeza de un hombre sonriente asoma por el agujero y, al verte, su sonrisa se hace aún mayor, hace señas para que vengas y desaparece antes de que llegues al borde, seguro de que habrás de seguirle.
     
Así lo haces.
     
Un golpe de calor te recibe. El sudor te encharca. Apenas puedes respirar y tienes que hacer esfuerzos para conseguir algo de aire. A la débil luz de una lucerna, descubres varios rostros sudorosos, ennegrecidos por la tierra y el polvo, tan satisfechos y sonrientes como el hombre que te guiaba. Tras ellos, descubres pilares de madera que sustentan vigas, que soportan el peso de la tierra, impidiendo que la excavación se venga abajo.
     
La luz se aleja.
     
Acuclillado, sigues a estos hombres por el túnel que han cavado minando la montaña, por el laberinto de túneles que sólo ellos conocen y que no lleva a ninguna parte. De repente se detienen, examinan el techo de piedra, el hueco entre dos vigas, la tantean y acarician, aproximan el oído a ese punto, te piden que lo hagas tu también, que escuches lo que ellos han oído, que compruebes que han encontrado lo que les fue ordenado.
     
Así lo haces y escuchas ese mismo ruido. El susurro de voces apagadas, los movimientos de personas que sienten miedo pero que se creen seguras en su escondite. Estamos justo debajo dicen. Justo debajo, asientes y contemplas los de túneles que se esparcen en todas direcciones, como una red que sujetase y sostuviese aquello, aquellas personas, que sin saberlo, creyendo a salvo, están escondidas allí arriba, apenas a un brazo de distancia.
     
Das la orden. Marchas con tus hombres hacia la superficie. Ya arriba, al borde de la excavación, mientras te sacudes el polvo, supervisas los últimos preparativos. Tus hombres trabajan rápidos, llenos de excitación, deseosos de ver el resultado de su tarea. Sin darse tregua, se pasan balas de paja, mullidas y esponjosas, que arderán con facilidad. Una a una las introducen en la excavación, la acarrean por los túneles, las reparten por el laberinto, hasta que ya no caben más, hasta que todos salen de allí abajo y solo queda que te agaches, con una antorcha en la mano, y le prendas fuego.
    
La columna de humo es negra y espesa, ardiente y sofocante. Extrañamente, se pega al suelo y no asciende, el viento la hace bailar, llevándola de un lado para otro, barriendo la ladera de la colina, obligando a que os apartéis y alejéis, pero ninguno se atreve a elegir el lado que está por encima de la excavación, todos os refugiáis en la parte más baja, sabedores de lo que va a ocurrir.
    
Primero es un crujido, que estremece la tierra, luego una, dos, tres grietas, que se abren por encima de la excavación, que cuartean la tierra y hacen que se hunda sobre sí misma, acompañada de un fragor aterrador, que os obliga a taparos los oídos. La columna de humo se apaga instantáneamente. Sólo quedan algunos hilillos, débiles, que pronto se desvanecen.
    
La ladera se ha venido abajo, dejando tras de sí un cráter, relleno de tierra removida. Los hombres se apelotonan en sus márgenes y luego, con precaución, se aventuran en sus profundidades. La tierra blanda es traicionera y alguno hay que se resbala en ella. Un coro de risas, la de un grupo de niños, saluda estos incidentes. Llenos de excitación, tus hombres casi bailotean de alegría. Les ves correr por el fondo, señalando los múltiples restos que siembran el cráter, las vasijas rotas, las armas y armaduras, las vigas requemadas de la excavación, los brazos y piernas que sobresalen de entre los escombros, apuntando al cielo, congeladas en gestos inútiles.
   
Dejo que se recreen un tiempo más. Sólo un poco más, más de lo que podríamos permitirnos, pero el trabajo espera, y aún queda mucho por hacer antes de que acabe el día. Obedecen mis ordenes sin rechistar. Hoy ha sido un buen día. Un día en el que se ven los resultados, en el que podrán acostarse satisfechos de lo que han hecho, de lo que han conseguido, así que no les importa dedicar un poco más de tiempo, esforzarse aún un poco más.
   
Remueven la tierra con furia. Excavan alrededor de los cadáveres hasta dejarlos libres y luego, entre dos, los cargan y transportan, los llevan fuera del cráter, para descender luego la ladera, hacia el punto donde los barrancos se juntan, hacia el lugar donde las aguas se remansaban, hacia el lugar donde estaba la piscina de Siloe, allí donde estas gentes se purificaban antes de subir a su templo, el punto donde se abre ahora una inmensa fosa.
    
Ya en el borde los soldados se detienen. Apoyan un instante su carga en el suelo, para agarrar el cuerpo por muñecas y tobillos. De nuevo lo alzan, comienzan a balancearlo, a la de tres, se dicen, y cuentan, animándose al ver como el cadáver coge impulso, como se eleva cada vez más, uno, dos, tres, y lo sueltan al unísono, y siguen con sus ojos la trayectoria, la pirueta que parece insuflar nueva vida en el cuerpo muerto, que gira sobre sí, que se estrella, sin un ruido contra la pirámide de cadáveres que casi colma la fosa, que rueda por la ladera, enredándose, rebotando, hasta detenerse a mitad de camino.
    
Los soldados ríen. Con tal fuerza, que uno de ellos pierde pie y resbala, precipitándose al fondo. El resto, los que vigilan, los que vienen cargados, los que ya iban de vacío, se arremolinan en el punto donde caído. No se ha hecho nada, el suelo blando y elástico ha detenido su caída, y le ven reír sentado sobre aquella alfombra humana, las manos apoyadas en la red de miembros entrelazados. Tienden las manos para recogerle, y el hombre marcha hacia ellos, aún riendo, sufriendo nuevos ataques de risa, cada vez que su pie se hunde en un hueco entre los cuerpos.
    
No te quedas a ver como le recogen. Tampoco te molestas en darles nuevas órdenes. El sol se aproxima al horizonte, enorme, rojo como la sangre. Pronto, como tú, todos se darán cuenta de lo cansados que están, abandonarán la tarea y marcharán hacia sus tiendas, se entregarán al sueño, sin pensar más en lo que han hecho hoy, sin preocuparse por lo que harán mañana. Un día menos, será su única idea, la que hará sonreír al quedarse dormido, la que les hará saludar el nuevo día cuando despierten, la que le animará a entregarse al duro trabajo, para terminar cuanto antes, para poder abandonar aquella ciudad maldita y no volver nunca más a ella.
    
Tu misión no ha acabado, sin embargo. Asciendes desde la piscina de Siloe hacia el monte de los olivos, siguiendo el borde del barranco del Cedrón y esa idea te persigue durante todo el camino. De vez en cuando, diriges una mirada de soslayo a la ciudad que ya no existe. Aplastadas las casas, derribadas las murallas, la curva de las colinas se dibuja perfectamente, sino es por los amplios cráteres que horadan sus laderas, sino es por la plana plataforma vacía del templo, sino es por las tres torres, que como tres dedos se alzan contra el cielo, inútiles, testimonio de la vanidad de un rey, señal de vuestra victoria.
    
Tu misión no ha terminado. Arrasaréis la ciudad, retornaréis a Cesaréa, volveréis a los cuarteles de Siria, en espera de nuevas campañas, vigilando las fronteras contra los enemigos externos, pero tu palabra seguirá empeñada. Un anciano general, ahora emperador, te ordeno cuidar de su hijo, el futuro emperador. Muchas cargas pesadas habías aceptado sin pestañear, porque una eran una orden, porque era tu deber, porque así lo exigía tu honor, pero ninguna tan pesada como esta, ninguna que te exigiese tanto como esta.
   
Así lo piensas, de pie frente a la tienda ricamente decorada, custodiada por una nutrida guardia, sin atreverte a entrar. Una sonrisa de sorna se dibuja en tu cara, sorprendiendo a los guardias, los mismos que tú elegiste esta mañana para esa misión. y que pronto habrás de ordenar su relevo. Todos los días, en ese mismo instante, en ese mismo lugar, tienes los mismos pensamientos, sin llegar nunca a una conclusión, que no fuera la de preferir mil veces cargar contra el enemigo, aun sabiendo que te espera un muro de escudos y un acerico de lanzas, aun sabiendo que la muerte es segura, a cuidar de aquel niño al que se le ha encomendado la dirección de una guerra.
   
Nunca habías sentido eso antes. Siempre en tu puesto, alerta y preparado, despreciando a aquellos que lo abandonaban o se mostraban negligentes, mientras que ahora tú mismo lo abandonas, te inventas tareas que no requieren tu presencia, que otros podrían llevar a cabo perfectamente, pero que demuestras imprescindibles, para que te sea permitido abandonar tu puesto, huir de él, olvidarlo por unas horas, y ni siquiera eres valiente en tu revuelta, hasta eso te ha abandonado, puesto que al final todos los días vuelves aquí, sólo por dejarte ver, como en si realidad te importara el destino de ese hombre, como se en realidad te preocupase la promesa que hiciste a un anciano.
    
Tu mano busca la entrada entre los pliegues de la cortina, alzas la tela y entras. La obscuridad parece impenetrables, pero la luz roja del sol hace brillar las paredes de la tienda y recorta los objetos que ocupan su interior, el velo que la separa en dos y te separa de tu general, las ánforas vacías, los arcones abiertos, las sillas y escabeles, la silueta inclinada de la reina, sentada un lateral, la cabeza inclinada sobre uno de los brazos.
    
Te está mirando, en la penumbra sus ojos relucen como los de una fiera y no puedes, nunca puedes, reprimir un estremecimiento. Ella sabe. Ella conoce todo lo que piensas. Ha descubierto tu desprecio, ha sondeado su profundidad y podría conseguir, con un solo gesto, con una sola palabra, que recibieses el castigo que mereces. No lo hará. No por salvarte, ni porque te estime, sino porque ella comparte también ese sentimiento, porque ella, a pesar de los abismos y los rangos que os separan, es también una esclava de ese hombre, como lo es cualquiera de los habitantes de ese imperio, pero sólo vosotros dos habéis descubierto su verdadero rostro, sólo vosotros dos tenéis que aguantar esa pesada carga.

- ¿Vienes a traer las novedades? – su voz no tiene ninguna expresión, su pregunta no pretende preguntar.
- Sí, mi señora – al igual que tu voz tampoco refleja sentimiento alguno, y sólo es la respuesta que se espera del que participa en un rito.
- Me retiro a mi tienda, entonces.
  
Se levanta pesadamente, trastabilla y está a punto de caer, pero enseguida se repone. El breve espacio del asiento a la puerta le basta para reponerse, ordenar sus vestiduras, cubrirse con la máscara. Ya está preparada para la representación y tú participas en ella. Te aproximas a la puerta, te inclinas con respeto ante la reina y descorres la cortina completamente, para que todos vean, en tu conducta, cuales son los honores que se deben al rango y se comporten de manera igual frente a ella.
    
Ella cruza junto a ti sin dirigirte una mirada, como si fueras un mueble, sin preocuparse por si elevas bastante la cortina, para que ella pase, porque si no lo hicieras así, el castigo sería seguro, cruel e indiferente, al igual que se sacrifica un animal que ya no sirve o que se revuelve contra su amo, tal es su papel, tal es lo que se exige de ella, y dará lo mejor de sí, hasta el mismo día de su muerte
    
Tu representación continúa, sin embargo. Te queda la parte más difícil, dejas caer la cortina, para quedarte sólo en la tienda y te aproximas al suave velo que la parte por la mitad. Tus dedos, los de la mano que te queda, la acarician, sienten su suavidad, intentando retrasar el momento, pero al final encuentran la abertura y tienes que entrar, quieras que no.
    
Te cuadras ante él, saludas con voz potente y alzas el brazo, manteniéndolo en esa postura hasta que él te devuelva el saludo, pero no muestra haberse dado cuenta de tu presencia, ni siquiera está sentado a su mesa cubierta de mapas, que se han ido amontonando allí donde los ha dejado y sobre los cuales se ha ido apilando el polvo. Permanece sentado en su catre, abrazando sus piernas con los brazos, la barbilla en las rodillas, la vista en la pared de la tienda.
   
Dejas caer el brazo, sabiendo que es inútil y tú también vuelves la mirada hacia ese punto. El círculo rojo del sol se dibuja perfectamente sobre la tela, como si no ésta no estuviese allí.

- Era algo necesario – Siempre la misma pregunta. Siempre las mismas palabras. Siempre te estremeces.
- Era algo necesario. ¿no es cierto? – y su voz tiembla de rabia, como si te forzara a dar una respuesta, a dar una única respuesta, la única que el puede tolerar.
- Era necesario – respondes.
   
La obscuridad llena la tienda. La mancha roja del sol se ha apagado.
   
Él no la ve. Adivinas que sigue mirando el punto donde estaba, que pasará así la noche. Sin dormir. Sin descansar. Sin salir de aquella tienda, olvidado de sus soldados, olvidado de su ejército, olvidado de Roma.
   
Tú también podrías permanecer allí horas enteras, atrapado en esa obscuridad, adormecido por la atmósfera pesada de aquella tienda. Sin pensar en nada. Sin desear nada. Sin temer nada.
   
Abres los ojos sobresaltado. El sudor te cubre. Tu corazón late con violencia. Te has quedado dormido. De pie. En posición de firmes. El casco que llevas en la mano, se ha deslizado hasta la punta de tus dedos y casi ha caído al suelo.
   
No vez nada. No escuchas nada. La noche se ha cerrado sobre el mundo, espesando la obscuridad del interior de la tienda, convirtiéndola en un sepulcro. Sabes que él está allí, frente a ti, inmóvil como un cadáver, al alcance de tu mano, pero separado por cielos enteros, pues aunque le tocases no reaccionaría, aunque le sacudieses no intentaría zafarse, aunque le golpeases no trataría de defenderse.
   
Arrastras un pie, luego el otro, Retrocedes sin volverte, hasta sentir en tu espalda la tela de la tienda, con la mano buscas la abertura que parte el velo, la salida de la fosa, sin mirar lo que haces, la vista fija en medio de las tinieblas, sin atreverte a confesar que tienes miedo, casi pánico a lo que pudiera surgir de allí.
    
El aire fresco te despereza. Una ligera brisa recorre las colinas, haciendo ondear los faldones de la tienda, temblar los vientos, crujir los mástiles.
    
¿Por qué no se percibe dentro de la tienda?
    
¿Por qué hay tanta obscuridad allí dentro?
    
La luna llena brilla en medio del cielo, apagando las estrellas, convirtiendo la noche en día. A su luz la ciudad arrasada parece haber sido reconstruida. Lienzos de muros, fustes de columnas, torres desmochadas, se recortan contra el cielo y sus sombras, extendiéndose sobre las ruinas, reconstituyen los edificios y redibujan la trama de las calles.
    
Te adentras en el laberinto. Caminas entre los cráteres, evitas las pilas de escombros. Nadie. Nada que recuerde al hombre, excepto el penetrante olor de los cadáveres que se pudren en todos los rincones, pero aún ese olor lo olvidas, porque ya es parte de ti, tras largos meses de campaña, tras no menos largos meses de asedios, tras días y semanas de matar y matar, embriagado por la matanza, sin pensar que tú turno podría llegar al instante siguiente.
   
En este mismo instante. Porque los soldados se han retirado de la cuidad asesinada, porque no queda ninguno allí que pueda defenderte. Tus hombres temen las noches de Jerusalén y tú también las temías. Desde las cavernas, desde el laberinto de túneles que horadan las colinas, desde la ciudad subterránea que aún perdura bajo la ciudad destruida, cada noche, grupos de rebeldes surgían, profiriendo alaridos. No buscaban victoria. No pretendían escapar. Descendían de las colinas, en busca de soldados, y si no los encontraban rehacían el camino y probaban otra dirección, y otra y otra, hasta hallar con quien cruzar sus espadas, con quien combatir, enemigos a los que masacrar antes de caer ellos mismos.
   
Sólo al principio hicieron daño. Al principio, cuando recién tomada la ciudad, creísteis que la guerra había ya terminado y, sin ninguna precaución, acampabais donde os apetecía, olvidando las armas, apartándoos de toda precaución. Vuestra negligencia les permitió matar a placer, pero sólo los primeros días, bastó retirarse a los campos fortificados, reforzar las guardias, mantener retenes dispuestos al combate, salir en formación al encuentro de los enemigos y mantenerse firmes ante sus embates, los escudos convertidos en murallas erizadas de lanzas, donde se estrellaban sus oleadas, donde iban quedando, ante ellos, montones de muertos, hasta que nadie venía ya, hasta que los soldados se atrevían a levantar la mirada por encima de los escudos, y sólo quedaba salir a rematar los muertos, puesto que los supervivientes habían corrido a refugiarse en sus grutas y cavernas, hasta el día siguiente, hasta la noche que le permitiera arrojarse en brazos de la muerte.
   
Esta noche debería ser igual y al igual que todos deberías buscar refugio en el campamento, esperar el momento en que la horda de suicidas surgiese de las profundidades, observar su progresión con una sonrisa, para lanzar a tus hombres contra ellos en el momento preciso, cuando no pudieran evitar que se quebrase su formación, que fueran dispersados.
   
Así debería ser. Así ha sido durante muchas noches.
   
Pero esta ciudad no es la ciudad de antaño. Iluminada por la luna, esta ciudad ha renacido, sus calles han sido purificada, y si alguien caminase por ellas, deberían ser los fantasmas de sus habitantes, traídos de nuevo a la tierra por esta ilusión.
   
Como aquel que acaba de cruzar ante ti.
    
Te detienes sorprendido. Te agachas buscando proteger el cuerpo. La espada brilla en tu mano. La has desenvainado por instinto. Tu vista se fija en el punto entre las ruinas donde has visto desaparecer esa forma blanca. Un novato se quedaría allí, acurrucado contra la pared, la vista clavada en ese punto, sin moverse, sin mirar a su alrededor.
   
Un novato ya estaría muerto.
    
Exploras lo que te rodea. Nada. Abandonas tu posición, justo por donde has venido, como si te retirases y huyeses, pero en realidad estás dando un rodeo, describiendo un círculo alrededor del punto donde viste aquello, tratando de adivinar la dirección que tomará para escapar, intentando cortarle la retirada.
   
Porque los fantasmas existen. Porque nada vuelve de allí una vez que le arrebatan la vida, porque eso es un hombre, un hombre que tiene miedo, un hombre que trata de huir de sus enemigos y salvar la vida.
   
Sonríes. Recuerdas las selvas de Germania. Los días en que marchabas de caza junto a tu padre. Como te decía que no había que apresurase. Como te señalaba que una vez descubierta la pieza ya estaba muerta, que bastaba con mantener la persecución, con no permitir que descansases nunca, para que el agotamiento la venciese y se dejase matar.
   
Sonríes. Ahora sabes que la batalla, el asedio, la campaña, ha terminado realmente. Cuando sólo se piensa en huir, cuando sólo se piensa en salvar la vida, es que ya no quedan soldados, es que ya no quedan bobos a quienes convencer para que mueran en tu lugar, es que ya sólo quedan los jefes, sin nadie a quien mandar a la batalla.
   
Sonríes. Acabas de ascender una arista y detrás de las ruinas, intentando esconderse, has visto la forma blanca, la vez correr, saltar de un refugio a otro, detenerse un instante, comprobar que nadie la sigue, y volver a correr para cruzar un espacio abierto.
   
Sonríes y estás a punto de romper a reír. Has visto otro camino entre las ruinas, uno que permitirá que te adelantes y le sorprendas.
   
Corres.
   
Saltas de un montón de escombros a otro, ayudado por la luz de la luna. Con un ojo observas el camino, donde vas a plantar el pie, cual es el mejor camino para hacer el mínimo ruido posible. Con el otro vigilas la progresión de tu presa, adivinas que camino va a tomar, sondeas su agitación.
   
Sonríes. Está tan concentrado en escapar que se le escapa todo lo demás. No se percata de los débiles ruidos que provoca tu marcha. Ni siquiera mira a los lados. Ni siquiera marcha acurrucado. El lienzo blanco que lo cubre brilla, casi cegador, a la luz de la luna. Debe ser visible desde millas de distancia, pero el hombre no se deshace de él, lo apriera contra su cuerpo, lo ajusta a su cabeza, como si le estuviera protegiendo, como si aquel fulgor, en vez de denunciarle, asustase y apartase a sus perseguidores.
   
Ahora viene lo más difícil. Ya estás a su altura y desde este punto marcharás por delante de él. Si te muestras por encima de los escombros te verá sin duda. Tienes que elegir un camino que te oculte por completo, decidir ahora mismo la ruta que vas a tomar, anticiparte a sus decisiones, adivinar el lugar donde vuestras rutas van a encontrarse, apostarse allí y esperarle.
    
Sería fácil equivocarse, pero tu presa se siente segura, no se aparta de su ruta, y sólo tienes que elegir una calleja lateral, la cárcava entre dos crestas de escombros, y seguirla hasta la siguiente encrucijada. Ni siquiera hace falta que te apresures. El jadeo del hombre, el ruido de sus pesados pasos te marcan su posición en cada instante. Pero corres, sin embargo, aunque no ha necesidad, sólo por llegar cuanto antes al cruce y descansar allí un instante acurrucado contra las piedras, escuchando con satisfacción como se acerca,  saboreando la sorpresa, el pánico y el terror que van a sobrevenirle.
   
Ahora es el momento.
   
Surges ante él, cerrándole el camino. Lentamente, sin prisas, como si fueras un paseante que va a cruzarse con él. Con tranquilidad, sin desenvainar aún la espada, para que tu aparición no le sobresalte, para que cuando esto ocurra ya esté demasiado cerca como para tentar la huida, como para poder conseguirlo si tuviese la idea, porque su impulso le ha acercado hacia ti, a la distancia en que un corto salto te permitirá aferrar su brazo y derribarlo.
   
Todo ocurre como pensabas, sin darse cuenta aún continúa caminando, acercándose a ti, como si no estuvieras, hasta que se detiene con un estremecimiento y queda ahí mirándote, sus ojos brillando desde la obscuridad del pliegue de la tela. Sabes que ese es el momento crucial, el instante en que otro que no fueras tú se dejaría engañar por el éxito, bajaría la guardia y permitiría que el otro se lanzase contra él o escapase, pero tú tensas los músculos, aprietas los dientes, abres y cierras el puño, listo para cortarle la retirada o saltar sobre él, según intuyas como va a reaccionar.
   
No hace falta y tú mismo eres el primer sorprendido.
   
Sus piernas se doblan, se desploma al suelo y queda allí arrodillado, desmadejado, la cabeza apoyada sobre un hombro, las manos esparcidas, todo él en desequilibrio, a punto de caer al suelo, incapaz de sostenerse.
  
Con precaución, te acercas a él, agarras el lienzo y lo apartas para descubrir su cabeza. La tela se escurre por su cuello, por sus hombros, por su torso. No reacciona al principio. Tiembla luego como si sintiese frío y alza la cabeza. Sus ojos te miran pero no está viendo. Su mirada está vacía, ausente. No sabe donde está. Desconoce porque está allí, porque estás tú allí. Abre la boca para pronunciar algo, pero se le olvida a mitad del gesto y queda en esa postura, como un imbécil.
   
Tú les has reconocido, sin embargo.
   
Simón.
   
Te inclinas sobre él y susurras ese nombre al oído, apoyando la mano en el hombro.
   
Simón, repites, ya en voz alta, mirándole fijamente a los ojos, y ves como sus ojos brillan como una luz de antaño se asoma a su mirada, como desaparece enseguida, aniquilada por la nada que ocupa su mente.
   
Ríes a carcajadas. Sin control. Hasta que pierdes la respiración y estás a punto de caer al suelo. Con tal fuerza que acuden soldados de todos los puntos, atraídos por el escándalo.
   
Sigues riendo cuando te preguntan que ha ocurrido y sigues riendo cuando se llevan a al prisionero y sigues riendo y riendo, aunque tus hombres te miran como si estuvieses loco, aunque se lleven el dedo a la sien y murmuren.
   
Aquel mendigo, aquel despojo sucio y maloliente, incapaz de defenderse, incapaz de reaccionar, incapaz de pensar, es Simón.
   
Simón.
   
Durante el asedio, cuando recorrías junto al general las murallas, examinando el progreso de los trabajos, intentando descubrir los puntos débiles de la fortificación, tratando de estimar vuestras fuerzas y vuestro despliegue, ocurría muchas veces que aquel hombre también se mostraba sobre las murallas, acompañándoos en vuestra ronda, mostrando que cada medida vuestra sería contrarrestada, que todo estaba preparado para rechazar vuestro ataques, que su vigilancia nunca decaería, que siempre habría defensores en las murallas, dispuestos a dar su vida antes que rendirse, antes que ceder ante los romanos.
   
Dispuestos, en definitiva, a morir por su rey.
   
Porque aquel hombre, se llamaba asimismo rey y, como tal, le aclamaban los suyos. O al menos así os lo traducía Josefo, con rostro avinagrado y expresión de asco, escupiendo cada palabra como si fueran venenosas. Rey y profeta. Enviado por el único dios de esas gentes. Elegido por él. Destinado a vencer a todos los enemigos. Llamado a expulsarlos de la tierra santa, excepto a aquellos cuyos cadáveres quedasen allí.
   
Consigues tranquilizarte.
   
De vez en cuando sientes un nuevo ataque de risa, pero eres capaz de dominarte.
   
Vuelves a ser el que eras. Das órdenes para que custodien al prisionero, para que doblen la guardia, para que lo encierren en el lugar más seguro del campamento, para que lo vigilen día y noche, no sea que intente quitarse la vida.
   
Sería una pena, una lástima, no poder llevar esa pieza a Roma, verla atada al carro del general, arrastrando cadenas, entre los gritos de la multitud, soportando sus insultos e injurias sin poder defenderse.
   
Ya sólo queda que el general se recupere. Quizás esta noticia lo consiga.
   
Una vez en lo alto del monte de los olivos, vuelves la mirada hacia la ciudad. La luna baña con su luz los montones de escombros, las torres desmochadas del palacio se recortan contra la obscuridad, la plataforma del templo está vacía como si nunca hubiera habido en ella un edificio.
   
Ningún dios ha descendido a proteger su casa y su ciudad.
   
Ningún dios lo ha hecho nunca, piensas, mientras acaricias el pomo de la espada.

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