lunes, 28 de febrero de 2011

AMGD Capítulo 5: Qumrán año 60 d.C/Masadá año 69 d.C

Lunes, nuevo cuento de Ad Maiorem Gloriam Dei. En este caso uno de los pertenecientes al lado judío, donde empieza a cristalizar uno de los temas fundamentales del libro, la idea de que sus personajes se hallan en manos de dios, en un mundo donde él habla a los hombres, su voluntad es ley, y su justicia se halla pronta, acercándose en el apocalipsis que se sabe próximo y del que la rebelión judia sólo es su prólogo. Esta visión del mundo se ve encarnada en los bandidos que protagonizan los cuentos que ya han podido leer. Uno, antiguo miembro de uno de tantos movimientos mesiánicos, escapado por casualidad de la matanza que siguó a la represión, y atrapado entre el escepticismo y la fe, la desesperación y la esperanza. El otro, atravesado por frecuentes visiones que le transportan a las regiones celestiales y que sus compañeros oyen y siguen con creciente adoración y entrega.


En fin, aquí les dejo con el cuento, disfrútenlo en su imperfección y no reparen más de lo debido en sus errores e inconcrecciones


Capítulo V: Qumrám año 60 d.C/Masadá año 69 d.C.


Es sólo un rasguño en el suelo.
  
En medio de la inmensa llanura, lisa y plana, apenas agitada por leves colinas, no es más que un surco como muchos otros, pero pronto se abre, se hace más profundo, serpentea, pierdo de vista su fondo, hasta que su curso se interrumpe, toda la llanura se interrumpe, como si se la hubieran cortado con un cuchillo y separado, dejando nada más que el aire, el vacío, la nada.
  
Siento un escalofrío. Sin poder controlarme, caigo de rodillas. El miedo me contrae el estómago, la cabeza me da vueltas. Me abrazo, intentando reponerme, pero no consigo recuperar mis fuerzas.
  
Lo he visto, más allá de las brumas, inconfundible, trazando el horizonte, se ve el borde de una meseta, idéntica a aquella por la que camino. Termina en profundos precipicios que se desploman a plomo sobre montones de escombros, capa tras capa de la tierra que se ha ido desplomando sobre sí misma, intentando llenar esta cicatriz abierta en el mundo.
  
Allá donde miro, los márgenes de la meseta, las paredes de los profundos despeñaderos, las cárcavas y barrancos que rasgan sus lienzos, las rocas quebradas que han caído al fondo, las pirámides de sedimentos que parecen apuntalar los precipicios, recorridas por venas y canales, serpenteantes, cruzándose unos con otros, cortándose y enterrándose mutuamente, todo es mineral, todo está vacío, todo esta muerto.
  
No entres aquí, insensato, parecen decirme. No lo intentes ni siquiera, este es el reino de la muerte, que ya vendrá a buscarte a tu casa cuando menos lo esperes. No hace falta que vengas tú a su encuentra. Así me lo confirma la vasta extensión negra, que llena el espacio entre los bordes de la herida. Parece un bloque entero de metal que hubieran allí arrojado, liso, pulido, de fulgor que hiere los ojos .  Una vasta extensión sobre la que se pudiera caminar sin problemas.
  
Una ilusión, un espejismo. El sol cae a plomo sobre mi cabeza y, ante mí, veo elevarse el aire caliente, hacer bailar los contornos en la lejanía. Sé lo que me aguarda allá abajo... me lo han contado tantas veces. Ésa superficie negra es el mar sin peces, el agua que no te permite hundirme en ella, el líquido donde flotan piedras que pueden pescarse y cuyas orillas están sembradas con cristales que rasgan los pies de los que allí se aventuran.
  
Pero no tengo otro lugar donde ir. He huido de entre los muertos y mi destino es reunirme con ellos. Atrás, en Jerusalén, he dejado a los míos, apilados en montones, pendiendo de las cruces. Día tras día, he evitado la red tejida por los soldados, las incursiones de la caballería, empujado en la única dirección que quedaba abierta.
  
A un lado ha quedado Jericó, la ciudad donde Él entrego esta tierra a sus elegidos, donde aplastó a Sus  enemigos, donde obró los milagros que hoy no ha querido concedernos. A otro lado ha quedado el monumento del rey, la pirámide de tierra, coronada por una fortaleza y levantada en medio de la nada.  Aquel hombre se creyó superior a los hombres, superior incluso a Ti, y  ni siquiera en la muerte se dio por vencido.
  
Por fin, he llegado a donde querían conducirme. La trampa se ha cerrado. Puedo dar media vuelta, volver,  entregarme a los romanos  y permitir que sean ellos, los que elijan cuando y como ejecutarme. Puedo, por el contrario, internarme en las soledades, dejarme quemar por el sol, aguantar la tortura de la sed, caminar hasta desplomarme. Yaciente, aguardar a que tu mano decida mi muerte.
  
No lo pienso más. Me pongo en pie y sacudo el polvo de mis vestidos. Con paso decidido, me interno en el barranco, sin preocuparme a donde me llevará.


Conozco estos laberintos como si fuera la palma de mi mano. Arriba, en las llanuras, se abren finos canales, apenas surcos en el cielo. Los aldeanos han aprendido a evitarlos. Saben que les alejan de las colinas, de los cultivos, del agua y de la vegetación. Saben que sólo llevan a la muerte.
   
De vez en cuando, algún insensato se ha aventurado por ellos, permitido que le seduzcan. Es fácil que ocurra, yo mismo apenas he podido sustraerme a su hechizo. Las curvas en que se pliegan y repliegan, el sentimiento de participar en un juego, los colores de los diferentes estratos, sus variaciones según les dé el sol o no, las rocas que se elevan sobre tu cabeza hasta casi tocarse, dejando una finísima línea azul, pura y brillante...
  
Así te vas adentrando hasta que, en una revuelta, descubres que ya no sabes como volver arriba, a las verdes llanuras, donde te esperan los tuyos. No importa el camino que elijas, sólo puedes vagar por este laberinto de estrechos cañones, de paredes iguales, de lechos de fina arena y rocas alisadas por el agua. De vez en cuando creerás encontrar la salida, las paredes verticales se abrirán y te dejarán ver el cielo, correrás hacia la luz, pensando estar salvado, pero ante ti se extenderá la negra y opaca extensión del mar maldito.
   
Deberás volver sobre tus pasos, continuar vagando, hasta que te fallen las fuerzas, hasta que encontremos tu cadáver en una revuelta del camino. He encontrado ya tantos y, en la muerte, ninguno os parecéis a otro. Los hay que parecéis haberos quedado dormidos, acurrucados en la arena, los puños medio cerrados, la boca entreabierta, como los lactantes. Otros habéis buscado una salida hasta el último instante, vuestras manos han escarbado en la arena buscando agua, tenéis la boca llena de tierra, algunos incluso habéis arañado las paredes de roca hasta romperos las uñas, como si pudierais traspasarlas, como si realmente hubiera algo tras ellas. En todos una mirada alucinada, como si algo sobrehumano os hubiera visitado en ese último instante.
   
No os retiramos de allí. Nos servís de referencia, para ordenar la nada. Vuestros huesos marcan los puntos difíciles, aquellos donde incluso nosotros podríamos extraviarnos. Vuestra presencia se torna amiga y, al encontraros, os saludamos como a viajeros en medio de las soledades, charlamos con vosotros, os ofrecemos de nuestra comida y bebida. Hasta pronto, volveremos a vernos, decimos al marcharnos.
   
Pero cada vez sois más. En los últimos meses, las tierras altas expulsan a sus hombres. Parece ser que todos queréis venir a morir aquí. ¿Qué pasará allí arriba?, nos preguntamos, y la falta de respuesta nos llena de inquietud. Cuando tomamos esta fortaleza, cuando la liberamos de aquellos que ya no creían en Él, pensamos habernos liberado también nosotros, haberla convertido en un nido, en un criadero de guerreros, de Sus guerreros, que partirían de allí a conquistar el país entero.
   
Se convirtió en una cárcel, sin embargo. Nadie, jamás, podría conquistar Masadá. Ejército tras ejército se habían estrellado contra la  fortaleza, sin ni siquiera llegar a tocar sus murallas, derrotados por el hambre, por la sed, por la enfermedad, por la desesperación, por la impotencia. ¿Qué razón tenía abandonar su protección? Acurrados tras sus murallas, más valía dormitar en el interior de la fortaleza, seguros de que nadie venía a turbar nuestro sueño.
    
Así, todo aquél que se unía a nosotros, rebosante de ilusiones, emborrachado por la fe, dispuesto a embarcarse en cualquier empresa, pronto perdía sus ilusiones. ¿Cómo no hacerlo? Las montañas, los barrancos, el cielo siempre azul, el mar opaco, nunca cambiaban. Los días se parecían unos a otros
   
Por eso, nosotros, sus prisioneros, nuestros propios carceleros, sólo nos concedíamos ya el placer de vagar por el laberinto de barrancos que rodeaban nuestro encierro, sabiendo que jamás tentaríamos la evasión, porque arriba, en la meseta, estaba el mundo, erizado de peligros y dificultades, mientras que abajo, en el mar maldito, aguardaba la muerte, esperando que fuéramos en su busca.
   
Necesitábamos un revulsivo. Te necesitábamos. Quien iba a suponerlo, cuando te encontré.
   
Parecías muerto. Pensé en pasar de largo, anotar tu posición para el futuro. Quedarme con el color de tus vestidos, para así reconocer tus despojos la próxima vez que te encontrase, hasta que aquel rincón del desfiladero, con sus vueltas y revueltas, con sus finos estratos, cada uno de un color distinto, no se me fuera de la memoria
   
Te moviste. Un leve temblor que recorrió todo tu cuerpo. Dude en acercarme. Eran claramente los últimos espasmos. Estar presente no cambiaría nada. A lo sumo, podría ahorrarte sufrimientos.
    
Así que me acerqué, la espada desenvainada, dispuesto a terminarte. Me arrodillé junto a ti, sobre la suave arena, cálida y acogedora. Te di la vuelta para ponerte boca arriba, para que así fuera más fácil elegir el punto en el que golpear, para no equivocarme al descargar el golpe.
   
Sonreías. La misma sonrisa que había visto en tantos otros. Deje descender suavemente la mano que sostenía la espada hasta reposar sobre la arena. ¿Qué era lo que estabais viendo? ¿Qué podía, en el momento de vuestra muerte, ofreceros tanta felicidad? Me era imposible apartar la vista y, sin darme cuenta, me encontré acariciando tu mejilla, como una madre lo haría con su propio hijo.
   
Abriste los ojos sobresaltado, te incorporaste , los ojos desorbitados, la boca abierta pero sin producir ningún sonido, los brazos extendidos hacia delante, temblorosos, con las manos intentando agarrar algo que no estaba allí. Yo salte hacía atrás, para que no te aferrases a mí, apenas con el tiempo de atrapar la espada, con tanta violencia que mi espalda y mi cabeza se golpearon contra la roca, que el dolor me hizo cerrar los ojos, perder casi el sentido.
   
No me veías. Agitaba la punta de mi espada ante ti, dispuesto a clavártela en  cuanto te abalanzase contra mí, pero no me veías, mirabas detrás de mi, a través de mí, como si la pared de piedra, como si toda la montaña no existiera, como si de ella entraran y salieran quien sabe que seres, quien sabe que monstruos, quien sabe que espantos, quien sabe que maravillas.
   
Y hablabas y hablabas y hablabas y hablabas, sin termino, sin objetivo, sin hilazón, y cantabas sus alabanzas y proclamabas su gloria y anunciabas su venida y aceptabas sus designios y te ofrecías a cumplirlos y ofrendabas tu vida y te retorcias de placer y te estremecías de dolor.
  
Hasta que tus ojos se enturbiaron, hasta que te fallaron las fuerzas y se te fue la cabeza, hasta que te desplomaste sobre la arena y te quedaste allí inmóvil, acurrucado, hecho un ovillo, las puños medio cerrados, la boca entreabierta.
  
Yo veía temblar la punta de mi espada, tan violentamente que parecía ir a desprenderse, escuchaba mi respiración entrecortada y no me atrevía a acercarme, mucho menos a tocarte.



Sobre mí, apenas visibles en la obscuridad que llena la habitación, descubro las gruesas vigas que sostienen el techo.
  
Me incorporo. Me restriego los ojos, apoyo la frente  en la mano y aprieto. No debería estar aquí. No debería estar aquí.
  
Mi último recuerdo es de la llanura, brillante bajo el sol, que me aplasta bajo su peso, cuya luz abrasa mis ojos, mientras allá a lo lejos, muy abajo, donde la meseta se quiebra repentina para dejar paso al vacío, refulge una amplía extensión negra, metálica, inhóspita, inhumana.
 
El sol continúa afuera, tan brutal y cruel como lo era antes, se filtra por debajo de la puerta, recorre el suelo hasta llegar al lecho, ilumina levemente el resto de la estancia, permitiendo que reconozca sus dimensiones, sus paredes desnudas, la ausencia de muebles, la falta de ventanas, las vigas, gruesas y pesadas, que mis ojos descubrieron al despertarse.
 
No veo, la luz estalla ante mí. Cubro mis ojos, que me duelen horriblemente, con mi antebrazo, pero la obscuridad vuelve enseguida, reconfortante, acogedora. Siento junto a mí el leve calor de una llama, aparto el brazo que protege mis ojos, los abro, aún dudoso.
  
La habitación esta iluminada por una leve luz dorada, que tiembla en las paredes, que juguetea sobre ellas con las sombras. Junto al lecho, en un banco, hay una lucerna, y  a su lado, un hombre, no sabría decir de qué edad, pero de largos cabellos, que hace mucho que no han conocido las tijeras.
  
No me mira, su atención está fija en el mortero que sostiene entre las piernas. Una y otra vez, aplica la mano del mortero contra el fondo del recipiente y, sujetándolo firmemente con la mano libre, lo hace girar con decisión, con cuidado al mismo tiempo. Oigo el crujido de las fibras al romperse, cada vez más débil, hasta que ya sólo queda el siseo del polvo al ser removido. Aún así el desconocido continúa su labor, con dedicación, con obstinación, como si cumplir aquella tarea fuera a servir de prueba para algo.
   
Al fin, pone el mortero a un lado y me dirige la mirada. Sonríe y la felicidad que trasluce me hace estremecer.

- Al fin has despertado.
  
Intento hablar pero un gesto suyo me hace callar.

- Ya no estás en ese mundo.
  
No dice nada más. Sonríe y mantiene sus ojos fijos en los míos, hasta que tengo que apartar la mirada.

- Túmbate ahora. – y su voz es como una caricia – aún no te has repuesto. Hay que cuidar esas quemaduras. Unas horas más ahí fuera, y encontrarte o no, no hubiera supuesto ninguna diferencia.
  
Me tumbo. Pierdo mi mirada entre las vigas del techo. Escucho como vierte agua en un plato y mezcla trabajosamente algo, probablemente lo que había machacado en el mortero.
   
Sus dedos están fríos y no puedo reprimir un temblor al sentirlos, pero aquello con lo que me unta es suave y aromático.
  
Poco a poco me hundo en el sueño.




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