jueves, 6 de enero de 2011

A dream within a dream






Voy a realizar una breve introducción, al estilo del abuelo Cebolleta, pero no se me asusten que es sólo para ponerles en situación. El caso es que cuando vi por primera vez Il Fiori delle mille e una notte, de Pier Paolo Pasolini, fue hacia el año 86, en un pase nocturno en la dos encuadrado en el espacio que recibía el nombre de Cine de Medianoche. Como pueden imaginarse, con ese apelativo, lo que contenía eran obras de tema erótico o violento, que había sido polémicas y escandalosas en las décadas precedentes, especialmente en un país como España, con su censura especialmente activa y que obligaba a realizar turismo cinematográfico al igual que ahora se realiza turismo sexual.

Por supuesto, muchas de las obras que se proyectaban en ese espacio no levantarían hoy la menor polvareda, como mucho parecerían pacatas, tímidas y noñás. Así ocurre que las escenas de sexo de la película de Pasolini, aún entonces especialmente llamativas y atrevidas, resultarían ahora al público más joven como rígidas, antinaturales y curiosamente pubibundas, propias de eso que se clasifica como erotismo soft y que nada tiene que ver con la pureza y la agresividad del porno, tan revindicado en nuestros días como forma válida, tan noble como cualquier otra producción.

Evidentemente, vender como se quería vender en ese tiempo la película de Pasolini como obra meramente erótica era un craso error, y si sólo fuera eso haría tiempo que habría quedado olvidada, convertida en cine inútil y polvoriento (valga el chiste) como tantas obras de esa época. En primer lugar, Il Fiori.. es una celebración del amor heterosexual realizada por un homosexual, hecho que explica la razón de ciertas posiciones de cámara y la fijación de su objetivo con ciertas partes anatómicas, pero lo que importa en este caso, es precisamente su cualidad de celebración, tan alejada de nuestra sensibilidad contemporánea, que sólo concibe el placer mezclado con la violencia, y que además fuerza un característico punto de vista, ya que si en el cine porno, cámara y actores se posicionan para que el espectador no encuentre impedimentos a su visión, aquí lo que importa es la plasmación del goce de los amantes y no la curiosidad del voyeur.

No obstante, sigo dando vueltas al erotismo y la pornografía, que aunque parte sustancial de Il fiori,,, no es la única lectura que puede hacerse e incluso me atrevería a decir es la menos importante.

Por ello, me vuelvo a poner el manto del Abuelo Cebolleta y les pido que imaginen a un joven de hace un cuarto de siglo, que apenas había salido de su ciudad y cuyo único conocimiento del mundo era lo poco que había podido ver en los documentales, lo mínimo que había podido leer en los libros, en ausencia de la ubicua Internet y la facilidad de transporte actual. De repente, en cegador contraste con las acartonadas producciones de Holywood, los cuentos de las mil y una noche aparecían ambientados en el mundo real.

Es necesaria una pausa. En el mundo real. 

Característico de esta película es que, al contrario de nuestro tiempo donde todo es CGI, y por tanto reconstrucción desde la nada, todo lo que aparecía en ella había sido rodado en localizaciones reales, excepto un par de efectos especiales cuyo truco se mostraba a las claras, para que no hubiera confusión posible. Es decir, por si no lo han entendido, todo ese mundo de desiertos, de ciudades de adobe, de caravanas, de ricos palacios y mezquitas, de comerciantes que pasaban el tiempo en los zocos, hablando y fumando, sin huella alguna de nuestro mundo moderno, de sus carreteras, sus coches, sus aglomeraciones y sus prisas, existía realmente, en algún punto de este planeta, y era posible visitarlo, trasladarse a él, de lo cual esta película era la prueba tangible.

Por supuesto, varios decenios más tarde, las guerras, las revoluciones, el avance del mundo moderno, han acabado con todo eso, convirtiendo esos lugares en clones de occidente, pero en aquel tiempo parecían al alcance de la mano y sobre todo, permitían experimentar, a un joven occidental como yo, esa enfermedad que ha arrastrado a tantos occidentales desde que los europeos salieron de su península euroasiática y navegaron por el mundo entero, el choque con un mundo completamente diferente al suyo, incomprensible y extraño, imposible de definir con los criterios de casas, pero que se revela fascinante, atrayente, más bello y más profundo, superior en definitiva, que el que se dejó atrás.

No es lo único, puesto que Pasolini, en una decisión que le granjeó mucha burla por parte de los críticos de aquel entonces, decide dejar las leyendas que adapta tal y como son, en su inocencia que no resistiría el escrutinio racional, pero que constituye su mayor encanto. Esas historias donde no importa el desenlace, que se sabe ya desde el principio, pero donde lo esencial es el viaje y sobre todo, como se cuenta. Esos personajes que no son otra cosa que arquetipos, reducidos a cuatro rasgos, pero que por su universalidad pueden acoger a cualquier oyente bajo su disfraz, sirviendo de soporte y sostén a la trama que habrá de suceder.

Y sobre todo esas historias donde lo maravilloso, lo irracional aparecen a cada momento como si fueran lo más natural del mundo. Donde uno de los personajes establece una condición absurda que no deberá cumplirse bajo ningún concepto bajo pena de los mayores castigos, pero que habrá de romperse inevitablemente, para así poner en  marcha la cadena de acontecimientos que dará lugar a la historia.

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