martes, 25 de mayo de 2010

Ancient History




Durante las últimas semanas he estado revisando una de las pocas series que se pueden llamar míticas en la historia de la televisión, simplemente marcó la manera de ver la antigüedad clásica en todos los que la vieron a finales de los 70, entre ellos yo, apenas un infante.

Se trata por supuesto de Yo, Claudio, y si quisiéramos jugar a la polémica deberíamos decir que se trata de una triple impostura. Una declaración que es muy cierta y que sin embargo, no quiere decir nada, ni resta nada a la importancia de esta serie.

La primera impostura, por supuesto, es que las fuentes escritos en las que se basa nuestro conocimiento de la dinastia julio-claudia, la auténtica protagonista de nuestra serie son todo menos fiables. Por ser más preciso, Suetonio, Tácito y Dion Casio, nuestros principales informadores del periodo aportan muchísimos datos, pero muy pocas pruebas. No es culpa suya ni de los historiadores. En la historia contemporánea, incluso si nos remontamos a la baja edad media europea, es relativamente fácil contrastar los hechos narrados en las crónicas, ya que muchas veces se han conservado los archivos de la época, tanto más completos como cuanto más cercanos estamos de nuestro tiempo, de forma que es posible determinar cuando se nos está mintiendo o manipulando, y valorar qué versión es más creíble o fiable, ya que podemos reconstruir de forma independiente la cadena de sucesos, aunque sea de manera tosca.

En el caso de la historia antigua, esos archivos hace ya mucho que se desvanecieron y lo único que nos queda es el relato de los historiadores antiguos, con lo poco que se pueda contrastar con los datos obtenidos de la investigación arqueológica, cuyo ámbito no suele coincidir sino muy raramente con lo narrado y por supuesto nunca en el nivel de detalle que se desearía. A esto hay que añadir que la concepción de la historia en la antigüedad era muy distinta de la nuestra, aparte de ser eminentemente militar y centrada en la alta política, se consideraba como una más de las artes, por lo que la expresión bella era tan importante, o más, que la veracidad en lo contado. Una inclinación que se nota especialmente en los discursos puestos en boca de los personajes históricos, utilizados para ilustrar las ideas y conflictos del tiempo narrado, y la mayoría de las veces con escasa relación con lo realmente pronunciado, si es que realmente se pronunciaron.

Esto, en manos de las escuelas postmodernas más extremas, ha llevado a rechazar casi de plano los testimonios escritos, una postura que en cierta manera equivale a renunciar a la investigación histórica, ya que está se quedaría desprovista de datos con los que construir su edificio. Es cierto que debemos ser precavidos y sospechar incluso de los historiadores que nos parezcan más fiables, especialmente cuando se contradicen entre sí, pero no es menos cierto que sus noticias son el punto de partida, y debemos tratarlas como tales al menos mientras la investigación y los descubrimientos no los demuestren falsos. Es realizando este análisis de texto cuando esas fuentes descubren un aspecto que no se sospechaba, ya que se quiera o no son testimonios de la época, y nos muestran lo que los contemporáneos pensaban que entraba en el marco de lo posible y por lo tanto era verosímil, aparte de las ideas y esperanzas políticas de ese tiempo.

Así Suetonio es una fuente importantísima de datos sobre el modo de vida romano, en todos sus ámbitos, mientras que Dion no aporta noticias sobre sucesos en los rincones más obscuros del imperio, que habrían pasado inadvertidas de otro modo, mientras que Tácito, bueno, el viejo Tácito, a pesar de tantos que han querido derribarle sigue siendo el mejor narrador de como el poder absoluto desemboca inexorablemente en la corrupción absoluta.

La segunda impostura es, por supuesto la de Robert Graves, un escritor cuyo nombre no se pronuncia tan a menudo como debiera, ya que su estilo consiste en no tener estilo, casi como esos escritores del XVIII que buscaban la pureza, la tersura y la falta de adornos. Un negarse así mismo, de meterse en la piel de los personajes de sus historias y escribir como ellos lo hubieran hechos, que consiguió que algunas de sus novelas históricas pasaran por auténticos documentos de época, efecto buscado conscientemente por el novelista. En menor medida, esto ocurre con estas ficticias memorias del emperador Claudio, escritas por él mismo, donde cualquier lector se habrá sentido fascinado por la naturalidad y verosimilitud (dentro de la imagen mental que tenemos de seres humanos muertos hace 2000 años) de lo narrado hasta imaginarse que era en realidad el propio Claudio quien había escrito esas líneas.

Por supuesto, cualquier aficionado a la historia sabe que Graves actúa como un consumado prestidigitador. No se puede negar que conoce a la perfección las fuentes y es posible identificar en cada momento de donde está sacando sus datos, pero no es menos cierto que en todo momento elije la versión más escandalosa, la más novelistica, y sabe como adornar y modificar los datos para hacernos tragar, anzuelo, flotador y sedal por entero, como dicen los ingleses, las partes que se inventa por completo... todo lo cual no supone ningún desdoro, ya que una cosa es la historia, y otra la novela, y en esta el interés está por encima de la veracidad.

La tercera impostura, por último, es la de la misma serie. Como ya he comentado, para todos los que vimos la serie en los 70, la Roma allí representada era LA Roma de verdad, tal y como había sido, sin posibilidad de error. Como es evidente, esto no era cierto, otras series más modernos nos han mostrado una Roma más sucia, bronca y maloliente, más cercana quizás no a la realidad histórica, sino al estilo naturalista que exigimos ahora, como espectadores maduros y desengañados. Sin embargo, cualquier engaño al que nos hubiera podido llevar Yo Claudio era únicamente responsabilidad nuestra y un poco de conocimiento bastaba para darse cuenta de lo que en realidad se pretendía.

Obviamente, Yo Claudio, en su plasmación televisiva tiene un modelo muy claro, el de las tragedias romanas de Shakespeare, especialmente Julio César, y Antonio y Cleopatra, que, no lo olvidemos, se basan en el uso del lenguaje, la expresión llena de contenid y las réplicas justas y aceradas. Eso, y no otra cosa, es lo que nos ofrece la serie británica, una representación de lujo, con unos diálogos de primera, representada por actores capaces de transmitir cualquier matiz de sus personajes y rodada con una precisión y una elegancia que es producto de décadas de clasicismo cinematográfico. Un compendio de todos los aciertos de ese estilo y casi su testamento final, el legado que sirva para demostrar las alturas a las que podía elevarse.

Y con eso basta, porque al final, con tanta impostura que debería hacernos volver la cabeza escandalizado, lo que hemos llegado a conocer son un buen puñado de obras, cada una grande en su ámbito por meritos propios, suficientes para hacernos pasar un buen rato y además de esos que podían considerarse aprovechados, ya que nos habían servido de acicate para adentrarnos en la historia, la de verdad, porque esos personajes que allí se nos mostraban, tan humanos en sus vicios y sus debilidades, esos Agustos, Livias, Tiberios, Caligulas, Germánicos y Claudios, eran tan interesantes que uno no podía por menos que querer saber algo más de ellos.

(Y para cerrar esta larguísima entrada, señalar que al final me he quedado sin poder explicar el porqué de las capturas elegidas, queden así entonces, como misterio y enigma).

2 comentarios:

anarkasis dijo...

...para esas fechas el viejo Plinio tampoco se explicaba mal, un poco exxxtenso eso si.

me parece que a las imágenes que ha elegido, solo les falta el bocadillo

1º- A ver quién es troll primero que postea

2º- ¿Qué tapuestas qués la pringá de la anarkasis?

3º- ¡Ya te lo dije!, cariño, ya te lo dije, juas

David Flórez dijo...

Pues ahora que lo dices sí ¡Estos Romanos!