Hay un viejo prejuicio musical que se resiste a morir, incluso en estos tiempos de ironía y desengaño postmoderno. Se trata por su puesto el de ser modernos por el hecho de ser modernos, despreciando todo aquello que pueda sonar o aparentar ser antiguo. Una actitud que, por supuesto, tiene mucho del snob o del nuevo rico, que sólo busca lo último, para presumir de haberlo encontrado él mismo y estar a la onda y enterado. Una visión restrictiva, asímismo, puesto que ignora como grandes sacudidores de la ortodoxia musica, como fue el caso de Stravinski, pasaron gran parte de su carrera mirando hacia atrás y reinterpretando à la moderne, la tradición musical o mejor dicho, el ideal clásico de esa tradición.
Una postura que, quizás por ser quien era y por lo que había hecho con anterioridad, el famoso cóctel molotov arrojado sobre la escena teatral parisina en forma de Le Sacre du Primptemps, no fue atacada o criticada en la manera y con la combatividad que lo hubiera sido de tratarse de un compositor de segunda fila.. o menos comprometido con la vanguardia.
Un prejucio que tiene que tenerse muy en cuenta a la hora de juzgar a Tooru Takemitsu, con vistas a no caer en él, ya que el primer contacto con su música nos hace tropezarse al oyente con un modo y una manera de hacer música demasiado conocido, y por tanto, acusar al compositor de realizar un rehash de influencias o de ser un autor retrógrado y conservador, adjetivos ambos aplicados en su vertiente formalista, que no política, algo que no tiene mucho sentido en un arte eminentemente abstracto como es la música.
¡Y tanto que suena a conocido Takemitsu! Como que sus obras de madurez parecen sacadas de páginas perdidas de Debussy o de algún impresionista desconocido. Y digo parecen porque, las composiciones del músico japonés beben de esa atematicidad, que consitutía una de las esencias del impresionismo. En otras palabras, la ausencia de esas frases musicales definidas cuya oposición, yuxtaposición, conflicto y disolución, constituían la esencia de la forma sonata en general y de la música alemana en particular, dándole un aspecto profúndamente dinámico, móvil y, sobre todo, dialéctico.
Una arquitectura, la de los temas con principio y fin, y su conflicto imponiendo también un planteamiento y resolución a toda la obra, que el impresionismo, substituyó por células musicales incompletas y ambiguas, aparentemente sin desarrollo y evolución, sin dirección definidad, suspendidas y detenidas en el tiempo, dotando a su música de un estatismo que en muchas ocasiones se tornaba trascendente, al negar el propio desarrollo en el tiempo que parece consustancial a la forma musical, convirtiendo lo efímero en permanente, mejor dicho construyendo esa permanencia con materiales transitorios.
Una urdimbre sobre la que Takemitsu añade un bordado propio, el hecho de que esa estructura aparentemente sin principio ni fin, y de la que sólo asistimos a un breve intervalo, se haya teñida de presagios, de obscuros presentimientos que amenazan su existencia y permanencia, dotándola de una tensión similar a la del insomne que no puede encontrar el sueño y se remueve una y otra vez en la cama, incapaz de encontrar la tranquilidad y el reposo que ansía.
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