Mi primer contacto con Philip Glass fue indirecto, a través de las Qatsi (Koyaanis, Powaq, Naqoy) que Godfrey Reggio rodara en los años ochenta del siglo pasado y finalmente a principios de esta primera década del XXI. Una música que me parecía indisociable de las imágenes que ilustraba (o sería mejor decir, era un simbionte) pero que luego descubrí que podía escucharse por separado, sin ningún problema, al contrario de la mayoría de las bandas sonoras. Un efecto inesperado que se debía al hecho de ser una película muda y la música poder correr sin impedimentos durante hora, hora y media, como en un sinfonía, mientras que en la música de cine normal, el troceado para su aplicación a las escenas de la película impide su ensamblaje posterior, y las transforma en meras apoyaturas, sin existencia independiente.
Una música, la de las tres Qatsi, que últimamente he dado en escuchar casi en bucle, remedando los obstinatos, las cadencias de apenas unas notas, unas sílabas o unos instrumentos, que conforman su arquitectura sonora. Una música que me llevo a buscar más de este compositor y que me llevó a una decepción y a un descubrimiento.
La decepción es simplemente la que resulta de la trampa de la pureza y la desnudez extrema. Al despojarse de todo lo innecesario, de todo lo accesorio, de lo sobrante y lo añadido, el artista y el compositor corren el peligro de quedarse sin recursos, sin ideas ni caminos que lleven a encontrarles, encerrándose por su propia voluntad en un círculo vicioso que le lleva a repetir una y otra vez ese hallazgo que en un instante pareció revelador, pero que la constumbre ha transformado en hastío.
Así, de esta manera, demasiado de la obra tardía de Glass parece ser siempre más de los mismo y si se comete el error de explorarlo demasiado (o de hacerlo en la dirección indebida) se corre el peligro de tomarle inquina a aquello que se amaba.
Una evolución inversa que queda patente si se comparan las dos versiones de Einstein on The Beach, la de 1979 y la de 1993, puesto que lo que era energía, desafío, revelación en la primera, ha perdido el brillo en la segunda, ya que en la revisión de 1993, Glass parece limitarse a hinchar el globo y añadir minutos y minutos a sus cadencias o, peor aún, multiplicarlas y clonarlas, convirtiendo aquello que fascinaba en aburrido e innecesario.
Y con esto llegamos a la desdecepción de la desilusión, porque la versión del 79 es una obra mayor. Una opera sin argumento, sin historia, sin personajes, sentimientos ni peripecias, sólo música, música pura, donde la voz se transforma en onomatopeya y la nota en sincopa, todo ello cargada de energía y tensión, subyugante, hipnótica en sus repeticiones que parecen no tener fin.
Como las larguísimas secuencias que remedan un viaje en tren, tan envolventes, tan evocadores, tan taladrantes del cerebro que al escucharlos nos parece estar realmente en el vagón, embarcados en un viaje sin destino ni origen, simplemente viajando sin fin, para siempre.
La música perfecta para conducir y olvidarse de todo.
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