sábado, 17 de enero de 2009
Just Singing
En entradas anteriores, me había referido ya a la producción de la GPO Film Unit británica durante los años 30. Una paradoja histórica, imposible de repetir hoy en día, en la que una entidad pública, el servicio de correos británica, a cargo de las comunicaciones postales, telefónicas y telegráficas del Imperio Británico, crea una entidad para aprovechar el invento ése del cine y hacer publicidad y propaganda de la utilidad de su tarea... sólo que a las personas a cargo, en vez de obligarlas a crear anuncios en serie siguiendo los deseos del comitente, se les otorga la libertad suficiente para que utilicen esa entidad como plataforma para construir toda una teoría y práctica del documental, terminando al final por tratar temas que nada tiene ver con la misión prescrita.
Un horror en términos económicos, eso que los liberales llamarían despilfarro y confirmación de sus propuestas antiestatales, pero una auténtica victoria para el arte.
Porque basta ver un film como el que he utilizado para ilustrar la entrada, A coulour box (1935) de Len Lye, de apenas 3 de duración, pensado inicialmente como un simple aviso de las ofertas ofrecidas por la GPO a los usuarios que quisieran enviar paquetes, pero que en manos de Lye, se convierte en una explosión de color, mejor dicho, de color que baila con la música, de abstracción móvil, aquello que soñara Kandinski, pero que nunca logrará plasmar con la pintura, y que sólo Lye o Fischinger acabaron por hacer realidad.
Un tour de force, que, valga la redundancia, nunca se muestra forzado, sino que en toda su duración está recorrido por un espíritu desenfado y juguetón, el mismo que transmite la música y que se ve corroborado por los colores, sus ritmos y sus secuencias, hasta el extremo de que el tema de la obra, ese quitarse la careta final que destruye muchos de los anuncios con pretensiones de ahora mismo, aquí parece una broma más, puesta para provocar la sonrisa final del espectador y sobre todo un elemento del que no se puede prescindir sin mutilar el resultado final.
Pero es también un tour de force en otro sentido, ya que lo que al espectador le parece tan sencillo y natural, es el producto de pintar laboriosamente sobre el celuloide cada fotograma por separado e ir previendo las relaciones que habrá entre ellos, la duración precisa que debe tener cada secuencia, los ritmos en que se encadenarán y reemplazarán entre sí, su relación con el fragmento musical al que se asocian, y sobre todo, como quedará todo el tinglado cuando el producto final se proyecte a 24 fotogramas por segundo.
Un trabajo enloquecedor, similar, como ya he dicho muchas veces al de los poetas y su búsqueda fatigosa de la palabra, el ritmo y la rima perfecta, del que resulta no menos milagroso que no acabe convertido en un inmenso dibujo técnico, frío y válido solo para entendidos y especialistas, sino que tome vida y se transforme en un producto al alcance de todos, disfrutable por cualquiera, con solo tener los ojos y los oídos abiertos.
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