Aunque la calidad del cine proveniente de los países del antiguo bloque soviético asombre por su calidad y su audacia estética, no hay que olvidar las opresivas circunstancias en que se crearon. Muchas sólo llegaron a ser una realidad porque el régimen de turno atravesaba en ese momento un periodo de deshielo, de libertad tutelada, tolerada sólo por motivos propagandísticos. Así sucedió con la efímera nueva ola checa de 1968, tronchada como el resto del país por la invasión de las tropas del pacto de Varsovia en ese misma año.
Así ocurre también con Niewinni czarodzieje, película que sólo pudo surgir al socaire de la distensión y coexistencia pacífica de Jruschov, antes que Brezhnev viniera a poner orden. De hecho, el filme de Wajda podría verse como la plasmación en imágenes de una excusa y justificación muy cara a todas las dictaduras, sean de derechas o de izquierdas. Que a pesar de la supuesta opresión y coerción que se les supone a estos regímenes, en ellos la juventud quiere, sabe y puede divertirse. De forma sana y ordenada, por supuesto. No otra era la intención, al otro lado de Europa y en casi las mismas fechas, de engendros cinematográficos como Las chicas de la cruz roja (Rafael J. Salvia, 1958) o El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959). O más cercano en el tiempo, de tanta serie musical americana ambientada en institutos donde brillan por su ausencia el más mínimo problema, tensión o humillaciones.
La película de Wajda podría integrarse en ese género ligero y superficial, conservador y conformitra. Ser por tanto olvidable y prescindible, si no fuera porque subvierte los tópicos y los vuelve en contra de sus propagadores. Se acerca así , hasta casi igualarlos, a los logros que la Nouvelle Vague francesa estaba a punto de plasmar en la década siguiente. La clave de Niewinni czarodzieje se halla en que, aunque la juventud que se nos presenta ame los deportes, se interese por la música y pretenda divertirse sin pensar en la política, estas acciones se muestran teñidas de nihilismo. Sin esa lección moralizante que, al final del metraje, haga del tarambana un buen ciudadano, dispuesto a formar una familia, trabajar por el bien del estado y educar a su prole en los valores de la comunidad. Como si esa obligación de pasar a formar parte productiva de la sociedad fuera precisamente la causa de ese nihilismo, desengaño y desencanto, aunque, por supuesto, jamás se muestre, ni se plantee en esos términos.
El protagonista de la cinta es a la vez, médico deportivo, músico de jazz, juerguista inveterado y seductor sin complejos, sin que nada en la trama nos haga percibir que se encuentre cansado de esa vida, tenga remordimientos, ni vaya a sufrir una revelación moral que cambie su conducta, supuestamente a mejor. De hecho, la película termina y empieza sin rastrear posibles causas psicológicas a esa conducta, ésas tan caras al peor melodrama y al pésimo folletín, ni indicar posibles transformaciones, sino que se mantiene en una ambigüedad moral que a muchos censores debía resultar inquietante. Porque ese continuo vagar, de diversión en diversión, de amorío en amorío, sin pensar en el futuro ni mirar hacia atrás, es tan válido y seguramente más reconfortante, que las vías dictadas por el ordenamiento social.
Los protagonistas parecen vivir así, al mismo tiempo, dentro y fuera de la sociedad, haberse construido un espacio de libertad propio, dentro de una sociedad que se supone asfixiante, sólo por el contraste que sus conductas suponen. Libertad basada en la amoralidad que no se restringe a los personajes masculinos, lo que podríamos suponer juerguistas y vividores, sino que se extiende a sus parteneires femeninos, tan dispuestos como ellos a entregarse al juego de seducción mutua que les proponen y tan duchas, o más que ellos. Un entedimiento mutuo, de jugadores avezados, sobre el que reposa el encanto e impacto de la mejor escena de toda la película, el largo combate dialéctico, con palabras, acciones y miradas, entre el protagonista y su ligue más reciente.
Duelo en que toda moral, y por tanto el sentido de pecado y culpa que suele acompañarlos, ha sido borrado por entero. Queda en su lugar, la mera alegría de estar vivo, de aprovechar el momento a dos, sin tener que rendir cuentas a nadie ni a nada, sean estados, ideologías o religiones.
Los protagonistas parecen vivir así, al mismo tiempo, dentro y fuera de la sociedad, haberse construido un espacio de libertad propio, dentro de una sociedad que se supone asfixiante, sólo por el contraste que sus conductas suponen. Libertad basada en la amoralidad que no se restringe a los personajes masculinos, lo que podríamos suponer juerguistas y vividores, sino que se extiende a sus parteneires femeninos, tan dispuestos como ellos a entregarse al juego de seducción mutua que les proponen y tan duchas, o más que ellos. Un entedimiento mutuo, de jugadores avezados, sobre el que reposa el encanto e impacto de la mejor escena de toda la película, el largo combate dialéctico, con palabras, acciones y miradas, entre el protagonista y su ligue más reciente.
Duelo en que toda moral, y por tanto el sentido de pecado y culpa que suele acompañarlos, ha sido borrado por entero. Queda en su lugar, la mera alegría de estar vivo, de aprovechar el momento a dos, sin tener que rendir cuentas a nadie ni a nada, sean estados, ideologías o religiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario