lunes, 6 de septiembre de 2010

FdI Cuento IX: Año 325 a.C. India

Otro Lunes, otro cuento de Forjadores de Imperios. En este caso estamos de suerte, ya que al ser de los impares, es de los cortitos. El tema de hoy es un relativamente obscuro incidente durante la campaña en India de Alejandro. Poco conocido porque no deja en muy buena posición a Alejandro, especialmente ante aquellos que lo admiran por haber conquistado medio mundo.

Pero como siempre aquí, lo tienen, espero que lo disfruten.

Año 325 a.C. India

Tres veces habíamos atacado las murallas y tres veces nos habían rechazado. Nuestros muertos cubrían la base de los muros de la ciudad. Ahora, fuera del alcance de sus armas, sentados en el suelo, contemplábamos jadeantes el parapeto que no habíamos podido escalar, sobre el cual asomaba de vez en cuando la cabeza de uno de los defensores. No era demasiado alto, apenas la altura de dos hombres, ni tampoco demasiado fuerte, nuestros picos hubieran bastado para socavarlo, pero nunca antes, desde que entramos en la India con el rey, nos habíamos enfrentado a una resistencia tan decidida. Quizás en otro tiempo, cuando teníamos que luchar para salvar nuestras vidas, no hubiéramos cejado hasta coronar los muros y barrer a sus defensores. Ahora, sin embargo, no teníamos otro deseo que volver cuanto antes a casa. Nos daba igual añadir un triunfo más a la diadema de Alejandro.

Éste se paseaba nervioso tras la primera fila de asaltantes. Nuestro fracaso le irritaba. Varias veces nos exhortó a reanudar el asalto, pero nosotros sacudíamos la cabeza y nuestros rostros reflejaban el desaliento. No había manera. Nuestra renuencia acabó por exasperarle. Arrebató la escala a un soldado y se precipitó hacia los muros de la ciudad. Unos cuantos de los hetairos le siguieron. El resto del ejercito permaneció en sus posiciones, esperando a ver como se desarrollaba el ataque.

El enemigo, al descubrir la aproximación de aquellos nuevos combatientes, concentró sus disparos sobre ellos. Los últimos en abandonar las filas llevaron la peor parte y pocos de ellos alcanzaron el muro. El rey, por el contrario, no tuvo dificultad en ganar la protección relativa de la base de las murallas. Ahora eran los defensores quienes tenían que asomarse para poder alcanzarles y eso les ponía a merced de nuestros arqueros, que comenzaron a arrojar flechas para proteger al rey y a sus acompañantes. Nuestra reacción animó al rey. Le vimos estrechar la mano a uno de los soldados que estaban con él y señalar a lo alto de la muralla. Apostaban sobre quién sería el primero en escalarla.

Un gesto y se aplicaron las escalas sobre el muro. Otra seña y comenzaron a ascender, el escudo protegiendo el rostro, la mano aferrada a los travesaños. El rey fue el primero en alcanzar el parapeto. Esquivó la lanza de uno de los defensores y lo precipitó al vacío. Entonces saltó sobre el parapeto y lo limpió de enemigos. Un clamor de triunfo se elevó de nuestras gargantas. No creo que nos escuchara, pero debió imaginárselo, pues se volvió hacia nosotros, levantó la espada y nos hizo señas para que siguiésemos su ejemplo, para que corriésemos a ayudarle. Sin embargo, su euforia se trocó pronto en desesperación.

Excepto la escala del rey, las otras habían sido colocadas descuidadamente. Cuando los primeros soldados alcanzaron la cima, bascularon hacia atrás y se desplomaron, arrastrando consigo a los soldados que las escalaban. Los mismos que ascendían por la escala del rey saltaron también al suelo, temiendo que ésta también se derrumbase. Alejandro se quedó sólo en el adarve. A uno y otro lado veíamos acercarse los picos de los cascos de los defensores que acudían a matarlo. Todos nos pusimos en pie. "Salte. Salte, majestad" – gritábamos, agitando los brazos, golpeando los escudos con las espadas. No nos atrevíamos a arrojar ni flechas ni lanzas, por temor a alcanzarle. Él miró a ambos lados y, al verse rodeado de enemigos, saltó de la muralla.

Sólo que al interior.

Nos quedamos helados. Un clamor de triunfo se elevó desde el interior de la ciudad. Los defensores que marchaban al encuentro del rey se detuvieron y permanecieron atentos a lo que sucedía a sus pies tras el muro, dándonos la espalda, sin preocuparse por protegerse. El griterío aumentaba en intensidad. Ninguno de nosotros parecía capaz de reaccionar.

El primero fue Peucestes, uno de los que habían acompañado a Alejandro hasta el pie de la muralla. Le vimos zarandear a un soldado que estaba a su lado y que aún no se había repuesto del impacto de la caída. Con su ayuda y la de otros consiguió encaramarse al parapeto de la muralla. Los defensores, absortos en el combate que tenía lugar a sus pies, no se esperaban un ataque.  En unos instantes estaban muertos o en fuga. Mientras, varios más de nuestros soldados habían conseguido a su vez escalar la muralla. Les vimos desaparecer juntos en el interior.

El griterío redobló. Sorpresa. Terror. Confusión.

Silencio.

Observábamos los muros, ahora vacíos de defensores, sin ser capaces de realizar un solo movimiento.

- Deben de haberlo matado – oí murmurar cerca de mí – ¿Cómo vamos a volver ahora? ¿Quién nos va a guiar hasta Grecia?

Aquello me despertó. Me abalancé sobre los carros que guardaban el equipo y agarré un pico. Con él en la mano, corrí hacia la muralla y empecé a golpear el muro. Algunos soldados más me habían visto desaparecer y me habían seguido. Juntos nos esforzamos en cavar un hueco al pie de las murallas, mientras que otros nos ayudaban a retirar las piedras y la tierra que extraíamos. Pronto hicimos un hueco lo bastante grande como para que entrase un hombre.

- ¡Traed maderos! – grité.

Con ellos hicimos palanca. El lienzo de la muralla no aguanto mucho y se derrumbó con estrépito. Nos precipitamos aullando en el interior de la ciudad. Nadie. Todos los enemigos habían huido al ver desplomarse el muro. Ante nosotros se extendía un pequeño huerto, rodeado de casas, y en medio de él, se elevaba un árbol alto y frondoso, cuyas ramas se extendían hasta tocar el suelo, erizado de flechas y lanzas clavadas en su tronco. A su alrededor yacían los cadáveres de multitud de defensores y, junto al tronco, como si intentasen defender a alguien, se apilaban los cuerpos de aquellos que habían saltado la muralla en pos de Alejandro.

Me abalancé sobre el montón. Con la ayuda de otro soldado fuimos retirando los cuerpos hasta llegar al del rey. Lo primero en aparecer fue su cabeza. La sangre le cubría el rostro y una pedrada le había cerrado un ojo, pero con el otro nos observaba lleno de rabia y furia. Cuando intentamos incorporarlo, gimió e intentó apartarnos con el brazo. La lanza de un defensor le había atravesado el hombro, perforando la armadura. Al levantarle para transportarle al campamento vimos que sangraba de varias heridas más. Uno de mis camaradas sacudió la cabeza. De ésa no iba a salir.

La ira me invadía. Sentía deseos de concluir lo que los defensores de la ciudad habían empezado. Por su irresponsabilidad, el ejército había estado a punto de perderle. Por su terquedad, muchos habían caído tratando de defenderle. Por su ambición, aquella ciudad iba a ser arrasada.

A mi espalda se escuchaban ya los primeros chillidos. Nuestras tropas se desahogaban.

Notas: El asalto a la ciudad india ocurrió tal y como se narra. Fue una de las acciones más desafortunadas de Alejandro y estuvo a punto de costarle la vida.

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