martes, 22 de agosto de 2006

La melancolía de las miradas (y 2bis): Pontormo

Resulta extraño releer la entrada que escribió uno el día anterior....y darse cuenta de que no había dicho nada de lo que quería decir, en otras palabras, que no había expresado mis auténticos sentimientos.

¿Y cuáles son estos?

Me bastaba con volver al pasado, con evocar el verano de 1995 en el que, a finales de agosto, vi ese cuadro por primera vez, y aunque suene a paradoja, lo vi por primera vez dos veces.

Porque aquel verano me había comprado un grueso volumen, de título, The art of the Italian Renaissance, profusamente ilustrado, en el cual hablaban de multitud de pintores que nunca había oído nombrar, de obras de arte que no sabía que existieran y que, en unos cuantos días, podría contemplar en las ciudades que iba a visitar.

Extraño tiempo aquel, casi increíble, cuando podía irse uno a la cama ilusionado con lo que acababa de leer, perder el sueño y levantarse tan fresco a la mañana siguiente, descubrir que todos esos nombres, esos lugares, esas obras, se habían quedado contigo, que conocias, casi como la palma de tu mano, la ciudad que aún no habías visitado, pero en la que pronto estarías.

Para, una vez allí, descubrir que no tenías tiempo para el cansancio, mejor an, que podías derrotarlo, negociar con él, posponerlo hasta que llegases de nuevo al hotel, tras pasarte el día pateando las calles, para entonces, satisfecho, aún con la mente llena de imágenes, de tantas imágenes, caer rendido hasta la mañana siguiente, para volver a comenzar otra vez.

Y ocurrió que, en aquellos días que visité Florencia, estuve a punto de perderme ese cuadro que tanto deseaba ver.

Porque la primera vez que lo intenté, era una mañana de lluvia, llegué demasiado tarde cuando ya habían cerrado... y la segunda vez, un tarde de sol radiante, de calor de esos que te aplastan, llegué demasiado pronto y pensé en pasar de largo, pero, en cambio (¿quién sabe cuando podría volver?) decidí matar el tiempo paseando, recorriéndo como el resto de turistas, la ruta que lleva del Palazzo Pitti a la Piazza de la Signoria.

Así que cuando abrieron la iglesia estaba yo sudoroso, agotado, agobiado. No el mejor de los ánimos, con el que enfrentarse a un cuadro.

Pero ya he dicho que esa Iglesia apenas la visitan los turistas. En total no habría más de tres o cuatro personas, allí dentro. Nada turbaba el silencio que había en su interior. Y eso, unido a la semiobscuridad y el frescor que suele reinar en los templos, bastaba para aliviar de todo el cansancio, de todo el calor, de toda la tensión.

Y por supuesto estaba ese cuadro. Ese cuadro inmenso e indescriptible.


Y otra vez me vuelve a suceder lo de ayer, que no soy capaz de decir lo que quiero decir.

Sólamente, se me ocurre algo, lo distinta que es la figura humana en Miguel Ángel y Pontormo. Como en el primero, todos los hombres son cólosos, héroes, dioses, mayores que el resto de los mortales, situados en un mundo ideal que en el fondo no es el nuestro, mientras que para Pontormo, el hombre, la figura humana, es frágil, algo que puede disolverse en aire, en el color, como los ángeles que vigilan, tras la virgen, el cuerpo de Jesús.

Un simple envoltorio cuya existencia es dolorosa y que habita un mundo irreal, tan irreal como la persona a la que representa.

¿Y por qué hablo ahora de esos pintores, tantos años después?

Quizás porque, como un personaje de Hesse, siento nostalgía de mí mismo, de la persona que fuí, de mi mejor momento...

...del breve tiempo, los fugaces instantes, en que me sintiera más feliz...

...del tiempo al que no puedo volver...

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