domingo, 24 de octubre de 2021

Exposición Tornaviaje (y otras) en el Museo del Prado

Los tres mulatos de Esmeraldas, Sánchez Galque

En el Museo del Prado acaban de abrirse tres exposiciones a cada cual más interesante: la llamada Tornaviaje, dedicada al arte creado en la América Hispana que acabó en la metrópoli; la titulada El hijo pródigo de Murillo y el arte de narrar en el Barroco andaluz, comparación de los estilos e intereses de tres pintores de ese periodo y lugar; para terminar con Leonardo y la copia de Mona Lisa, montada alrededor de la copia de ese cuadro, realizada en el taller de Leonardo, que fue descubierta y restaurada recientemente en el Museo del Prado.

Tornaviaje es un término marinero que se refiere específicamente a la ruta de vuelta en una travesía marítima. Descubrir esos tornaviajes era crucial en todo viaje de exploración, puesto que sin esas rutas de retorno -o si éstas eran difíciles e impracticables- era imposible mantener un establecimiento comercial en territorios que estaban, literalmente, al otro extremo del mundo. Así, la ciudad de Manila no fue viable hasta que Legazpi descubrió como navegar desde las Filipinas hasta México, evitando cruzar las zonas de influencia portuguesa. Una ruta que podía haber sido descubierta medio siglo antes: un hecho poco conocido de la expedición de Elcano es que, cuando ésta pierde a Magallanes en ese archipiélago, se decide dividirla en dos. Una, la comandada por Elcano, intentaría volver a España por el cabo de Buena Esperanza, la otra intentaría recruzar el Pacífico, empresa en la que encontrarían la ruta de Legazpi y estuvieron a punto de tener éxito.

En este caso, el tornaviaje es del arte producido en las colonias que volvió a la Península. Unos objetos de arte que, en este caso, no quedan restringidos a meras cuestiones estéticas, sino que tienen un valor incluso mayor como testimonios históricos. Si se sabe leer entre líneas, se pueden identificar una serie de constantes que ayudan a evaluar el impacto de la conquista y colonización española en el entorno americano. Es obvio que se trata de un arte de las élites, en el sentido de ser promovido y tolerado por ellas, lo que se expresa en tres ámbitos principales: por un lado, el informativo, para que las élites peninsulares conociesen ese mundo desconocido para ellos en su geografía, su fauna y sus gentes; por otro lado, en la celebración del nuevo poder colonial, expresado en el relato de las gestas de la conquista y los retratos de esa misma élite conquistadora y virreinal; por último, la propaganda religiosa ejercida sobre los naturales, instrumento para conseguir su aceptación del nuevo orden europeo.

Cada cuadro es, por tanto, un mundo en sí mismo, como se puede comprobar con el examen del cuadro que abre esta entrada, el de un cacique mulato de Ecuador y sus hijos, pintado a finales del siglo XVI. El hecho de que haya mulatos nos está hablando de un tráfico de esclavos desde África, muy temprano -el Perú habías sido conquistado en la década de 1530- y de volumen suficiente para que no sólo haya conducido al mestizaje, sino para que éste cuente ya con varias generaciones de antigüedad. Además, estos mulatos representados pertenecen a un grupo especial: el de los negros cimarrones, antiguos esclavos que huían a las montañas para recobrar su libertad, donde formaban pequeños ejércitos que combatían a sus antiguos amos. Incluso, como es el caso, fundando pequeños reinos independientes que exigían grandes recursos virreinales para poder sometidos.

Nos habla, así, de una historia de rebeldía contra el poder colonial, contraria a la imagen de inmensa placidez que se nos suele enseñar como característica del periodo virreinal. No sólo eso, además el sometimiento de este cacique no se realizó manu militari, sino mediante pactos que aseguraron un mínimo de libertad y autonomía a esos mulatos. Claro signo de las dificultades y la fragilidad del poder colonial español, en clara contradicción con la imagen de invencibilidad que gusta a los sectores nostálgicos del imperio. De hecho, fuera del ámbito de los Imperios Azteca e Inca, la expansión hispana se detuvo en seco, incapaz de afirmarse frente a pueblos que practicaban la guerra de guerrillas. Sería sólo en el XIX, ya independizadas esas tierras, cuando la presión migratoria y el desarrollo de las armas de fuego quebrasen la resistencia de los pueblos indígenas, tanto en el sur como en el norte del continente.

La despedida del hijo pródigo, Murillo


La siguiente exposición es una comparación de tres pintores sevillanos, Antonio del Castillo, Valdes Leal y Murillo, utilizando como base las series pictóricas que pintaron basadas en historias sacras: la de José, la de San Ambrosio y la del hijo pródigo, respectivamente. Una comparación en la que quedan de manifiesto las diferencias insalvables entre los tres pintores, tanto de talento como de estilo.

Por ejemplo, la aproximación que Castillo realiza de la historia de José es bastante ramplona, simplemente grupos de personajes sobre un fondo neutro, en donde lo que interesa es que se pueda identificar con claridad la acción y los participantes. No muy distinto de lo que ocurre con el montaje convencional de las series de hoy. Por el contrario, Murillo anticipa recursos cinematográficos, como se puede ver en el cuadro de un poco más arriba. La cisura insalvable entre el hijo pródigo y su familia se expresa colocando a aquél separado de ésta, que forma un grupo compacto y unido. Más aún, de ellos vemos las caras, embargadas por el sufrimiento, mientras que el rostro del hijo pródigo permanece oculto. Un signo no sólo de ese quedarse apartado de los suyos, de manera definitiva, sino de que se embarca en un viaje pleno de incertidumbres, señalado por la diagonal del caballo que monta.

Y luego está Valdes Leal, que juega en su propia liga y le da igual todo (en esta casa somos muy, pero que muy fans de Valdés Leal

 

Copia de la Gioconda realizada en el taller de Leonardo

La última exposición, como les anticipaba, gira alrededor de un cuadro excepcional: una copia de época, realizada en el taller de Leonardo, de la famosa Gioconda, Su importancia no viene sólo de esta coetanidad, sino de que, con toda seguridad, fue pintada al mismo tiempo que ésta, con el copista teniendo ante sí no sólo el cuadro, sino al propio maestro pintándolo. Por desgracia, esta copia había permanecido largo tiempo arrumbada hasta hace apenas unos años, ya que se pensaba que era tardía y de mala calidad, dado que el fondo había sido tapado con una capa de pintura negra. Fue sólo cuando un experto sospechó que podría haber algo más debajo y se emprendió la restauración, que se demostró como lo que es, una obra excepcional.

Excepcional, en especial, porque apunta a detalles que no se pueden ver ya en la auténtica Gioconda. Es cierto que la mano que pintó la copia no supo -o no quiso- replicar el esfumato tan característico de Leonardo, pero no es menos cierto que la obra original ha adquirido un tono amarillento, debido al envejecimiento de los barnices, que apaga los colores y vela por completo muchos detalles, como el brazo de la silla donde se sienta la retratada, invisible ahora para cualquier visitante.

Quizás, si se acometiese la limpieza, ocurriría con La Gioconda lo que ocurrió con Las Meninas en los ochenta: un cuadro que parecía estar sumergido en un charco amarillento, turbio y sin brillo, recuperó su nitidez junto con la fuerza de sus grises y plateados. Quizás, retirado ese velo de mugre de La Gioconda, surjan unos colores tan vivos y refulgentes como los de la copia del Prado. Sin embargo, tal restauración es muy improbable, la pincelada de La Gioconda es tan tenue y delicada que el Louvre se arriesga a hacer un estropicio. A matar la proverbial gallina de los huevos de oro.

Aunque, quizás, el resto de aficionados al arte se lo agradeceríamos. Estaría bien visitar ese museo sin las hordas de turistas que sólo van a ver ese cuadro y a hacerse un selfie con él.

No hay comentarios: