viernes, 15 de octubre de 2021

Les films rêvés (Las películas soñadas, 2010) Eric Pauwels

Les films rêvés (Las películas soñadas, 2010) es la segunda película de la Trilogie de la Cabane (Trilogía de la Cabaña), de la que ya les había comentado su primera parte, Lettre d'un cinéaste à sa fille (Carta de un cineasta a su hija, 2000). Como ya les había indicado entonces, los fundamentos estéticos del estilo de Pauwels se resumen en una palabra: el Potlach. Este cineasta encarga a amigos y conocidos que le traigan secuencias filmadas -de sus viajes, de su vida cotidiana, de lo que encuentren- que luego el remontará y comentará en la cabaña que da nombre a la trilogía. Comentario y montaje que no tienen porque coincidir con lo que se ve o lo implicado por esas imágenes. A pesar de la disparidad de sus orígenes, de las diferentes intenciones con que se capturaron, Pauwels las va enhebrando en sus meditaciones. Divagaciones que avanzan trazando meandros, pero que al final conducen a una conclusión rectilínea.
 
Esta convergencia de  caminos incompatibles es tanto más sorprendente en una película como Les films rêvés, de tres horas de duración, que se disfraza de mera compilación de proyectos nunca emprendidos: esas películas con toda probabilidad nunca se acometerán, mucho menos completarán. Sin embargo, a medida que avanza el metraje se van encontrando concomitancias entre esas múltiples obras soñadas, que poco a poco componen resonancias. La primera es que se trata, en gran parte de esas historias, de relatos de viajes. Travesías que tienen mucho de odiseas y se yerguen verosímiles, cuando en realidad no pasan de leyendas, fabulaciones o, en el peor de los casos, falsificaciones y mentiras. Lo que no quita que continúen fascinándonos, incluso cuando descubrimos su falsedad, a la que hacemos caso omiso. Como dice el dicho italiano, si non é vero, é ben trovato, de manera que si las refutásemos, nuestra existencia, nuestra compresión del mundo quedarían amputadas.
 
Esa descubrimiento nos permite dar un paso adelante, esencial en la concepción que tiene Pauwels de la vida y del arte: sin sueños, la existencia no merece ser vivida. Y no basta con los sueños, es preciso tener tiempo para soñarlos. Ese tiempo libre que nuestra civilización actual, tan monetaria, tan eficiente, tan calvinista, se obsesiona con erradicar, puesto cada minuto debe ser dedicado al lucro, consumido en pos de la eficiencia. De ahí el poder de fascinación de estas historias a la vez falsas y verdaderas. Al igual que Pauwels, encerrado en nuestra cabaña, esos mitos, leyendas, cuentos y narraciones nos permiten ser otros, vivir otras vidas, recorrer espacios inalcanzables, conocer íntimamente gentes a las que jamás podremos hablar en persona. Sólo así podremos ser humanos. Humanos universales, además.

Hambre -y necesidad- de historias que nos conduce a otro punto fundamental: si algunas de estas historias, cuando no todas, no llegarán a ser filmadas no se debe a torpeza por parte del cineasta, ni a falta de interés por parte del público. Simplemente, son ya perfectas en el molde en que han sido transmitidas. Engalanarlas con imágenes enfáticas, coloridos decorados, ricas vestiduras, efectistas recursos de cámara o deslumbrantes efectos especiales, no les aportaría nada, incluso detraería. Su perfección está en ser contadas en persona, cara a cara, a la luz dorada de la iluminación nocturna, por un narrador que sabe cautivar a unos oyentes entregados. Se llega así a una conclusión paradójica para un cineasta: nos sobran películas, nos falta saber ver.

Esa es la clave. Vivimos en medio de una auténtica inundación de imágenes, todas con la pretensión de ser únicas, de ser definitivas, de ser decisivas, cuando en realidad son indistinguibles, conformistas, hueras. Defecto que no está tanto en ellas, sino en nuestra incapacidad -y nuestra pereza- a la hora de rechazarlas, de quedarnos con aquéllas que en realidad sean de utilidad. Hemos olvidado cómo se debe ver, hemos dado la espalda a la realidad, y eso nos lleva a aceptar cualquier golosina, incluso las que son amargas y venenosas.

Es quizás la hora de abandonar los cines, de olvidar las películas, de salir a las calles, para observar todo lo que nos rodea: los árboles, las nubes, los animales, las casas.

Y las personas. Ante todo las personas.

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