viernes, 1 de octubre de 2021

Comunidades rotas, Javier Rodrigo y David Alegre (I)

La capitulación incondicional, la consideración del civil como enemigo potencial, la movilización, control y coerción totales, la disolución de las fronteras entre los espacios y las nociones de lo público y lo privado y, sobre todo, la utilización de métodos totales de guerra a despecho de los más elementales principios morales (asesinato de civiles, internamiento preventivo y despiadado de soldados, depuraciones violentas de la población, exilios y desplazamientos forzosos, identificación del territorio como espacio de movilización enemiga) fueron los jalones de una guerras totales en los frentes y en las retaguardias de las guerras convencionales, o también totales con fronteras difusas en aquéllas de naturaleza irregular, donde la identificación propia y del enemigo se hizo también a través de elementos totales; todo o nada, el bien contra el mal. Esa es una de las claves propias de las guerras civiles que, sin embargo, rara vez ha sido destacada por la historiografía sobre las guerras contemporáneas: su carácter a la vez movilizador y nacionalizador, en la medida en que a través de las armas se dirimen conflictos de soberanía territorial, connacionalidad e identificación.

Comunidades rotas, Una historia de las guerras civiles, 1917-2017. Javier Rodrigo y David Alegre

El libro de historia al que pertenece el párrafo anterior es un libro magnífico, ya sólo por su premisa: narrar la historia del siglo XX -y lo que llevamos del XXI- desde el punto de vista de las muchas guerras civiles que lo han ensangrentado. No es una decisión arbitraria, ni baladí, puesto que en en este último siglo se ha producido un cambio substancial en el modo en que se libran los conflictos bélicos. No se trata ya de guerras interestatales, con frentes bien definido y unas reglas de combate respetadas por los contendientes, sino de conflictos civiles en donde toda delimitación es difusa y, aún peor, casi de inmediato derivan en guerras totales, cuyo objetivo primordial no es la conquista de territorio sino el exterminio del contrario, civiles incluidos.

Puede resultar chocante el afirmar que la guerra civil es el tipo de conflicto por antonomasia del siglo XX. Al fin y al cabo, ese siglo se caracterizó por dos sangrientas guerras mundiales, cada una de ellas epítome del conflicto entre estados, para luego, durante la guerra fría, rebosar de intervenciones militares a cargo de las dos superpotencias, EE.UU, y la URSS. Sin embargo, se suele olvidar que el epílogo de la primera guerra mundial -ese periodo que abarca desde el armisticio de 1918 hasta 1922- se compone de una serie de guerras civiles en el este de Europa -la Finlandesa, la Rusa y la Húngara- entre rojos y blancos, donde se observan todas las características de ese tipo de conflicto intestino. Justo las enumeradas arriba.

Asímismo, en el periodo de entreguerras tuvo lugar una guerra que constituye el paradigma de las guerras civiles contemporáneas. Me refiero, como es obvio, a la Guerra Civil Española, prólogo de la Segunda Guerra Mundial, que va a servir de laboratorio a muchos fenómenos que alcanzarán su plenitud en ese otro conflicto: desde la utilización de tanques y aviones como arma decisiva al uso del terror como arma contra la población civil o el exterminio en masa de oponentes y opositores. Sin embargo, la Guerra Civil española, en muchos aspectos, continúa siendo una guerra del pasado, casi decimonónica. Existen frentes definidos y ejércitos regulares, como en las guerras interestatales, al tiempo que el conflicto se dirime en una serie batallas y ocupaciones de territorios, no en una serie de escaramuzas confusas libradas por fuerzas irregulares y paramilitares, hasta que uno de los bandos se derrumba.

Por su parte, la Segunda Guerra Mundial tampoco es una guerra con una definición interestatal clara. De hecho, inaugura una evolución que va a tener una importancia capital en el futuro, como es el caso de la guerra de Vietnam: al conflicto interestatal o la intervención exterior se va a superponer a una guerra civil interna, bien abierta o larvada, según la fuerza e involucración de los ejércitos extranjeros. Un ejemplo claro es la campaña de Italia de 1943 a 1945, donde el combate entre aliados y alemanes se imbrica con una guerra civil entre italianos fascistas y fuerzas partisanas en la zona ocupada por los alemanes, mientras que en el frente de batalla combaten unidades regulares italianas de ambos bandos. Una cisura que se extiende a otros muchos países, incluso dentro de los  movimientos de resistencia que, en ocasiones, como el EDES y el ELAS en Grevia, o el AK y el AL en Polonia, o los Cetniks y Tito en Yugoeslavia, parecían más interesados en hacerse la guerra entre sí que contra los nazis.

La guerra civil, por tanto, es en un fenómeno indisociable de los conflictos bélicos de la primera mitad del siglo XX. Sería luego, en la tensa paz que conocemos con el nombre de guerra fría, cuando se convierte en el modelo preferente de la guerra. En gran medida porque una guerra interestatal entre las grandes potencias -o incluso entre las medianas- se tornó impensable, dado el peligro de derivar en una guerra termonuclear,  pero también como por el surgimiento de movimientos políticos inconcebibles antes de la Segunda Guerra Mundial, como la descolonización. Esas guerras de descolonización no se podían entablar entre ejércitos convencionales, ya que una de las partes, la oprimida por las potencias europesas no disponía de ellas, sino mediante el uso de guerrillas y otras tropas irregulares. Conflictos, no se olvide, donde ya no existían frentes definidos y donde los combatientes buscaban mimetizarse entre la población civil, lo que les llevaba a tornarse indiscriminados, como el caso de Vietnam, donde el poder militar omnímodo de los EE.UU se consumió en represalias ciegas contra inocentes

Vietnam se convirtió así en el paradigma de esta nueva forma de guerra civil. Si en la Segunda Guerra Mundial, las guerras civiles surgían al socaire de las operaciones convencionales, en este caso la guerra civil es atizada -y eternizada- por la intervención de un ejército extranjero a favor de uno de los contendientes. Esa intromisión externa enturbiaba el carácter de conflicto intestino -más en el contexto de guerra por poderes tan típico de la guerra fría- pero no lo ocultaba por completo, ni era capaz de dirirmilro. Así, a la retirada americana de Vietnam siguieron dos años de guerra abierta entre el norte y el sur, al igual que ocurrió en Afganistan tras la marcha de los rusos o de forma cataclísmica, en ese mismo país, hace apenas unas semanas.

Sin llegar a los extremos de Vietnam o de Afganistan, lo cierto es que las contiendas de tiempos de la Guerra  Fría, ya fueran conflictos de descolonización o combates por poderes entre las ideologías dominantes, fueron en su gran mayoría conflictos civiles. Durante la larga partida de ajedrez entre la URSS y los EE.UU. levantar una insurgencia contra un gobierno enemigo era un método muy poderoso de combate, en especial contra regímenes debilitados por la corrupción y la venalidad, ya fuera en forma de guerrillas marxistas/maoístas contra dictaduras latinoamericanas, o en forma de las "contras" que asediaron el régimen sandinista nicaragüense o los muyahidnes afganos que pusieron en jaque al Ejército Rojo. Efectividad que, no obstante, sólo se lograba a largo plazo, cuando el coste del conflicto obligaba a la superpotencias a tirar la toalla. Los conflictos, por tanto, se enquistaban, con el consiguiente sufrimiento de la población.

Ese enquistamiento se ha convertido en un rasgo característico de las guerras civiles, tanto peor a medida que iba avanzando  eliglo. Si las que siguieron a la Primera Guerra Mundial se cerraron en pocos años, las de Vietnam o Afganistan han consumido décadas enteras. Las guerras civiles acaban por adoptar una dinámica propia, que las lleva a perpetuarse, lo que explica que conflictos como el de Afganistán, nacidos de la tensión entre las dos superpotencias, continuasen tras el fin de ésta. Aún peor, el fin de las cisuras ideológicas -capitalismo frente a comunismo- y de la gran partida de ajedrez de la guerra fría, no ha supuesto el fin de las contiendas civiles, que se han multiplicado en los últimos treinta años. El nacionalismo, el racismo y la religión se han revelado motivos igual de válidos para desencadenar esas guerras intestinas, que se han revelado cada vez más mortiferas, tanto por su duración como por el armamento empleado y, en especial, porque todas ellas acaban siendo genocidas.

El paradigma de ese nuevo tipo de guerra civil, en donde la victoria se alcanza mediante el genocidio, podría ser la larga guerra del Congo, con un número de víctimas que supera los millones y que ha ido incendiando país tras país, hasta poder ser calificada, en la primera década de este siglo, como guerra mundial, o al menos continental. No es que la situación haya mejorado mucho en la década del 2010 o en esta que empieza, ya que los países de Oriente Próximo -Siria e Irak- no son más que ficciones, mientras que el Sahel africano no es otra cosa que un inmenso campo de batalla, mientras que la guerra del Congo sigue activa, Libia ha dejado de existir y Etiopía va por ese camino. Sin olvidar, ya en la antesala de Europa, la guerra de baja intensidad entre Rusia y Ucrania, el avispero balcánico, o las hostilidades entre Armenia y Azerbayan, recíen despertadas.

Parecería que este siglo XXI va a presenciar un recrudecimiento de esos conflictos bélicos, además en su vertiente mas sucia, la civil, que siempre desemboca en genocidio.






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