sábado, 9 de octubre de 2021

Comunidades rotas, Javier Rodrigo y David Alegre (II)

El número de víctimas es imposible de calcular con una mínima exactitud, pero vale decir que en el marco del conflicto (Guerra de Liberación de Bangladés en 1971) tuvo lugar una campaña eliminacionista contra la comunidad bengalí. Desde el punto de vista académicp, existe acuerdo a la hora de considerar este episodio de matanzas colectivas como un genocidio, que con toda probabilidad costó la vida de un millón de personas, puede que más, y que asímismo incluyó la violación de masas como arma de guerra, afectando a unas 200.000 mil mujeres. A tal efecto, se crearon instalaciones o centros donde muchas de éstas eran retenidas y violadas de forma sistemática por soldados pakistaníes y sus aliados autóctonos de origen bengalí o biharí. Sin embargo, las agresiones también se llevaban a cabo en grupo y delante de los familiares de las víctimas, que en muchos casos eran repudiadas a causa del peso de una tradición patriarcal donde el mantenimiento de la pureza de la mujer era considerado un factor fundamental.

Comunidades rotas, Una historia de las guerras civiles, 1917-2017. Javier Rodrigo y David Alegre

En una entrada anterior, ya les había hecho una pequeña presentación del libro Comunidades rotas, de Javier Rodrigo y David Alegre, magnífico estudio del siglo XX -y lo que llevamos del XXI-, desde el prisma de las guerras civiles. La primera conclusión del estudio es que, a lo largo de ese periodo de tiempo, se ha producido un mutación en la tipología de las guerras: la guerra interestatal se ha vuelto cada vez más infrecuente, substituida por las guerras civiles. No significa que los estados no se hagan la guerra los unos a los otros, sino que aprovechan las guerras intestinas de otros estados para resolver allí sus diferencias, por intermediarios y sin necesidad de recurrir a movilizaciones generales que pudieran enajenarles el apoyo de sus ciudadanos. Por otra parte, las pocas guerras interestatales que habido desde la Segunda Guerra Mundial indefectiblemente han derivado en conflictos civiles. La desestabilización que toda intervención -o invasión- provoca en el país afectado deja al descubierto sus cisuras internas, antes ocultas por la presencia de un poder estatal, derivando rápidamente en guerra civil, más o menos larvada. Incluso llegando a extenderse, de manera especular, a la sociedad del país invasor.

Sin embargo, podría objetarse que qué importancia -o relevancia- tiene esta metamorfosis del conflicto bélico. De acuerdo con cierto optimismo de raigambre (neo)liberal, de 1945 para acá cada vez ha habido menos guerras, al tiempo que esas pocas han causado muchos menos muertos, en media, que los estimados para el periodo 1914-1945. Se podría deducir que la guerra -y el sufrimiento que acarrea- ha ido tornándose menos frecuente, como conviene al progreso imparable de la civilización. De hecho, podría alegarse como prueba, las que aún quedan se libran en regiones periféricas, en países que no han completado su evolución hacia la modernidad, mientras que en Occidente -y en otros estados como China, Japón o India- se vive una larga paz que no tiene visos de terminar en el futuro.

El problema es que desde el final de la guerra fría esta situación tan prometedora ha ido deteriorándose de manera irremediable -y casi irreversible, en mi opinión-. Ya la caída de la Unión Soviética y del bloque del Este, completada en 1991, se vio seguida por las sangrientas guerras de Yugoeslavia, las múltiples guerras de Chechenia, el conflicto eterno entre los EE.UU e Irak o el descenso definitivo de Afganistán hacia el abismo. Conflictos, en su mayoría civiles, que podían interpretarse como el epílogo a la caída del comunismo en occidente -pero no en China, Corea o Viet-Nam-, que, sin embargo, en la década siguiente se  van a revelar prólogo de un nuevo (des)orden mundial. Y no, no me refiero a la irrupción del islamismo radical del 11-S, que cumple ya 20 años, sino a la consolidación de una nueva figura política en el ámbito internacional: el estado fallido.

El primero, o al menos el primero en pasar a la memoria popular, es Somalia. Un estado surgido del proceso descolonizador de los sesenta que dejó de existir a mediados de los 90, siendo substituido, tras un largo proceso de guerras civiles e intervenciones exteriores, por una constelación de estados sucesores que aún no han sido reconocidos por la comunidad internacional. Vacío de poder que, además, no ha quedado constreñido a una esquina olvidad del mundo: el auge de la piratería, propiciado por el vacío de poder somalí, amenaza rutas marítimas esenciales para le comercio internacional. Es en esas fechas en las que se constituyen también otros estados fallidos como el Bosnia o el de Afganistán, el primero que sólo se sostiene por su calidad de protectorado de la Unión Europea, el segundo que parece que sólo cobra cierta estabilidad cuando gobiernan los talibán.

A ese núcleo original se han ido uniendo, en las décadas que siguieron, muchos otros. El Zaire/Kongo, en primer lugar, donde se libró una larga civil con millones de muertos que degeneró en guerra panafricana; pero también todos los países del Sahel, de Mali a Sudán, desgarrados entre el islamismo radical y los poderes estatales -o paraestatales- situados en las regiones meridionales de estos países. Sin olvidar la guerra civil en marcha desde hace unos meses en Etiopía, que ha dado al traste con una potencia regional del continente africano y que puede derivar en secesión/partición. En lo que respecta al mundo árabe, la intervención militar estadounidense en Irak y la guerra civil en Siria han tornado inviables dos países que eran puntales de la región, pero que ahora son meras sombras de su pasado. Sus  territorios están al borde de la fisión, con regiones semiindependientes o ocupadas por otras potencias, como Turquía. Sin olvidar que, a mediados de la década pasada, estuvo a punto de constituirse un nuevo estado, a caballo entre Irak y Siria: el Estado Islámico de Irak y Levante, más conocido como ISIS.

La lista sería interminable. Piénsese en la Libia tras Gadafi,  rota en señoríos de la guerra, o en el estado de preguerra de Myammar, tras el enésimo golpe militar. Lo importante es que todos estos estados fallidos son el producto de guerras civiles, que en muchos casos continúan activas. Y aquí radica el auténtica problema. Las guerras civiles actuales tienden a enquistarse, a tornarse interminables, con casos como el de Afganistán, de más de cuarenta años de duración, o el de Somalia, que está ya en su tercera década. Tanto peor cuanto que las guerras civiles se caracterizan por no obedecer ninguna ley. Mejor dicho por obedecer a una sola: la victoria se consigue con el exterminio del contrario, bien sea mediante genocidio o deportación. Las guerras civiles se saldan, por tanto, con centenares de miles de muertos, incluso millones, entre la población civil, acompañadas por movimientos de población ingentes, de millones de personas, hacia los países vecinos, que pueden conducir a su desestabilización en un efecto domino imparable. Sólo hay que pensar que la guerra civil del Zaire/Kongo tuvo su origen en los campos de refugiados hutus creados tras otra guerra civil, la de Ruanda, acompañada de genocidio contra los tutsis.

Malas, malas perspectivas para el futuro, teniendo en cuenta, además, el giro reciente hacia el nacionalismo agresivo en nuestro occidente civilizado. Ya saben ese mismo que ha terminado para siempre con las guerras.

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