jueves, 29 de abril de 2021

Las nieblas de nuestro medievo (III)

Lo mejor era mantener e intensificar la estrategia del hambre. Ordeno pregonar ante las murallas que todo aquel que osara salir de la urbe sería quemado vivo. Desde ese punto, emergió el Campeador más sanguinario y brutal, que aplicaba medidas extremas contra todo aquel que consiguiese apresar. Cumplió sus amenazas y mandó a la hoguera a algunos ante los ojos de todos; ciertos días, llegó a quemar hasta a diecisiete personas. A otros los arrojaba a perros para que los despedazaran vivos. Los que lograban escapar de este destino atroz era porque resultaban capturados sin que lo supiera Rodrigo y eran enviados a «tierra de cristianos» para ser vendidos allí como esclavos, sobre todo jóvenes y mujeres vírgenes. Si tenía conocimiento de que algún reo tenía parientes ricos en Valencia lo torturaba colgándolo en los alminares de las mezquitas de fuera de la villa y apedreándolo allí mismo. Algunos musulmanes de Alcudia cuando entendían que aquellos correligionarios estaban a punto de morir, solicitaban que fueran liberados y que les permitiesen vivir con ellos en el arrabal.

David Porrinas González. El Cid, Historia y mito de un señor de la guerra.

Hablar de El Cid es una tarea difícil. Al contrario que otros personajes históricos, permanece vivo en la memoria popular, aunque sea en forma de leyenda. El debate, por tanto, no queda restringido a los círculos académicos, en términos casi incomprensibles para los legos, sino que afecta e involucra creencias aprendidas durante la infancia, inseparables de la propia personalidad. Tanto peor cuanto el Cid ha adquirido, a lo largo de la historia, tintes de mito fundacional, encarnación de las esencias de un país, bandera en torno a la cual reunirse para defenderse del enemigo.

En ese sentido, como bien señala David Porrinas en el último capítulo de su excelente libro sobre El Cid, es válido y pertinente realizar un ejercicio de metahistoria, Ya desde el mismo momento de su muerte, en 1099, comienza un proceso de mitificación, de inclusión de elementos bigger than life, evidente incluso en las mismas crónicas contemporáneas y que alcanza su primera cumbre literaria con el Cantar del Mío Cid, escrito hacia 1200. Una datación que, al modo postmoderno, nos ofrece una pista sobre lo que realmente estaba contando esa obra anónima: si las andanzas de El Cid tenían lugar en tiempo de la amenaza almorávide, el poeta del Mío Cid era contemporáneo del ascenso de los almohades. 

El Cid se convertía así en un defensor de la cristiandad, en baluarte invencible frente a los invasores musulmanes, sirviendo de esperanza y ejemplo a los cristianos peninsulares de su tiempo, asediados por los enemigos exteriores. Esa imagen perduraría a lo largo de la edad media, vía los romances del XIV y el XV, pero paulatinamente, a medida que el Islam fuera dejando de ser un elemento determinante en la historia de los reinos cristianos, se iría tiñendo de elementos novelescos, en forma de su romance juvenil con Jimena. Sería así como quedaría plasmada en el Edad de Oro de la literatura castellanas, tanto en  Las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro, o la copia francesa de Corneille. 
 
La figura de El Cid resucitaría en el siglo XIX, durante el periodo de prostración de la corona española tras la invasión napoleónica, como símbolo de pasadas grandezas y esperanza en que revedercieran, pero también, como denunciaba Joaquín Costa, en estado de momia desecada, de espantajo inútil del que valía más librarse cuanto antes, si se deseaba rescatar a España del marasmo en que se hallaba sumida. El Cid y el siglo XX parecían destinados a seguir caminos divergentes, ya que la figura del guerrero cristiano poco tenía que ver con la ansiada modernidad a la europa

Sin embargo, la ascensión del ultranacionalismo de derechas, seguida de la larga dictadura de Franco, elevaron esa reliquia del pasado al rango de pilar ideológico del nuevo régimen. Como ocurrió con los fascismos coetáneos, el pasado de la nación fue saqueado en busca de precursores de la figura del líder. Franco era así un nuevo Cid que había expulsado del territorio de la patria a los enemigos seculares de la religión y la unidad de España: en esta ocasión, izquierdistas y demás ralea. Canonización laica que no evitó que al final del periodo franquista se produjese un giro inesperado: la transformación del Cid en icono pop, visible ya en la película de Anthony Mann de los sesenta y definitivo en las series de animación de décadas posteriores. Giro que concluiría en pirueta, cuando el ascenso de la ultraderecha refundada volviera a convertir a El Cid en guerrero invencible, defensor de valores eternos.

Como pueden imaginarse, Porrinas desarrolla esta metahistoria del mito del Cid con muchos más detalles y, aún así es sólo una parte mínima del libro. En realidad, como ya ocurría con la obra de  Francisco García Fitz, Las Navas de Tolosa, el personaje histórico es sólo una excusa para estudiar la época en que vivió el personaje: el último cuarto del siglo XI. Un tiempo en el que tienen lugar dos acontecimientos fascinantes: la guerra de sucesión por la herencia de Fernando I entre sus hijos, junto con la llegada, poco después, de los Almoravides y su ascenso a potencia dominante de la península. Sin olvidar el telón de fondo de los reinos de Taifas, al tiempo víctima de razzias de los reinos cristianos y lugar de refugio de facciones derrotadas, refugiados, mercenarios y aventureros. Papeles que el Cid jugó en una u otra ocasión.

Ese vagar del Cid, de corte taifal en corte taifal, sin reparos a combatir a otros cristianos -con la salvedad de Alfonso VI- y su conversión en condotiero independiente que busca fundar su propio feudo -al estilo de Gerardo Sempavor, un siglo más tarde- sirve para derribar una buena porción de mitos: el principal el de la oposición radical entre cristianos y musulmanes, expresada en tiempos de Franco en términos de la Guerra Fría.La frontera cristiano-musulmán era porosa en ambos sentidos, tanto al tráfico de personas como al de ideas, al tiempo que ninguno de los bandos tenía reparos en apoyarse en los creyentes de la religión contraria para conseguir sus fines.

 De hecho, la toma de una ciudad casi inexpugnable como Toledo sólo se explica por la larga estancia de Alfonso VI, como fugitivo de su hermano Sancho II, en esa ciudad musulmana. De allí se tejieron relaciones, contactos e intereses que serían determinantes para que Alfonso, ya rey único, se inmiscuyera en la política de la taifa toledana y consiguiera, en 1085, una capitulación negociada. Relaciones estrechas que no implican una convivencia pacífica, los reyes cristianos, al estilo de los gangster americanos del siglo XX, cobraban protección a los reyes de taifas -las llamadas parias-, si no querían ver sus territorios saqueados y su población vendida como extraña.

Esa crueldad de la guerra medieval es un elemento del que, curiosamente, la leyenda ha querido eximir a El Cid. En sus acciones siempre habría sido caballeroso, compasivo y magnánimo. Sin embargo, como bien indica Porrinas, no es posible disociar a un personaje histórico de la mentalidad de su entorno. Las atrocidades como advertencia eran un arma política reconocida y aceptada por todos. Arrasar una fortaleza que se hubiera defendido o rebelado, ejecutar a sus defensores y vender a los supervivientes como ejemplo, era una manera de aterrorizar a los enemigos e inducirles a una capitulación honrosa. 

Eso no quita que fueran considerados por lo contemporáneos -mejor dicho, por los contemporáneos del otro bando- como actos abyectos y repulsivos. En ese sentido, El Cid no se diferencia de sus contemporáneos, como buen demuestra el asedio de Valencia. Un sitio de larguísima duración, donde las tropas de El Cid no tenían capacidad de asaltar la ciudad y el único medio era por el hambre. Sin olvidar que, de manera periódica, los Almoravides se presentaban ante las puertas para levantar el asedio, lo que sólo impedía la audacia, la experiencia y la suerte de El Campeador. Campaña durísima donde El Cid fue aplicando medidas cada vez más draconianas, como queda reflejado en la cita que abre esta entrada.

Al final, el sitio concluyó por capitulación, no sin que antes se desencadenasen luchas intestinas entre los asediados y luego El Cid exigiese la ejecución de los cabecillas. A cambio, se permitió a los habitantes mantener su religión y se les dio seguridades de que no perderían su libertad y sus derechos. Este trato de tolerancia e indulgencia hacia los musulmanes pasó a ser parte de la leyenda de El Cid -siendo subrayado por los ideólogos franquistas, deseosos de justificar el protectorado de Marruecos- pero no duro mucho. En cuanto El Cid se vio seguro comenzó a recortar esos derechos y libertades, proceso acelerado con la llegada del obispo Jerónimo.

Aventura que, como la empresa almeriense de Alfonso VIII en el siglo XII, quedó en nada. A la muerte de El Cid sin herederos varones, el reino se tornó indefendible frente a los almoravides. Alfonso VI, dos veces derrotado por ellos, en Sagrajas y Consuegra -aún sería vencido una vez más, en Uclés- no tenía ningún interés en adentrarse en tierras tan lejanas de las suyas.





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