viernes, 2 de abril de 2021

Dramas sagrados

Młyn i krzyż (El mólino y la cruz), película polaca dirigida en  2011 por Lech Majewski, me ha dejado un tanto desconcertado. Creo que necesitaré un segundo visionado para decidir no sólo si me ha gustado o no, sino, en especial, si se trata de una buena o mala película. Les adelanto que se trata de una obra de grandes ambiciones, tanto formales como ideológicos, que no sé aún muy bien si acaban de cuajar o se quedan en un mero un acúmulo de pretensiones. 
 
Pero vayamos por partes.
 
El punto de partida de Młyn i krzyż  es un tanto inusual. Su tema es una pintura de Pieter Brueghel el Viejo, el Camino del Calvario del Kunsthistorisches Museum vienés, a la que se dota de movimiento y vida, al estilo de aquellos Tableux Vivants de tiempos pretéritos. En esa tarea se ve ayudado por las nuevas tecnologías fílmicas, capaces de hacer realidad imposibles físicos, como el inmenso molino encaramado en un pináculo rocoso que preside el cuadro.  La película rebosa así de una innegable belleza plástica, expresada en una recreación minuciosa de todo lo que se representa en el cuadro: personajes, vestimentas, situaciones. Tarea muy difícil, dada la tendencia de Brueghel, como otros flamencos, a convertir sus cuadros en hologramas del edificio social, desde los más miserables mendigos a los más altos potentados.
 
Si la película sólo se quedase ahí, en recración lujosa y pormenorizada, no tendría mayor trascendencia, fuera de su carácter de reto técnico. Sin embargo, la cinta se mueve hacia otras direcciones mucho más interesantes, tanto temática como formalmente. En primer lugar, dado su origen en una cinematografía, como la polaca, con una tempo fílmico muy distinto al apresuramiento hollywoodiense, la cinta no tiene miedo a entretenerse, retardarse y perderse en vericuetos. Su primera media hora, tras la breve introducción inicial, es una película muda, durante la que, sin ningún tipo de explicaciones, se nos invita a contemplar, a descubrir, las reglas de un mundo pasado al que, no se olvide, sólo conocemos a través de representaciones, ya sean plásticas o literarias.

Esa primera parte, más abstracta y experimental, se compensa con un segundo tramo - el ilustrado en las capturas que abren esta entrada- en la que el propio Brueghel nos guía a través de los secretos del cuadro. Al enfrentarse con estas obras del pasado hay que tener en cuente que el acabado formal era una herramienta, incluso para el propio artista. Importante, cierto, pero al servicio de un mensaje, de una cosmovisión que podía ser la del comitente o la del creador. En este caso, la plasmación en imágenes de complejos conceptos teológicos, como la invisibilidad del mensaje del Cristo, cuya figura ocupa el centro del cuadro, pero en quien ningún personaje repara. O la substitución de la figura de dios padre por la del molino antes citado, alusión también al papel creador y sustentador de la divinidad, así como su apartamiento del mundo.

Mensaje teológico que a su vez deriva en político. No hay que olvidar que cuando se pinta el Camino del Calvario, Europa está escindida por las múltiples reformas protestantes. En concreto, en la patria de Brueghel, Flandes, estaba a punto de estallar la rebelión que, tras ochenta años, llevaría a la secesión de los Países Bajos. El calvario adopta así un claro tono político, con la Corona Hispana adoptando el mismo papel opresor que el Imperio Romano en tiempos de Jesucristo. Analogía subrayada porque, en el cuadro, los legionarios romanos visten como las milicias de los gobernadores españoles de Flandes.

Comparación que va un paso más allá, ya que, en la película, la crucifixión ocurre en tiempo presente, ante los ojos de Bruegel, testigo y cronista del martirio de Jesús. Solución que sirve para cerrar el círculo, ya que si habíamos recreado el cuadro, ahora se trata de recrear el ambiente intelectual: la conexión personal de los creyentes con los hechos sagrados obligaba a esa cercanía, a concebir los hechos como posibles en el tiempo del espectador. Algo que a nosotros, en un tiempo en que la religión ha desaparecido del espacio público, nos suena a anacronismo.




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