En la entrada anterior, sobre Agnès de ci de là Varda, (Agnès, de aquí y de allá, Varda, 2011) les señalaba como Agnes Varda, a pesar de su avanzada edad, se negaba a dejarse arrumbar, a quedar relegada al papel de egregia gloria del pasado. Aún se consideraba capaz de aportar a un mundo, el del arte, que había conformado su vida por entero, e incluso conservaba la ilusión para comprender, sentir y participar en propuestas de los artistas jóvenes, tan lejanas, en apariencia, de lo que ella había aprendido y amado en su juventud.
Visages, villages (Caras y lugares, 2017) es un paso más en esa dirección, en ese loable empecinamiento por mantenerse viva y conectada. En esta película, Varda se asocia con un artista joven, llamado JR, cuyo estilo consiste en tomar fotografías de las personas con las que se encuentra en sus viajes, para ampliarlas luego a un tamaño gigantesco y pegarlas en las paredes de los lugares que habitan. A modo de homenaje y recordatorio, para todos nosotros, paseantes distraídos, de las muchas vidas anónimas que nos rodean y a las que no dedicamos pensamiento alguno.
El pasado de Varda como fotógrafa, así como su constante búsqueda del otro, explica el porqué de esa asociación. Sin embargo, como lo película muestra, con encomiable sinceridad, las fricciones son inevitables. Las diferencias entre ellos -de edad, de aspiraciones, de presupuestos estéticos- son insalvables, lo que motiva que Varda y JR no acaben de engranar -aunque sea clara la admiración y el respeto mutuo que se profesan-. Quizás sea ése el mayor pero que se le pueda poner a la película: las visiones de sus creadores no terminan de coincidir,. lo que lleva a que se quede en una incómoda tierra de nadie.
Sin embargo, esto no significa que Varda no se las arregle para incluir sus obsesiones: el encuentro con los otros. En especial, los marginados y los olvidados. Por ejemplo, en el caso de un hombre que vive al margen de la sociedad, pero que ha sido capaz de crearse su propio paraíso en esta tierra. Demostrando, como si esto fuera necesario, que la belleza -y la grandeza- pueden surgir y fructificar en los lugares más insospechados. O las mujeres de los estibadores de Le Havre, tan duras, tan esforzadas, tan independiente, como sus maridos, pero cuya existencia se borra de todos los relatos, y a las que Varda dedica un bien merecido homenaje.
Inclinación de Varda que concide -y explica- su afinidad con JR. Si este fotógrafo, con sus fotografías gigantes, nos obliga a reparar en las vidas anónimas, Varda no ha hecho otra cosa en toda su filmografía. Sus películas no se centran en los héroes, mucho menos en los triunfadores, sino en todos aquéllos que apenas se las arreglan a llegar a fin de mes, pero cuyo sacrificio -y heroísmo- no tiene que envidiar al de los ganadores que aparecen en todos los medios. Si olvidar, por supuesto, a los perdedores, a todos quienes se quedaron fuera de esta sociedad -o les forzaron-, pero cuya experiencia vital -y sus logros- no desmerecen a los de los triunfadores.
Revisión, por tanto, de una Francia -de un Occidente- invisible, ausente de los noticiarios, que concluye en una nota de tristeza. A pesar de la nostalgia evidente en toda la cinta, de la conciencia de la vejez de la directora, de su pronta desaparición, de la pertenencia a un mundo que cesó de existir, de estar presente, hace varias décadas, sus vagabundeos sirven para mantenerla en contacto con un mundo que ya había dejado de ser suyo. La confirman como alguien válida y necesaria.
Hasta que marcha, junto con JR, a visitar a su colega y coetáneo Jean-Luc Godard, nombre imprescindible en la historia de la cinematografía, pero que se comporta como un cerdo con ella, negándole la entrada a su casa. Actitud tanto más mezquina dada su estrecha amistad de antaño -tanto con ella como con su difunto marido Jacques Demy- y que lleva a Varda al borde de las lágrimas.
Escena que, de ser cierta, no haría más que confirmar mi mala opinión sobre el Godard-personaje. Ojo, sobre Godard como persona, no como cineasta.
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