Hace unas semanas, les comenté Baraka (2012), la respuesta de Ron Fricke a las Qatsis de Godfrey Reggio, en cuya primera entrega, Kooyanisqatsi (1982), había colaborado. Dado que Fricke había sido el director de fotografía de la primera Qatsi, esperaba que Baraka fuera esteticista, cuando no manierista. Sin embargo, se trataba de un contundente alegato político, sin nada de la ambigüedad ideológica de Koyaanisqatsi, en donde Fricke contraponía el ímpetu devastador del mundo moderno a la paz que, para él, sólo podía hallarse en la religión.
Samsara (2021) - referencia al ciclo de las reencarnaciones central al Budismo e Hinduismo- es una clara continuación de Baraka, en cuya temática profundiza, adoptándo incluso su estructura ternaria: religión-modernidad-religión. Sin embargo, en Samsara, las partes dedicadas a lo sagrado han quedado reducidas a breves prólogo y epílogo. Lo que domina, en la mayor parte de su metraje, es la civilización tecnológica y tecnificada, no limitada ya a Occidente y a sus epígonos orientales y americanos, sino extendiéndose a todos los rincones del mundo. Contaminando incluso a las sociedades más "primitivas", más "aisladas", en cuyos ritos y costumbres se han insertado, de modo chocante, los objetos producidos por la sociedad de consumo.
Sociedad de consumo cuyo unica razon de ser, solo motor que la mantiene en existencia, es producir sin descanso. Producir, para luego destruir casi de inmediato lo mismo que ha creado con tanto esfuerzo, en cantidades incontables. Objetos sin alma, indistinguibles los unos de los otros, que se producen en serie, en cadenas de montaje que nunca se detienen, donde cada acción ha sido estandarizada, uniformizada, para conseguir el máximo rendimiento, la máxima eficacia, el máximo beneficio. Sin pensar jamás en las personas que tienen que construirlos, tan prescindibles como los mismos bienes que construyen.
Dos conceptos, el de producción en serie y el de la cadena de montaje, inseparables el uno del otro, que han abandonado el recinto de las fábricas para convertirse en ley y símbolo de toda nuestra civilización planetaria. Todas nuestras acciones, todas nuestras diversiones, todas nuestros apetitos y pasiones, están cortados por un único y mismo patrón, confeccionado con nuestro consentimiento y aprobación, aun cuando nada de personal, de propio, ha quedado en ellos. Esa discordancia, silenciada, pero igual de poderosa en su clandestinidad, nos fuerza a buscar caminos, vías, alternativas para individualizarnos. Para mostrar a los demás que no somos otro engranaje en la máquina, aunque nuestra rebeldía, en demasiadas ocasiones, sea pefrabricada y adquirida. Ridícula, en una palabra.
Huimos, por tanto, de una realidad hiriente y desgarradora, pero nuestra fuga nos vuelve a llevar al mismo sitio. Nos creamos paraísos artificiales a nuestra imagen y semejanza, donde todo objeto natural ha sido substituido por una copia artificial, mejorada y sin defectos, pero que en vez de colmar nuestra soledad, sólo refleja nuestro propio vacío. O bien, temerosos de que el mundo nos amenace con devorarnos, nos encerramos en nuestros jardines privados, apilando en ellos todo tipo de armas. Para así defendernos de nuestros semejantes, tan aterrados y tan violentos como nosotros mismos. Unos arsenales que sólo son posibles, de nuevo, por esas cadenas de montaje siempre en funcionamiento, en las que se resume y concluye nuestro mundo.
¿Hay salvación? Les había señalado ya como, en Samsara, la religión había sido expulsada de su posición dominante en el metraje de Baraka. Su hueco había sido ocupada por otra fuerza no menos poderosa: la muerte. Todas las civilizaciones han encontrado su fin, nada parece asegurar que la nuestra vaya a ser distinta. Quizás seamos ya muertos vida, sólo que no nos hemos dado aún cuenta.
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