Como sabrán, desde que comencé a revisar la obra de Agnès Varda me fascinó su libertad creativa. No tanto libertad, sino su negativa a reconocer las barreras entre géneros. Sus obras son tanto documentales como ficciones, diarios de viajes y recreaciones, cortos concebidos como largos y largos compuestos por cortos, cine experimental y narrativo, estricta ilusión moderna y quiebra postmoderna de la cuarta pared. Pinceladas aisladas sobre su arte que ocultan la auténtica definición: Varda es una espigadora, como los muchos que aparecían en
Les Glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora, 2000). Al igual que ellos, Varda va tomando de aquí y de allá, reuniendo imágenes, impresiones y encuentros, que luego nos muestra orgullosa, como conviene a una coleccionista.
Esta concepción del cine, como espigueo, está presente en todo su cine en mayor o menor medida, de manera llamativa o solapada. No obstante, es en la serie de televisión Agnès de ci de là Varda, (Agnès, de aquí y de allá, Varda, 2011) donde llega a su máxima expresión. Se trata de un diario filmado en el que la directora va detallando sus encuentros a lo largo de un año. ¿Qué clase de encuentros? En su doble carácter de videoartista y directora, Varda va saltando de exposición a exposición, de festival de cine a festival de cine, mostrándonos, en cada parada, qué tiene lugar allí, con quién se encuentra.
Agnès de ci de là Varda no se reduce a un largo listado de honores y homenajes dedicadas a la directora. Tampoco es un quién es quien del mundillo artístico a primeros del siglo XXI. Otra de las características de Varda es estar en una constante búsqueda del otro. Si algo le llama la atención -una pintura, una escultura, una instalación, una performance, un grafitti- lo siguiente que ocurrirá es que Varda nos presentará a la persona detrás de ese objeto y esa acción. Es más, se apartará, abandonará el encuadre y permitirá que ese ser humano se exprese con toda libertad, sin intentar mediatizarlo ni, mucho menos, erigirse en protagonista, defecto tan común, y tan perverso, en el género documental actual.
Esa atención constante al otro implica a su vez un interés constante por lo nuevo. Tanto en su práctica, artística como en sus gustos, Varda no tiene reparos en apreciar -y disfrutar- las nuevas formas que las generaciones más jóvenes está creando. No se refugia en una edad de oro pasada, de ordinario identificada con el tiempo de nuestra juventud, sino que entiende el arte como un camino interminable. No de perfeccionamiento hacia el ideal, sino de descubrimiento constante, en donde todos, sin importar edad, logros o experiencia previa, se hallan en una posición de igualdad. No se podía esperar menos de una creadora, como Varda, que fue -sucesivamente y al tiempo- fotógrafa, directora, videoartista y performer. Abierta a todas las propuestas, participante en la mayoría, sin motivos para tornarse juez de ninguna.
Lo que no evita que su mirada se torne melancólica en ocasiones, tanto más cuanto más recientes son su películas. Es ya una mujer anciana -tenía más de 80 años cuando firmó Agnès de ci de là Varda-, casi la única superviviente de toda una generación, la de la Nouvelle Vague, la revolución del 68 y la contracultura. Lo quiera o no, su relato se puebla de muertos egregios. Nombres aureolados de gloria, elevados a un pedestal, tornados en estatuas intocables, pero que para Varda eran personas reales, incluso amigos íntimos, separados ya para siempre por la muerte, que por ahora la ha olvidado a ella.
Sentimiento de la mortalidad, cercanía insoslayable del paso a la inmortalidad de las enciclopedias que no se transforma nunca en desánimo, mucho menos en desesperación. Hay que seguir viviendo, experimentado y disfrutando hasta el último instante. Formar parte de un mundo en constante renovación y, más importante aún, levantar acta de sus muchas sorpresas y maravillas.
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