miércoles, 3 de febrero de 2021

El infierno en la tierra (y II)

Lo más sorprendente de este ramillete de predicciones falsas es que parte de premisas a menudo ciertas. Sí, la oficialidad del Ejército Rojo es, en 1941, inferior a su adversario, pero puede aprender, y deprisa. Sí, la economía soviética es frágil y mal dirigida, pero sabe producir de modo masivo, improvisar, movilizarse en medio del caos que ella misma genera. Sí, los campesinos serán renuentes, a diferencia de 1812, a la hora de tomar las armas contra el invasor y más bien buscaran un acomodo; al menos mientras esperen ser tratados mejor por Hitler que por Stalin. Sí, a pesar del delirio racial y antibolchevique del Estado Mayor alemán, es patente el fracaso de los servicios de información y el análisis estratégico de Hitler,que pensaba que la Unión Soviética era una presa a merced del Tercer Reich. Habría que haber utilizado en su contra sus debilidades internas, como lo había hecho la Alemania de Guillermo II en 1917, utilizando la carta de Lenin. Pero no quiere ni oír la utilización del resentimiento nacional y social de ucranianos y báliticos, Esas fuerzas sólo las utilizará, durante las semanas siguientes a la invasión, para atizar los progroms y reclutar una policía nativa. En lo que se refiera a las « viejas tierras soviéticas», es decir, « la antigua Moscovia», ni se plante buscar apoyos allí. Dos días antes de la ruptura de hostilidades, Rosenberg, encargado desde el 20 de Abril de « la cuestión del espación de la Europa del este» martillea a su pequeño estado mayor: «no libramos u ahora una cruzada contra el Bolchevismo con el fin de salvar a los pobres rusos de ese bolchevismo, sino para desarrollar una política mundial alemana y dotar de seguridad el Reich»

Jean López, Lasha Otkhemezuri. Barbarroja; 1941, la guerra absoluta.

 En la entrada anterior, les señalaba como el ataque aleman del 22 de junio de 1941 contra la URSS, la operación Barbarroja, había sorprendido al Ejército Rojo en el peor momento, en medio de una reorganización y redespliegue, sin encontrarse además en estado de alerta frente a una guerra que la jerarquía sabía que era inevitable.  La responsabilidad, en último término, por esa imprevisión recae sobre Stalin quien, en su obsesión por no provocar a Hitler, evitó cualquier medida preventiva que pudiera servir de casus bellí al enemigo. Sin embargo, si la operación Barbarroja fue una catástrofe para la URSS, a la larga se tornaría un desastre irremediable para el Tercer Reich. En tal medida, que hay estudiosos que consideran que Hitler perdió la guerra en ese momento: al lanzar la  invasión de la Unión Soviética.

¿Por qué? En primer lugar, hay que tener en cuenta que, para Hitler la destrucción de la URSS fue siempre el objetivo final de la guerra. Así se señalaba en el Mein Kampf, ya en los años 20, y a él volvería una y otra vez, como la obsesión que era, en todos los instantes de su carrera. De hecho, puede decirse que el pacto de no agresión germanorruso fue producto del azar, así como que el periodo 1939-1941 fue una distracción indeseada. En realidad, si la URSS y Alemania firmaron ese pacto, unas semanas antes del estallido del conflicto, fue por dos factores externos que no entraban en los cálculos de ninguno: la testarudez de Polonia y la indolencia de Francia e Inglaterra. 

En el caso de Polonia, la Alemania nazi sondeo al gobierno de ese país en 1939 para que le permitiese cruzar su territorio en una hipotética guerra contra la URSS. Algo similar intentaron hacer las potencias occidentales, durante la crisis de los Sudetes de 1938, para que la tropas checas se vieran reforzadas por las del Ejército Rojo. En ambos casos, Polonia se negó, temerosa de que la situación degenerase en una anexión o un reparto, tal y como acabó por suceder. 

Las potencias occidentales, por su parte, nunca se tomaron en serio una posible alianza con la URSS en 1939. Baste recordar que la misión que intentó llegar a un pacto estaba integrada por funcionarios subalternos, sin plenos poderes, y tardó semanas en llegar a Moscú, mientras que los contactos del régimen nazi eran del más alto nivel y con la urgencia que requerían un pacto de ese calibre. Stalin creyó que los aliados intentaban arrojarle a un guerra en solitario, cosa para lo que no estaba preparado, así que prefirió cubrirse las espaldas.

Sin embargo, la invasión de Polonia trastocó los planes de Hitler por completo. No sólo no había emprendido la guerra que deseaba contra la URSS, sino que tenía que centrar su atención hacia Occidente. Incluso la derrota fulminante de Francia no resolvió sus dificultades; que el Reino Unido continuase siendo un beligerante le obligó a retener ingentes recursos -un tercio de sus fuerzas armadas- en Occidente. Ésa falta de tropas le impediría dar el golpe de gracia a la URSS en varias ocasiones, además de dejarle sin reservas tangibles que le permitiesen afrontar un revés: frente a Moscú en 1941 o Stalingrado en 1942.

Aún así, la mente de Hitler volvía una y otra vez a su obsesión. Ya les había contado como, en el verano de 1940, con Francia apenas derrotada, propuso a sus generales lanzar un ataque contra la URSS. Se desestimó no por un posible desembargo en Inglaterra, sino porque redesplegar las tropas en el Este llevaría hasta septiembre, con lo que no quedaría tiempo material para derrotar a la URSS antes del Invierno. La operación se pospuso al año siguiente, mientras que el inició de su planificación tuvo lugar en diciembre de 1941, momento en que empezaron a aparecer las dificultades. Muchas de ellas insuperables.

El principal obstáculo era estratégico. En Francia y en Polonia, las distancias que habían que cruzar para lograr una victoria eran cortas, de unos cientos de kilómetros, lo que permitía librar una guerra breve basada en la tácticas de la Blitzkrieg. Sin embargo, en la URSS los centros políticos, Moscú y Leningrado, así como los económicos, el carbón del Donetz o el Petróleo del Cáucaso, estaban a miles de kilómetros. La única esperanza de los generales alemanes era aniquilar al Ejército Rojo cerca de la frontera, forzando su rendición tras embolsarlo, de manera que el resto de la campaña fuera un mero paseo militar.

Sin embargo, ya en las estimaciones alemanas, el ejército rojo era del mismo orden que el Nazi. De menor calidad y -suponian- con armamento anticuado, pero aún así, su inmenso tamaño obligaba desplegar todas las fuerzas disponibles -menos ese tercio necesario en Occidente-, sin que quedasen reservaras. El riesgo era inmenso, tanto más cuanto que las fuerzas soviéticas disponibles en la realidad -y aquéllas que se podían movilizar después en caso de emergencia- eran muy superiores a las alemanas. Tanto, que el ejército alemán llegaría a aniquilar al soviético en dos ocasiones: la primera en las bolsas de la frontera, durante julio de 1941; la siguiente en las bolsas de Kiev-Viazma-Briansk de septiembre-octubre. Desastres que no impidieron que el Ejército Rojo, como el fénix, resurgiese de sus cenizas.

La victoria en la campaña dependía, por tanto, mucho de la suerte, aunque ésta se viera favorecida por una superioridad táctica y tecnológica. Sin embargo, cualquier ventaja se veía anulada por una serie de obstáculos que el mando alemán nunca llegó a resolver con claridad. En primer lugar, ¿cuál era el objetivo estratégico? ¿Los centros de poder o los económicos? El plan nunca lo estipuló y simplemente estableció una línea final Arcangel-Astrakan, que buscaba contentar a todos. Durante la campaña, las preferencias sobre qué atacar y cuándo oscilaron de continuo, obligando a movimientos de tropas de un extremo a otro del frente que daban un respiro muy necesario al Ejército Rojo. Al final, en el invierno de 1941-42, ni Leningrado ni Moscú habían sido tomadas, mientras que el petróleo del Cáucaso quedaba aún muy lejos.

Por otra parte los problemas logísticos adquirieron pronto carácter de pesadilla. No sólo las distancias eran enormes -un camión cisterna podía acabar consumiendo más gasolina de la que llevaba al frente- sino que las vías de comunicación era pésimas y muy escasas. Esto ya provocó en verano paradas de las puntas de avance alemanas, concediendo así un tiempo precioso para que se reorganizará el ejército soviético, sino que a medida que se adentrasen en el territorio ruso y se fuera acercando el invierno, todo el sistema de aprovisionamiento podía hundirse, como de hecho ocurrió. A ello hay que unir la imposibilidad de relevar o reforzar las unidades de primera fila, que poco a poco iban perdiendo su eficacia bélica. Desgaste agravado por la crisis de suministros que iba paralizando al ejército alemán.

Por otra parte, no hay que olvidar que el plan de Hitler era un plan de conquista colonial: el bienestar de la población rusa no le interesaba en absoluto, sino que los alemanes pudieran asentarse allí. Una vez obrada la victoria, que se esperaba para antes del invierno, el plan Hunger estipulaba que los recursos agrarios soviéticos deberían desviarse hacia Alemania. Se desencadenaría así una hambruna que haría disminuir la población rusa en unos 20/30 millones, cifra estimada por los propios alemanes y necesaria para mantener un control efectivo del territorio.

Ese plan criminal, que habría tornado pequeños el Holodomor y el Holocausto, tuvo dos consecuencias inesperadas. En primer lugar, el desprecio de los alemanes por la población rusa, predispuesta en principio a colaborar debido a los horrores del Estalinismo, enajenó cualquier simpatía que pudieran albergar. Políticamente, la invasión fue un fracaso, puesto que se malgastaron las fuerzas locales que podían haber ayudado a la quiebra de la dictadura de Stalin. Por otra parte, el hecho de que se contaba con que, tras la victoría, sólo habría que realizar tareas de policía, condujo a que no se fabricasen uniformes de invierno para todos los soldados de la operación Barbarroja: apenas para un tercio. El frío gélido del invierno ruso se añadiría así a los muchos problemas que lastraban a los ejércitos nazis.

 La operación Barbarroja no podía comenzar con peores auspicios.

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