Tomoko Yoneda, fotografía de la serie Kimusa |
En la Fundación Mapfre madrileña han coincidido dos exposiciones muy distintas -una de fotografía contemporánea, la otra de pintura de las vanguardias históricas-, que, no obstante, acaban por armonizar de manera inesperada. ¿La razón? Que ambas constituyen el resultado de sendas obsesiones estéticas. La fotógrafa Tomoko Yoneda busca encontrar las escasas huellas del pasado histórico en un presente anodino, desligado ya de esos hechos, mientras que el pintor Alexéi von Jawlenski plasmaba un mismo tema una y otra vez, hasta borrar todas las conexiones figurativas que pudiesen ligar su pintura con la realidad.
La historia, como les apuntaba, es central en la fotografía de Tomoko Yoneda. Una y otra vez, parte a lugares de gran resonancia, como las playas de Normandía, para retratarlos en su estado actual. Sin embargo, siguiendo el ejemplo del desembarco en el día D, esto no significa que su obra sea un traveloge, un itinerario en el que se vayan marcando los hitos -búnkeres, cementerios, monumentos-, consagrados en el relato histórico. Sus fotos, por el contrario, tienen como tema escenas y paisajes anodinos, indistinguibles de otros similares en cualquier lugar del mundo. Lo único que los diferencia es que sabemos, gracias al título de la fotografía, lo que ocurrió allí, en ese lugar banal, muchos años atrás, en un tiempo que ya no es el nuestro.
De ese pasado sólo quedan fantasmas, conocidos e ignotos, que el espectador se esfuerza por invocar, muchas veces sin resultado. Por ejemplo, en fotografías como la que abre esta entrada, perteneciente a la serie Kimusa. Kimusa era un antiguo hospital que, tras la guerra de Correa, fue utilizado como centro de detención y tortura por la dictadura surcoreana de Sygman Ree. Con el tiempo fue reconvertido en museo, momento que Yoneda escoge para fotografiarlo, en unas instantáneas planas y claustrofóbicas que buscan evocar los horrores que allí sucedieron, las personas que allí sufrieron. ¿Sin éxito? Sí y no, puesto que aunque ya no queden huellas de ese pasado tétrico, el sólo hecho saber el secreto que ocultan las vuelve inquietantes. Tanto, que ya nos será imposible habitar en esos espacios.
¿Hay retorno posible al pasado? No, ya no existe, está muerto y ha sido borrado por completo, de manera que cualquier recreación no pasan de garabato. Mentiras toscas, útiles para no perder la conexión con esos hechos que, como muertos vivientes, siguen atormentando nuestro presente. Porque aunque nos esforcemos en eliminarlo, en pensar que nuestros pecados ya no ejercen influencia alguno en nosotros, siguen ahí, en esa realidad paralela, tan real como la tangible, que conforma nuestra memoria y nuestros pensamiento.
Alexei von Jawlensky, Variación |
Esa obsesión por intentar plasmar lo invisible -o una realidad superior que apenas llegamos a vislumbrar- es común con la obra de Alexei Jawlensky. Jawlensky es un pintor expresionista, afincado en la Alemania de primeros del siglo XX, cuya gran fama está reñida con su exiguo periodo de gloria: apenas una década, en el entorno de 1920, desde que descubrió su estilo característico hasta que su habilidad técnica se vio coartada por una artrosis degenerativa. De hecho, esa cumbre de su obra se reduce a una serie de variaciones sobre dos temas: el paisaje rural que contemplaba desde su retiro en suiza y las llamadas cabezas místicas o de salvador.
Esta concentración temporal y temática de la producción de Jawlensky trabaja en contra de la exposición de la Mapfre. No por su concepción expositiva, que busca correctamente trazar la evolución de este artista desde sus inicios, sino porque cuando se llega a sus obras más famosas es casi al final de la exposición. Se tarda demasiado en culminar, consecuencia de que Jawlensky fue un pintor al que le costó mucho encontrarse a su mismo, y cuando se hace, la exposición termina de manera abrupta. Pasadas las grandes series ya citadas, las pocas obras que quedan son mediocres, imbuidas de la enfermedad que fue minando la pericia técnica de Jawlensky.
Sin embargo, ese breve segmento final, apenas un chispazo entre dos eriales, justifica el cariño que algunos tenemos por este pintor. Es asombroso, en su Variaciones, comprobar como una curva en un camino, sin belleza propia ni rasgos distintivos, se convierte en un motor de experimentación constante. Roza la abstracción completa, aunque Jawlensky no se atreva a desprenderse de las últimas ataduras figurativas. Por su parte, en los rostros místicos/de salvador, se reduce la faz humana a un conjunto mínimo de rasgos, los justos para hacerlo reconocible, que se representan con una paleta distinta en cada versión. Con colores antinaturales, disonantes incluso, pero que nunca llegan a chirriar
Un único motivo, infinitas versiones, de variedad inagotable, en las que sumergirse sin experimentar jamás canasancio.
Alexei von Jawlensky, Rostro místico |
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