Les he hablado ya del limbo en que han caído muchas obras interesantes del anime, que se han tornado invisibles para el aficionado. En ese olvido colabora tanto la tiranía de la actualidad, agravada por el ascenso de las plataformas de streaming, como las muchas edades obscuras acarreadas por los sucesivos cambios de formato: películas que fueron editadas en VHS no han vuelto a serlo en DVD, mucho menos en Blue Ray. Es cierto que la Internet -youtube, vimeo y otros medios no recomendables- permiten acceder a estas obras antiguas, pero su repercusión y conocimiento quedan restringidas a un restringido club de aficionados, cada vez más reducido.
Palme no ki (El arbol de Palme, 2002) de Takashi Nakamura es una película a la que he llegado por puro azar. Su director, sin embargo, no me es desconocido. Si consultan su curriculum podrán comprobar la larga lista de producciones esenciales en las que ha colaborado. Entre ellas, una de las grandes series de la primera década de este siglo: Fantastic children (2004). Palme no ki tiene muchas concomitancias con esa serie, en particular un diseño de personajes que ya en aquel tiempo estaba un poco anticuado. La película, a los ojos del espectador actual, presenta así un doble distanciamiento: el de los 20 años que median desde su estreno y el de un estilo visual que evoca los 80, con guiños a lo que Moebius y Otomo habían estado haciendo por aquel entonces.
Hay que señalar que no es una película perfecta. Desde un punto de vista narrativo, creo que Nakamura intento embutir demasiadas historias, demasiados personajes, en una cinta que, a pesar de su longitud, no consigue explicar del todo el transfondo en el que éstos se mueven. Algunas reacciones, por tanto, parecen un tanto forzadas, apresuradas, arbitrarias, surgidas de la nada. Sin embargo, esa misma arborescencia temática se torna, al principio, en una virtud. Dado que el espectador desconoce todo de ese otro mundo -y la película, con muy buen criterio, se despreocupa en comunicárselo- hay un acicate constante por descubrir sus secretos, manteniendo el film en continuo movimiento y transformación. Se marcha de sorpresa en sorpresa, aunque la conclusión final resulte un tanto rutinaria y vacía.
Lo que no se puede negar es la belleza plástica que imbuye todo el filme. Les he comentado ya las referencias al cómic de ciencia ficción de vanguardias, tan común de los ochenta, visible en un detalle dibujístico muy poco común incluso ahora. Lo importante es que esa descripción del mundo, que busca resaltar su belleza y su horror, se percibe como natural. No sentimos que se nos obliga a reconocer maravillas sublimes - o terrores paralizantes- sino que forman parte de la normalidad en que se mueven los personajes. Ellos no se sorprenden por ese escenario cambiante -excepto en los casos en que sí representan un secreto y una excepcionalidad- e incluso llegan a actuar de manera reprobable, destruyéndola, contra lo que podría clasificarse como sublime.
Únase a esto una animación perfecta, la de los últimos tiempos de los acetatos, pero cuando el ordenador ya era insustituible. Perfección tanto en los momentos de lucimiento -esas escenas de acción tan caras al anime, donde todo se viene abajo- como en los momentos más intimistas, caso de las capturas que abren esta entrada. Viendo Palme no ki me vino a la memoria una de las razones que me llevaron a enamorarme del anime: su gusto por aquietar el curso de la historia, por remansarse y dejarse acunar, conservando en esas secciones el mismo cuidado y dedicación necesaria en las de acción alocada.
Virtudes de un anime pasado entre las que se encontraba un punto para mí esencial: frente al maniqueísmo de nuestra cultura, en el anime no solía haber buenos y malos, sino personas con defectos, cuyo alineamiento moral dependía de los descalabros que pudiesen haber sufrido. La visión que el espectador tiene de cada personaje va variando a medida que transcurre la cinta, sin que podamos estar seguro de nuestras conclusiones, ni emitir un juicio condenatorio o absolutorio hasta el último momento.
Juicios que, por esa misma razón, no pueden ser estrictos, sino indulgentes.
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