Lloyd George decidió entonces doblar la apuesta, haciendo que en la cámara de los comunes se aprobase una ley nueva, esta vez de naturaleza constitucional, por la cual la cámara de los lores no podría, desde entonces, enmendar las leyes financieras -de aquí en adelante jurisdicción exclusiva de los comunes-, y estipulaba que el bloqueo del resto de las leyes sólo podría durar un año. Los lores, como era de esperar, opusieron su veto a este suicidio programado, provocando la convocatoria de nuevas elecciones, donde se repitió la victoria de los liberales. En virtud de la doctrina Salisbury, los lores tendrían que haber renunciado voluntariamente a su oposición y aceptar que se sancionasen las leyes en litigio, que eran, a la vez, financieras y constitucionales. Sin embargo, dado el calado histórico de la apuesta, una buena parte de los lores estaban dispuestos a revocar ese compromiso de su jefe, que en el fondo no era más que un acuerdo informal. Según los testimonios mejor informado, parece que la amenaza, por parte del rey, de crear quinientos escaños nuevos en la cámara de los lores -resultado de una promesa secreta a Lloyd George antes de las elecciones- jugó un papel decisivo. Sin embargo, es muy complicado predecir que habría sucedido en realidad si los lores no se hubieran amoldado a adoptar, en mayo de 1911, la nueva ley consitucional. En todo caso, es en ese instante cuando la cámara de los lores perdió todo poder legislativo auténtico. Desde 1911, ha sido la voluntad mayoritaria, plasmada en las urnas y en la cámara de los comunes, la que cuenta con fuerza de ley en el Reino Unido, mientras que los lores sólo tienen un papel consultivo, en gran medida protocolario. La institución política que había gobernado el Reino Unido durante siglos, que había presidido la formación y el destino de su primer imperio colonial e industrial mundial a lo largo de los siglos XVIII y XIX, había cesado de facto de ser un instancia decisiva.
Thomas Piketty, Capital e ideología
En la entrada anterior, había intentado esbozar los presupuestos metodológicos del último libro de Piketty, intento de una historia general de los sistemas impositivos desde el inicio de los tiempos. Durante todo el análisis, hay que tener en cuenta la tesis principal del libro: economía e ideología no son compartimentos aislados y estancos. Toda organización social tenderá a crear un sistema financiero e impositivo amoldado a sus ideales políticos, en el sentido de contribuir a perpetuarla en el tempo. El objetivo principal será mantenerse intactos una serie de privilegios y jerarquías ya existentes -o recién creados-, sean estos del signo político que san, La regulación económica devendrá así una criada de la política, nunca al contrario, negando sus pretensiones de ciencia objetiva e independiente -esto lo añado yo-.
Partiendo de esa premisa, Piketty identifica una serie de sistemas político-económicos, que podrían resumirse en tres: las sociedades ternarias, las sociedades de propietarios, propias del siglo XIX, para terminar en los múltiples sistemas mixtos del siglo XX. Mixtos, porque incluso en los países más vocalmente neoliberales -EE.UU y UK- la realidad es de una amalgama público/privada en la que que ninguna de las partes puede sobrevivir sin la otra. De todos ellos, el más longevo ha sido el ternario, que sólo empezó a cuarterarse a finales del siglo XVIII y eso en Europa. De hecho, durante todo el XIX el sistema ternario se perpetúo en forma de la administraciones coloniales que surgían a medida que la potencias europeas se adueñaban del mundo.
¿Qué es un sistema ternario? De manera muy resumida, una estructura social en las que existen unas clases privilegiadas y una gran mayoría de subordinados. Si se las llama ternarias es porque se pueden identificar hasta tres, cada una ejerciendo un papel muy definido, o al menos según la teoría. El modelo típico es el feudal europeo, donde la nobleza se ocupa de defender al resto de las clases, el clero de su salvación espiritual, mientras que el resto, plebeyos y siervos, producen alimentos y bienes. Se tendría así una clase de guerreros, otra monacal y una tercera de trabajadores. División no meramente formal, puesto que, en realidad, tanto nobleza y clero ejercen funciones que nosotros asimilamos con el estado: administración de justicia, gestión de la producción agrícola y artesanal, así como -la que más interesa a Piketty- la recaudación de impuestos.
A su vez, esas responsabilidades se ven recompensadas por una serie de privilegios e inmunidades: la fiscal entre ellas. Guerreros y monjes no sólo extraen sus recursos de las clases inferiores, en forma de diezmos y contribuciones, sino que se ven exentos de ellos. En las sociedades ternarias los impuestos, en forma de tasas, recaen sobre la tercera clase, tanto más onerosos según se va desarrollando una estructura estatal fuerte con importantes necesidades financieras. Esos estados, por su parte, surgen de las dos clases privilegiadas y se apoyan en ellas, a las intentan granjearse, dado su poder intrínseco. así, aunque busquen reducirlas a un papel decorativo -nobleza de servicio, pompa religiosa- intentarán dejar a salvo sus privilegios y exenciones.
A su vez, en aras de mantener su dominación sobre la sociedad, estas dos clases intentarán tornarse estancas. Se definen así claros criterios de pertenencia, basados en el nacimiento. El caso extremo serían las castas hindúes, pero la sociedad estamental europea -o el régimen de daimios y samuráis japoneses- no se le aleja mucho. Esto no quiere decir que se niegue la movilidad. La tendencia de las élites a contraerse, así como las necesidades financieras de los estados, siempre dejarán abierta una puerta hacia el ascenso social: la compra de títulos nobiliarios, por ejemplo.
A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, con las revoluciones liberales, la situación va a dar un vuelco con la toma del poder de la burguesía. La sociedad va a devenir una sociedad de propietarios, en donde el criterio de pertenencia a la élite va a ser la acumulación de bienes muebles e inmuebles. No es extraño que, en esa época, la propiedad privada -junto con su inalienabilidad- deviniera un dogma. Cualquier atentado contra ella se considerará el peor de los delitos, incluyendo los impuestos de la renta o de sucesiones, cuya formulación es regresiva: un porcentaje único, muy bajo, independiente de la cuantía del bien tasado. La capacidad del capital para permanecer indiviso, sin importar las transmisiones a las que se vea sometido, así como unas tasas de inflación cercanas a cero, permitirán que surja la figura del rentista, aquél que vive de los réditos que le rinden sus propiedades.
A finales del XIX, se había así constituido una reducida clase de grandes propietarios, un 10%, que van a poseer la inmensa totalidad de la riqueza de sus países, mientras que la inmensa mayoría, un 90%, tendrá nada o casi nada. Unos niveles inusitados en la historia que, según, Piketty, están en vías de repetirse en nuestro presente. Sin embargo, esto no quiere decir que los regímenes ternarios hubieran desaparecido por completo. El siglo XIX es también el de la expansión colonial de Europa, cuyo mantenimiento se va a deber, en parte, a que la administración colonial se va a superponer sobre el sistema ternario existente, como una nueva clase más y contribuyendo a su preservación.
Un ejemplo claro es el de la India. Allí, la multiplicidad de castas existentes, porosas y de definición ambigua, se va a ver simplificada y sistematizada por el ocupante británico, que las utilizará para suplir las debilidades de su gobierno. Como consecuencia, en vez de que éstas élites decrezcan con incremento de la industrialización y el comercio, como en Europa, su número apenas va a sufrir cambios. Quedan congeladas y sacralizadas, paralización que luego tendrá consecuencias muy importantes en la evolución de la India independiente.
Por su parte, en Europa,.el principio del siglo XX ve el nacimiento de dos impuestos progresivos que aún siguen entre nosotros: el de sucesiones y el de la renta. Los países donde se impulsa son el Reino Unido y los EE.UU, circunstancia sorprendente dado su relevante papel actual en la eliminación de todo impuesto destinado a los más ricos, así como en la elaboración de un marco teórico justificativo. Sin embargo -y de nuevo esa mezcla inextricable entre economía y política- en aquel entonces tenía todo el sentido. En EE:UU era el tiempo de los Robber barons, los grandes magnates industriales y de las finanzas que dominaban todos los aspectos de la vida económica. Para muchos contemporáneos, incluso conservadores, esta preeminencia constituía un escándalo, al ir en contra del ideal pionero de los EE.UU. Cualquiera debía tener una oportunidad justa de prosperar en la vida, algo imposible en esos regímenes de monopolio, de manera que era obligado limar los privilegios de la élite: vía una legislación impositiva progresiva que impidiese una acumulación excesiva de riquezas.
Por su parte, en el Reino Unido, el anquilosamiento de la nobleza tradicional -los restos del sistema ternario- estaba poniendo en peligro la primacía de ese país como potencia dominante industrial y comercial. Diferentes gobiernos liberales, representativos, en oposición a los Tories, de una burguesía media en ascenso, intentaron quebrar ese bloqueo. De nuevo, como en los EE.UU, a través de un sistema fiscal progresivo. Cambio económico, basado en ideales políticos, que a su vez provocó un terremoto constitucional: la cámara de los lores perdió cualquier poder real, quedando convertida en un mero organismo protocolario, como la propia corona.
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