lunes, 31 de agosto de 2020

Estamos bien jodidos (y XXIII)

The corporate mythology has it that Nike is a sports and fitness company because it was built by a bunch of jocks who loved sports and were fanatically devoted to the worship of superior athletes. In reality, Nike's project was a little more complicated and can be separated into three guiding principles. First, turn a select group of athletes into Hollywood-style superstars who are associated not with their teams or even, at times, with their sport, but instead with certain pure ideas about athleticism as transcendence and perseverance -embodiments of the Graeco-Roman kideal of the perfect male form. Second, pit Nike's "Pure Sports" and its team of athletic superstars against the rule obsessed established sporting world. Third, and most important, brand like mad.

Naomi Klein. No Logo

La mitología corporativa presenta a Nike como una compañía dedicada al deporte y bienestar físico porque fue fundada por un puñado de aficionados, amantes de los deportes y dedicados fanáticamente a la adoración de atletas superiores. En realidad, el proyecto de Nike es un poco más complicado y puede dividirse en tres principios fundamentales. Primero, convertir un grupo selecto de atletas en superestrellas al estilo de Hollywod, sin asociarlas con sus equipos o incluso, en ocasiones, con su deporte, sino con ciertas ideas puras del ejercicio atlético como transcendencia y perseverancia -encarnaciones del ideal Grecorromano del cuerpo masculino perfecto. Segundo, enfrentar el "Deporte Puro", promovido por Nike y su equipo de superestrellas atléticas, contra el edificio inamovible, obsesionado por las reglas, del mundo deportivo. Tercero, y aún más importante, pon tu marca en todos los lugares.

Si recuerdan, el ensayista italiano Alessandro Baricco, en su defensa del New Brave World que habitamos, se deshacía en elogios ante esas multinacionales que habían convertido su marca en objeto de deseo. Un símbolo que todos, casi sin excepción, deseamos poseer, sin importar qué objeto es el que se nos vende, ni mucho menos su calidad. Acertaba en diagnosticar uno de los rasgos característicos de nuestra mundo contemporáneo, pero no en sus causas ni en sus consecuencias. Todo su análisis resultaba superficial, cuando no interesado, una tautología en que sus aspiraciones de mejora imparable-vivimos en el mejor de los mundos posible, como pensaba el Pangloss del Cándido de Voltaire-, eran justificadas mediante fantasmagorías.

En realidad, esa rarefacción creciente del artículo y el fabricante, junto la marca que representa a ambos, es tanto un símbolo de la evolución socioeconómica de Occidente -y por ende, del mundo- en las últimas décadas, como causa y motor de las mismas. Su análisis, junto con sus repercusiones y ramificaciones, plenas en demasiados aspectos obscuros, llevan a Naomi Klein 500 páginas de letra apretada, en este No logo que comienzo a comentarles y que creo que me va a llevar varias entradas. Pero vayamos por partes.


En este comienzo de siglo desquiciado que nos está tocando vivir, ya van bastantes ocasiones en que se anuncia el fin del capitalismo. Sin embargo, ha dado igual que la Gran Recesión se haya tomado diez años para cerrarse, trayendo con ella cotas de desigualdad que parecían desterradas de Europa y los EE.UU desde la Segunda Guerra Mundial. Ha dado igual, asímismo, que esta pandemia haya demostrado lo mal preparadas -y lo poco dispuestas- que están las sociedades neoliberales a la hora de proteger a sus poblaciones, si esto supone un desplome en los beneficios empresariales. A pesar de todo esto, y de otros muchos reveses, menores y mayores, el ciclo neoliberal ha seguido su camino sin casi inmutarse, aplicando las mismas pautas definidas en EE.UU. y Gran Bretaña en los años ochenta, aquéllas que, apenas sin variantes, se exportaron al resto del mundo con la caída del comunismo. En especial, a los antiguos países del bloque soviético. 

Para demostrar esa expansión triunfante del neocapitalismo basta fijarse en un hecho característico de esta década: a pesar de tanto rasgado de vestiduras, los únicos populismos que se han asentado son los de extrema derecha. Su éxito se debe, de forma paradójica, a un acúmulo de contradicciones. La primera es que, al contrario que sus correlatos fascistas de los años 30, estos movimientos no proponen ninguna solución gremial o comunitaria. Todas sus medidas están orientadas a implantar un anarcocapitalismo en el que los únicos beneficiarios son los ricos, al tiempo que se desmontan todas las medidas de protección de los desprotegidos. Eso no les evita agitar la bandera de la justicia social, pero sólo para los que cumplan los requisitos de una comunidad ideal: si eres blanco, hombre y creyente, serás protegido mágicamente por el partido. Con ese encantamiento, se ha llegado al absurdo lógico de que los pobres, los vulnerables, estén votando a quienes legislan en contra de ellos.

Por supuesto, para llegar a este punto ha habido que recorrer un largo camino: el de la transformación de la sociedad al modo neoliberal, consagrado como único sistema posible. Una vía en que las primeras transformaciones se realizaron en el mundo de las empresas, no tanto en la relación empresario-trabajador, que vendría tiempo después, sino en la productor-consumidor, expresada en el ascenso de las marcas. En el pasado, lo que importaba era el producto, de manera que una marca podía quedar muy dañada si éste no respondía a las expectativas de precio, resistencia y funcionamiento que se le asociaban. Ahora, por el contrario, lo que se vende es un ideal, la marca, tanto más caro cuanto más inalcanzable, y del que el producto es un mero simulacro.  Se ha producido una auténtica inversión de los términos.

No es que esto fuera un fenómeno nuevo. Una empresa centenaria, como Coca-Cola, nunca ha vendido refrescos, sino cosas mucho más etéreas, como la amistad, que se supone se alcanzan consumiendo ese producto. Sin embargo, en el nuevo mundo de las marcas se dio un paso más allá. Lo que se vendía ahora es la pertenencia a una élite, no era la de los que controlaban el sistema, sino la de los rebeldes, apoyándose y fagocitando los restos de la conmoción contracultural de los años sesenta. Se daba así la paradoja que el producto fabricado por una gran multinacional, caso de Nike, soporte y sostén del sistema neoliberal, se publicitaba como arma contra ese mismo sistema. Los ejecutivos de esas empresas, junto con los rostros conocidos que les servían de estandarte, se erigían en héroes para los desfavorecidos -obsérvese la semejanza con los populismos presentes- a los cuales ofrecían la oportunidad de salir de sus ghettos y figurar, con solo comprarse unas zapatillas, entre la nueva élite conquistadora.

Como es de esperar, esas promesas enseguida se mostraban hueras. Lo único que quería hacer Nike, y similares, era ganar dinero, de manera que sus productos no sólo eran más caros, sino que además debían ser substituidos enseguida. El mecanismo era una obsolescencia no programada en la tecnología, sino implantada de forma social: quien no tuviese el último modelo de zapatillas ya no perternecería a la élite soñada. No obstante, esa frustación inducida constante, no provocaba el rechazo del consumidor. De forma perversa, no sólo se le obligaba a caer en un círculo vicioso, de compra continua, sino que además se le transformaba en propagandista. Las marcas, los artículos detrás de ellas, junto con los empresarios que las controlaban, no necesitaban ser defendidas de manera explícita, los consumidores ya se encargarían de ello contra cualquier crítica. Se habían transformado en creyentes, dispuestos a defender su fe, por muy irracional que esta fuera.

Esta transformación de la relación cliente-productor ya era en sí perversa, malsana, casi antinatura, pero sus peores efectos no se detenían ahí. Las marcas iban a propiciar la creación de nuevos monopolios comerciales, de los cuáles amazon es sólo la última encarnación, además de un nuevo modelo de trabajo, cuya quintaesencia reciente es uber. 

Pero de eso hablaremos en otras entradas. 

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