Una de las pocas buenas noticias culturales, en este desquiciado 2020, ha sido la edición en Blue Ray de la restauración de la película muda la Roue (1923), dirigida por Abel Gance. Por primera vez, la podemos ver en su montaje y longitud original, casi siete horas, y no en las versiones mutiladas que fueron apareciendo con el tiempo, para hacerla más palatable a un público que no tenía el tiempo, ni la paciencia, para sentarse a ver una obra de esas duración desmesurada. Por supuesto, la restauración no se limita a incluir el metraje perdido. Como pueden ver en las capturas, las tecnologías de procesado digital han permitido romper la barrera principal que afectaba a la consideración presente del cine mudo: su imagen no parece ya desvaída y borrosa, propia de una tecnología imperfecta, sino que ha recobrado la definición y el detalle, la claridad y el brillo, que asociamos al gran cine, superado sólo, en los últimos veinte años, por el desarrollo de las cámaras digitales.
La restauración no se detiene ahí, en devolver la imagen a su estado prístino. Se han recobrado los tintados originales, lo que la dota de una coherencia temporal y dramática ausente en el sobrio blanco y negro. Se ha llegado incluso a rescatar escenas coloreadas a mano, lo que, al menos en una secuencia, tiene una importancia crucial: sin esa nota de color no se alcanzaría el mismo impacto emocional. No hay que olvidar, asímismo, otro aspecto no menos importante: la música. Los esfuerzos por recomponer los metrajes originales han permitido rescatar las partituras compuestas para los estrenos, como la de Hans Eisler para Bronenósets Potiomkin (El acorazado Potemkin, 1925) de Serguéi Eisenstein. En este caso, no ha habido esa suerte, pero sí se conservaban los títulos de las piezas que Arthur Honneger utilizó, de manera que en ese aspecto La Roue se ha visto también favorecida. Estamos así más cerca de compartir la experiencia que unos pocos afortunados disfrutaron en el París de 1923.
¿Y la película en sí? Les confieso que tengo una relación amor/odio con Abel Gance. Su Napoleón forma parte de mi panteón cinéfilo, puesto del que no creo que vaya a caer en lo que me queda de vida. Hay escenas que me siguen arrebatando en igual medida que cuando las vi por primera vez, allá en mi juventud, en la restauración de Coppola. Son inigualables, demuestran una imaginación, una pasión y una audacia únicas, sin parangón en nuestro tiempo de imposibles tecnológicos tornados realidad. Sin embargo, cuando la fin pude contemplar la restauración de cinco horas de Bronlow, había secuencias que no me gustaban tanto. No por su acabado estético, sino por sus aspectos ideológicos. Gance es un bonapartista convencido, para quien Napeoleón es un hombre providencial ante quien sólo cabe una reacción de veneración religiosa. Toda persona sensata debe seguirle sin titubeos, deslumbrado por la grandeza titánica de sus ideales; cualquier la oposición solo puede surgir de la maldad, la mediocridad y la estupidez.
En esa admiración sin fisuras no caben críticas, por supuesto. Ni la constatación de que Napoleón acabó traicionando los ideales de la Revolución Francesa, restaurando una monarquía autoritaria de la que él era el emperador, ni el aterrador coste y sufrimiento humano que sus ambiciones imperiales, traducidas en guerras constantes, trajeron a Europa. De igual manera, en J'accuse (1919), el supuesto antibelicismo con se la describe en realidad no es tal. Se podría decir que Gance adapta a la francesa la leyenda de la puñalada por la espalda que tan bien supieron utilizar los nazis. En esta película, la retaguardia es culpable de haber abandonado a los soldados del frente, sin haber aceptado iguales sacrificios, incluida la muerte, que los destinados a primera línea de fuego. Lo que no quita que esto se ilustre con una escena espeluznante, casi sin igual en la historia del cine: los muertos en la guerra abandonan sus tumbas, para venir a acusar a los que permanecieron a salvo en sus casas.
En el caso concreto de La Roue mi mayor reparo es que a esta película se la suele calificar de moderna, cuando temáticamente es muy anticuada. Debía serlo ya, incluso, en tiempos de su estreno, puesto que su historia es un dramón decimonónico, con todas las exageraciones, desmesura , arbitrariedad y convencionalismos que suelen ir asociados a ese material. Sí, es cierto que en su plasmación brillaba un trabajo de montaje impensable para ese tiempo, así como una construcción realista de ambientes y algunas escenas de ritmo endiablado que prefiguraban las de Napoleón. Logros indudables que para mí, no obstante, no lograban compensar el lastre de esa narración lacrimógena y periclitada.
O al menos así lo pensé cuando vi la versión "corta" de cuatro horas. Mi opinión está cambiando, para mejor, a medida que avanzo en esta restauración de siete horas. Aunque, es obvio, haya evidentes caídas de calidad en un metraje tan abultado, lo cierto es que la narración se entiende mejor ahora. Hay escenas que antes parecían un pegote, puestas ahí porque sí, cuando en realidad su explicación, su sentido, se hallaba en ese material eliminado por razones de espacio. En la versión anterior, por ejemplo, el personaje principal acababa destinado a un ferrocarril marginal de alta montaña, debido a su ceguera progresiva, mientras que ahora queda claro que fue degradado por un hecho criminal: la destrucción intencionada de su locomotora. Se trata de un acto de venganza en efigie, al no poder poner las manos en otro personaje, lo que cuadra bien con su carácter desmedido, desconsiderado y brutal.
Asímismo, es ahora cuando se puede apreciar, en toda su extensión y valor, las aportaciones que Gance hace a la técnica del montaje. No ya en las escenas más grandilocuentes y desaforadas, ésas que se tornarían signo de estilo en Napoleón, sino en momentos mucho más íntimos, aunque no desprovistos de tensión narrativa. Situaciones en las que interesa tanto mostrar, sin palabras, lo que los personajes temen y ansían, maquinan y planean, como unir sus peripecias personales. Anticipando lo que estallará en breve, aunque estén separados espacialmente, aunque aún no lo intuyan.
Como en la maravillosa escena con la que he abierto esta entrada.
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