domingo, 9 de agosto de 2020

Estamos bien jodidos (y XX)

Toute pratique discriminatoire est dangereuse, même laquelle s'exerce an faveur d'une communauté qui a souffert. Non seulement parce qu'on remplace ainsi un injustice par une autre, et qu'on renforce la haine e la suspicion, mais pour une raison de principe plus grave encore à mes yeux: tant que la place d'une personne dans la société continue à dépendre de son appartenance a tell ou tell communauté, on est en train de perpétuer un système perverse qui ne peut que approfondir les divisions; si l'on cherche a réduire les inégalités, les injustices, les tensions raciales ou ethniques ou religieuses ou autres, le seul objectif raisonnable,  le seule objectif honorable, c'est de œuvrer pour que chaque citoyen soit traité comme un citoyen a part entière, quelles que soient ses appartenances. Bien entendu, tel horizon ne peut être atteint du jour au lendemain, mais ce n'est pas une raison pour conduire l'attelage dans la direction opposé.

Amin Maalouf. Les identités meurtrières

Toda práctica discriminatoria es peligrosa, incluso aquellas en favor de una comunidad que ha sufrido. No sólo porque se substituye, de ese modo, una injusticia por otra, al tiempo que se refuerza el odio y la sospecha, sino por una razón de principio aún más grave, en mi opinión: en la medída en que el lugar de un individuo depende de su pertenencia a un comunidad o a otra, se favorece la perpetuación de un sistema perverso que llevará a que las divisiones se profundicen. Si se busca reducir las desigualdades, las injusticias, las tensiones raciones, étnicas o religiosas, el único objetivo razonable, el único honorable, es el de trabajar por que cada ciudadano sea tratado como un ciudadano por entero, cualesquiera que sean sus afiliaciones. Por supuesto, este horizonte no se puede alcanzar de la noche a la mañana, pero esto no justifica que todo el aparato se oriente en dirección opuesta.

Les comentaba, en entradas anteriores, como los ensayos de Alessandro Baricco sobre la revolución tecnológica me parecen de un optimismo ingenuo e irresponsable. Para este pensador, los avances propiciados por la internet, los smartphones y las redes sociales van a resolver, como por ensalmo, los problemas con los que la humanidad ha pugnado desde hace milenios. De hecho, si no vivimos ya en Utopía es por la rémora que suponen todos aquéllos, en la izquierda y la derecha, que aún no se han convertido a la buena nueva. Cuando aceptemos con reservas el New Brave World que la ciencia ha creado y, en especial, sigamos sin rechistar a sus profetas, los nuevos multimillonarios tecnológicos, se obrará un cambio cualitativo sin precedentes en la historia de la humanidad. Entonces acabará, en verdad, la historia y viviremos, ya para siempre, en la tierra de Jauja.

Cierto, exagero. Y mucho. La complejidad del pensamiento de Baricco no se puede resumir en cuatro líneas, pero no es menos verdad que gran parte de él hiede a Ayn Rand: debemos dar libertad absoluta a los millonarios creadores, ponernos a su servicio y no rechistar en absoluto ante sus decisiones, que pueden parecer injustas e incompresibles, pero que obedecen a una necesidad superior que nosotros, los pequeños y mediocres, no podemos alcanzar a comprender. Tiene concomitancias también, por movernos a un ámbito cultural más cercano, con las conclusiones a las que llegó Ortega y Gasset en el primer tercio del siglo XX: la salud de un país depende de la fortaleza de sus élites y de la disposición de las masas a someterse a ellas. El mayor pecado era, en su sistema filosófico, que las masas se soliviantasen contra sus señores naturales y no quisiesen obedecerlas. Un ideario cercano al fascismo coetáneo y de gran atractivo cuando eres joven: quién no piensa entonces que pertenece, por derecho propio, a esas vanguardias intelectuales.

Por otra, parte este optimismo desbordante parece ser también el compartido por las grandes corporaciones y gran parte de la intelectualidad occidental reconvertida al neoliberalismo. Basándose en las gráficas de desarrollo económico y de progreso social, predicen que ya no habrá vuelta atrás en nuestro desarrollo: a pesar de algunos reveses pasajeros, todo, absolutamente todo, va ir mejorando de forma progresiva, incontestable e inexorable. Sin embargo, esas declaraciones tan rotundas no dejan de parecerme salmodias de creyentes; sus pruebas, mera numerología sin fundamento. Cabría preguntarse, por tanto, si no hay visiones alternativas sobre nuestro futuro y ahí es donde entran los ensayos de Amin Maalouf. Al igual que Baricco, este escritor francés de origen libanés lleva treinta años levantando acta de la evolución del mundo contemporáneo. Con una importante diferencia: él ve un involución, una regresión, en la que fenómenos discriminatorios que creíamos ya superados, relegados al pasado, han vuelto a cobrar fuerza. Se han convertido no sólo en una realidad innegable, sino casi en el único camino posible, ayudadas por unas nuevas tecnologías que han contribuido a difundir y reforzar unos idearios racistas e intolerantes.


El primero de estos ensayos, de 1998, es Les identités meurtrières (Las identidades asesinas). Recordemos que por aquél entonces la revolución tecnológica no pasaba de ser una curiosidad, sin la omnipresencia o dependencia que han alcanzado ahora. Los teléfonos móviles, por ejemplo, no pasaban de ser un fijo que se podía utilizar fuera de casa, pero de cobertura limitada y sin servir para otra cosa que hacer llamadas. Sin embargo, en esa fecha tan temprana Maalouf ya detecto un punto de inflexión en evolución cultural del mundo. Un cambio que comenzaría en las tierras de Oriente Próximo, de donde él es originario, y que pronto se extendería, sería compartido, por el resto del mundo. No sólo por aquéllos de religión musulmana -ya verán por qué lo digo- sino por los que se confiesan sus enemigos, lo que no evita que remeden sus conclusiones y comportamientos ideológicos.

La cuestión es que durante las décadas de posguera tras la Segunda Guerra Mundial, digamos hasta 1980, se creyó que sería posible superar las diferencias religiosas, étnicas y raciales. Los nuevos regímenes laicos que estaban surgiendo en el tercer mundo serían capaces de ofrecer un marco común a todos sus ciudadanos, con independencia de sus creencias y su origen. Estos fenómenos locales no se quedarían ahí, se extenderían al mundo entero, que devendría auténtica casa de la humanidad, cuya ley fundamental sería el respeto a los derechos humanos. Incluso, no olvidemos que estamos hablando de los tiempos de la guerra fría, ambos sistemas económicos opuestos, el capitalismo y el comunismo, acabarían convergiendo, evolucionando hacia un modelo nuevo que al tiempo garantizase la igualdad entre los seres humanos como los derechos y libertades consustanciales a la persona. Una Utopía muy diferente a la de Baricco, pero para mi mucho más noble y valiosa.

Sin embargo, todos sabemos que no ha sucedido así. Ese sueño ha sido descartado e incluso se le contempla con sorna cínica, como sí fuese propio de niños o gentes sin experiencia en los asuntos del mundo. Lo que se ha plasmado en nuestra realidad son sistemas identitarios definidos en función de los otros. De nuevo, como en épocas pretéritas, se han vuelto a definir fronteras infranqueables basadas en el color de la piel, la procedencia étnica o la creencia religiosa. De su defensa, del mantenimiento de su pureza, depende la seguridad, el bienestar de aquellos que tengan la suerte de pertenecer al pueblo elegido, por lo que cualquier medida encaminada a su protección es justa y necesaria. Aunque conduzca a la dictadura, la opresión, el exterminio o la guerra.

¿Cómo hemos llegado a este punto? Maalouf señala a Oriente Próximo, donde el fracaso de los gobiernos laicos en su guerra con Israel llevó a su descrédito, agravado por su impotencia a la hora de asegurar un mínimo de libertades y bienestar. Como reacción, y con la connivencia de Occidente, demasiado interesado en minar la influencia de la URSS en la región, se produjo el ascenso de diferentes movimientos integristas islámicos, cada uno más radical que el anterior. Todos con la aureola de ser los únicos que podían hacer frente al enemigo israelí -y de rebote a Occidente-, y provistos de una ideología muy básica: si volvemos a ser lo que fuimos, allá por el siglo VII, si volvemos a creer, sin fisuras, en nuestra fe revelada, nada podrá detenernos. Dios estará a nuestro lado y su reino se hará realidad.

Una mentalidad que, a pesar de sus muchas diferencias, se ha transferido a Occidente, contaminando y pudriendo sus ideales de democracia y libertad. Por doquier han crecido grupos del mismo tenor: defensores de la pureza de la raza y la unidad en la fe, de la cual habrá de derivarse una vuelta a los imperios del pasado, sean estos el Español, el Británico o la hegemonía mundial norteamericana. Visión basada en las estrechas fronteras de un grupo excluyente, que no sólo se limita al integrismo religioso o a la ultraderecha nacionalista, sino que ha infectado también a la izquierda. No hablamos ya de una única humanidad, donde todos seamos iguales, sino de infinidad de grupúsculos, cada uno con identidades y leyes propias en las que nadie puede entrometerse.

Aunque de ellas se derive la ignorancia, la intolerancia, el racismo y la discriminación.

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