Les confieso que, hasta ayer mismo, no había visto nada de la directora Agnès Varda. En general, la Nouvelle Vague y aledaños es mi gran laguna cinematográfica, lo que dice bastante poco de mi cinefilia. No es de recibo haber llegado a la edad que tengo, presumiendo de amplios conocimientos cinematográficos, mientras dejaba de lado un fenómeno crucial en la historia de ese arte. Sólo me queda hacer propósito de enmienda, hacer lo posible por subsanar esa carencia. Empezaremos con Varda, gracias a la edición de sus obras completas con la que Criterion nos ha alegrado este año enloquecido y enloquecedor.
No puedo ocultarles que llego a Varda con grandes recelos. Su prestigio es tan grande que me imponía un tanto, más que nada porque tenía miedo de provocarme, yo mismo, una decepción. Conociéndome, podía abordar su filmografía con una serie de prejuicios infundados que luego ya me ocuparía de justificar, aunque fuera con argumentos traídos por los pelos. Sin embargo, por suerte no ha sido así. Su primera película, La Pointe Courte, de 1955, me ha sorprendido y fascinado, aun cuando es evidente que se trata de tres películas distintas amalgamadas en una sola, sin acabar de encajar las unas en las otras.
En primer lugar, Varda había sido fotógrafa profesional antes de pasarse al cine, de manera que las que la primera de las películas que componen La Pointe Courte es semejante a una proyección de diapositivas: una colección de imágenes aisladas que capturan nuestra atención, nuestra admiración, por su rareza, su encuadre, su composición o su luz. Sin embargo, estos puntos de parada fotográficos en medio de la imagen en movimiento no suponen una discordancia con el resto de la cinta. Más bien es como si, al pasearnos por el mundo al que nos invita la película, nuestra atención fuera atraída, de manera pasajera, por elementos de ese mismo paisaje. Su intromisión azarosa viene así a conferir una sensación de cercanía, de autencididad, al remedar el modo en que vemos, miramos y contemplamos. Sin olvidar que son de gran fuerza y belleza, como conviene a la mirada de un fotografo.
El gran conflicto no está, por tanto, en estas interrupciones fotográficas a modo de bajo continuo que marcasen la cadencia de la cinta. El conflicto se halla entre las dos líneas melódicas, casi incompatibles, que sirven de armazón a la obra y van alternándose en su recorrido. Una es unn documental antropológico sobre la vida de los pescadores del poblado, la Pointe Courte, que da nombre la película, rodado con amplias dosis de dramatización, cierto, pero apoyándose en los pobladores de ese lugar y reflejando sus problemas. El punto de vista de Varda, en esas secciones, es el de un extraño, el mismo que el de los espectadores sentados en la sala de cine, que deben reconstruir, desentrañar, las relaciones, conflictos, deseos y frustraciones de esos otros mostrados en la pantalla, sólo lo que se ve en ella. Atando cabos y deduciendo, sin poder cruzar la barrera que nos separa, ni llegar a entablar un diálogo.
La otra sección, por su parte, pertenece a un universo opuesto. Se trata de una estilizada historia de amor, en apariencia entre un pescador de la Pointe Courte y una parisina culta, que pronto vira hacia la abstracción, desligándose de toda referencia a un tiempo, a un lugar o unas personas concretas. Su plasmación en imágenes, por tanto, se aproxima también a la experimentación, apuntando soluciones visuales que, por ejemplo, Bergman o Godard no tardarían en convertir en rasgos de su respectivos estilos, pero que Varda utiliza ya aquí con naturalidad y pertinencia, no como mero elemento estecista.
El problema, como puede apreciarse, es de yuxtaposición de dos contenidos, junto con los estilos a los que cada uno fuerza, que en principio parecen irreconciliables: el realismo documental frente a la estilización experimental. Disonancia que, no obstante, no es torpeza de de principiante sino que obedece, creo entender, a contradicción interna del propio creador. Para Varda, ambos generos no son continentes aislados, sin comunicación ni conocimiento entre ellos. Juzgando lo que sé de su trayectoria posterior, ella consideraba ambos como su hogar, sin ver los obstáculos, las separaciones y los fosos con los que los contemplamos los demás.
Podría decir que el cine, para ella, era uno sólo y por entero.
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