martes, 18 de agosto de 2020

Callejones sin salida

































Tenía bastante ganas de ver la película de animación J'ai perdu mon corps (¿Dónde está mi cuerpo?, 2019), dirigida por Jeremy Clapin. Venía precedida de muy buenas críticas, a lo que hay que unir la fama que este animador consiguió, hace más de una década, con su corto Skhizein (2008). Tras haberla revisado, tengo que confesarles que no es lo que yo esperaba, algo que no debe tomarse como una censura, sino más bien como un elogio. Durante su metraje, no conseguía descubrir a dónde quería ir Clapin con su historia -o con sus formas de contarla-,  lo que me hizo sentirme como en los tiempos fundadores de mi cinefilía: cuando toda película era territorio inexplorado, cuyos misterios había que desentrañar a medida que uno se enfrascaba en ella.

En realidad, como suele ocurrir con el primer largometraje de un animador, J'ai perdu mon corps no es una película, sino de varias en una. Los animadores, cuando se enfrentan al reto de la primera obra larga, suelen llevar a sus espaldas una buena cantidad de cortos. Es inevitable que el resultado acabe siendo una compilación de historias breves en el mejor de los casos, un recosido de parches en los peores. Algo hay de eso en el caso de  J'ai perdu mon corps, puesto que su peripecia surge de la confluencia de tres narraciones muy distintas: la odisea de una mano en busca del cuerpo del que fue amputada, los vagabundeos del que fue su poseedor hasta el instante de perderla, entreverados por recuerdos, en blanco y negro, de una infancia feliz a la que ya no hay retorno posible.

Materiales muy dispares, tanto en su concepción narrativa como en el estilo en que son plasmadas, que sin embargo Camplin consigue armonizar. Transitamos de una sección a otra sin que se noten los inevitables cortes, sin que las junturas rechinen, sino más bien con unas reforzando a las otras, hasta confluir en una conclusión lógica y coherente, resultado  un tanto contradictorio en una película cuyo final es abierto, que deja sin resolver las varias tramas que lo componen. Decisión audaz, pero también un ejemplo de rigor. Forzar un final, ya fuera triste o feliz, esperanzador o pesimista, habría sido traicionar el espíritu de todo lo ha visto hasta entonces: el dominio del azar sobre nuestra existencia, presto a elevarnos a lo más alto o a precipitarnos en el abismo.

Otra virtud de la cinta, muy rara en nuestro presente, es su capacidad para no apresurarse. Permite respirar a sus personajes, nos da la oportunidad, a ellos y a nosotros, de aclimatarnos al ambiente, de meditar en cómo vamos a actuar y desarrollar nuestras acciones. Esta cadencia pausada no significa que la película sea lenta, mucho menos aburrida. En ocasiones como la mostrada arriba, en las capturas que abren esta entrada, de ordinario unidas a los recuerdos del protagonista, su montaje adquiere un paso vivo, el necesario para que abarquemos, de un vistazo, pero sin perder detalle, toda una situación vital. El secreto estriba en una cualidad que suele ser muy común en la animación, pero bastante rara en el cine de imagen real: los animadores saben describir. Saben, además, hacerlo en imágenes, con el tempo justo.

Esa capacidad descriptiva no es ninguna habilidad difusa o causal, sino que tiene razones muy concretas y claras: la animación es una de las pocas maneras cinematográficas en donde el cine mudo sigue bien vivo en la actualidad. Gran parte de los cortos de animación, al menos aquéllos que no buscan ser mera comercialidad, renuncian a la palabra, aunque no a la música. Esto obliga que la historia sea compresible sólo a través de sus imágenes y a que sus descripciones, tanto de acciones como entornos, sean precisas y pertinentes. Incluso cuando la voz y el texto son necesarios, estos no se erigen como protagonistas, sino como complemento de las imágenes, que siguen conservando su preeminencia.

Esto es precisamente lo que ocurre en J'ai perdu mon corps. Amplias secciones no necesitan de palabra alguna para ser comprensibles, ni para transmitir su impacto emocional. Se bastan y se sobran en su riqueza de detalles. Es más, apuntan y adelantan, por sí solas, elementos de la trama que luego se revelaran esenciales. Ese dominio de la narración muda permite que, cuando la voz, las conversaciones entre personajes, se inserten en su desarrollo, lo hagan sobre un soporte sólido, sobre una estructura con entidad y personalidad propia, a la que el sonido hablado debe adaptarse, acomodarse y aclimatarse.

Una visualidad que es consustancial a toda la animación y que, en sus mejores frutos, como es el caso, la hace única e inolvidable.

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