domingo, 23 de agosto de 2020

Fondos y Formas/Intencionalidades y Connotaciones


A pesar de los aspectos discutibles que pueda haber en la actuación de movimientos como el MeeToo o BlackLivesMatters sus logros son innegables: han servido para que reparemos en fenómenos sociales incómodos y vergonzantes que tienen el carácter de secretos a voces. Por mucho que presumamos, en occidente, de habernos librado de la lacra del machismo y del racismo, estos fenómenos siguen estando bien presentes en en nuestra vida cotidiana, aunque sea de forma solapada e inadvertida. A nadie le sorprende, cuando debería repugnarle, que haya muchas profesiones donde una mujer sólo puede aspirar al éxito -y una vez alcanzado, evitar que su carrera se arruine- si transige con las apetencias lujuriosas de sus compañeros y superiores. Asímismo, aquéllas personas cuyo aspecto exterior no responden al de blanco -categoría de pureza tanto más estrecha y exclusiva cuanto más nos acercamos al mundo anglosajón- no podrán desprenderse de una sospecha de criminalidad, de ordinario considerada como certeza, lo que las expone en mayor medida a la violencia policial.


Estas descubrimientos incómodos no se quedan ahí, sino que se extienden al ámbito cultural e histórico. Es evidente, por mucho que se quiera argumentar lo contrario, que si como sociedad pretendemos erradicar el racismo, no podemos tener en nuestras calles monumentos que celebren a esclavistas. Parece de cajón, pero los sucesos recientes, en forma de derribo y destrucción de estatuas, han servido para desenmascarar a muchos falsarios ideológicos, de esos que proclaman luchar por la libertad y la igualdad, pero luego no tienen reparos en perpetuar una injusticia, siempre que no les toque a ellos. De igual manera, otros tantos hipócritas se han rasgado las vestiduras cuando se ha propuesto, desde una plataforma de streaming, preceder los pases de Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939, David O'Selznick) con un aviso sobre sus implicaciones racistas. Cuando yo la vi en los años ochenta, ya me rechinaba que los esclavos del sur se sintiesen contentos de serlo, al igual que es más patente, entonces y ahora, que propone una romantización de la Guerra de Secesion en la que la causa del sur se construye como noble y justa, algo difícil de tragar cuando luchas por no perder tu derecho a esclavizar otros seres humanos.

Yendo un paso más allá, la representación de otras razas en la cultura occidental de los siglos XIX y XX siempre ha tendido a ser denigrante. En especial, en el caso de las personas negras, descritas con rasgos animalísticos, aquéllos que los podrían acercaban al simio. Se pretendía así señalar que estaban en un nivel inferior de evolución, claramente por debajo del hombre blanco. La incapacidad de la negritud para elevarse por encima de esa herencia animal obligaba al europeo civilizado a gobernarles de manera paternalista, quisieran o no quisieran. Había que conquistarles y someterles para defenderles de sí mismos, como dictaba la famosa White Man's Burden de Kipling, epítome de las excusas ideológicas de un Imperialismo que aspiraba a hacerse con los recursos mundiales en favor de las potencias europeas. Corrijo: en favor de las clases dominantes y las élites de esos países, porque las clases bajas y marginales, la inmensa mayoría de las poblaciones de esos países, iban a seguir igual de explotadas que antes.

Esas representaciones racistas, que no tienen lugar en una sociedad justa como a la que aspiramos -bueno, en la América de Trump o en la España de VOX serían lícitas-, tuvieron tal difusión en el pasado que casi nadie pudo escapar a su influjo. Se aceptaron sin discusión, sin reparar en su carácrer denigratorio, como el modo único de representar a las gentes de otras razas, en especial la negra. Fue una pequeña victoria de las ideas racistas, puesto que incluso aquellos artistas que luchaban contra el racismo -los hubo, no todo el mundo era racista o machista en el pasado, por mucho que ahora pretendan hacernos creer-, o quienes simplemente tomaban a un negro como héroe positivo en sus historias, adoptaban esas caricaturas denigrantes. Tal fue el caso, por ejemplo, del Spirit de Eisner o de los cortos de animación  de George Pal. Tal es el caso, asímismo del Coonskin (1975) de Ralph Bakshi, como pueden ver en la captura que abre esta entrada

Esa disonancia plantea un grave problema, surgido ya en su tiempo y sin solución aún día. ¿Rechazamos esas obras por el aspecto equivocado que eligieron, poniéndolas al mismo nivel de aquéllas que son intencionalmente racistas? ¿O por el contrario, las apreciamos por sus aspiraciones, como hito, aunque sea fallido, en la evolución a la sociedad que deseamos? Yo me inclino por esta segunda opción, que creo que es la correcta en el caso de Coonskin. Bakshi, por razones biográficas, siempre estuvo fascinado por la cultura de la comunicad negra, con la que convivió en numerosas ocasiones, como puede apreciarse en otra de sus obras, la semiautobiográfica Heavy Traffic (1973). De hecho, Coonskin es la adaptación, al presente y al modo del cómic underground de los 60, de un personaje central en el folklore afroamericano: Brother Rabbit.

Una elección que no es inocente, puesto que Brother Rabbit es un héroe que lucha, desde una posición de debilidad, contra un orden injusto, al que es capaz de derrotar con las armas de su inteligencia y, en especial, con su habilidad para utilizar los defectos del enemigo en su contra. En el caso de Coonskin, los enemigos son claros, la propia república americana, representada como una mujer de cuerpo escultural cuyo hobby es joderles la vida a sus ciudadanos de color, la policia y el sistema judicial, la pobreza y la marginación a la que han sido relegadas las comunidades afroamericanas,  las mafias que dominan los ghettos negros y, sin olvidarlo, aquellos hermanos de color que traicionan a su comunidad y se aprovechan de ella. Contra todos ellos, sin hacer ascos a la violencia sin freno o los trucos más sucios, Brother Rabbit se embarcará en la reconquista del Harlem neoyorquino, para liberarlo de todas esas influencias internas y externas que lo oprimen.

El problema, para mí, no estaría en un acabado que es compensado, puesto en tela de jucio, por un contenido opuesto por entero, sino en el propio Bakshi. Este animador es muy irregular, ninguna de sus películas es redonda y, de 1980 en adelante, entró en una decadencia imparabable. Su gran prestigio en el mundillo de la animación se debe a que lanzó, en los años sesenta, lo que podríamos llamar su forma adulta, en sincronía con la evolución del Nuevo Hollywood. Más audaz, por tanto, en la representación de lo prohibido, más explícito en los temás polémicos, con evidente fruición en presentarse como transgresor y contestatario. Sin embargo, si el Nuevo Hollywood dio origen a una pléyade de grandes directores americanos, bastantes de ellos aún en activo, la propuesta de Bakshi no tuvo continuación, se quedó en lo que hizo él y no fue más allá.

Nunca llegamos a saber a qué alturas podría haberse elevado esa nueva manera, ni llegó a ser cultivado por un creador con auténtico genio, que nos hiciese olvidar a alguien, como Bakshi, que nunca pasó de pionero.

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