A estas alturas, no les voy a a descubrir una serie como Neon Genesis Evangelion (1995) dirigida por Hideaki Anno. Baste decir que marcó a toda una generación de aficionados al anime, incluido a mi mismo, además de constituir, por el momento, la última revolución estética y temática en esa escuela de animación que podemos asociar con una serie en concreto. De su importancia son testigos el hecho de su permanencia en el tiempo, así que como que durante más de una década, hasta 2005 más o menos, el anime rebosó de producciones que se pretendían vanguardistas, experimentales, psicológicas, filosóficas, sombrías y desesperadas. Por desgracia, ese impacto tan fuerte y tan localizado en el tiempo, nos hizo creer a algunos que el anime siempre había sido y sería así, lo que ha motivado parte de mi desengaño y cansancio reciente, ahora que el complejo moe/kawai ha triunfado y las consideraciones comerciales priman sobre cualquier otra.
Gran parte del impacto de Evangelion, tanto sobre aficionados avezados como recién llegados, se debió a su carácter de excepción. Una excepción que creo una escuela, pero que atenuado ese impacto, se desvaneció del modo habitual de hacer los cosas. Una excepción, además, construida sobre otra excepción, puesto que Evangelion podría haber sido una serie muy distinta, mucho más normal y previsible, como ha ocurrido con las películas del Rebuild. Evangelion sólo llegó a ser lo que fue por la conjunción de dos imprevistos, la falta de presupuesto de la productora Gainax y la profunda crisis personal de Hideaki Anno, que provocaron un giro radical en la segunda mitad de la serie. El primer elemento, un claro ejemplo de hacer de la necesidad virtud, llevó Hideaki Anno a adoptar una serie de audacias estéticas que lindaban con la experimentación. El segundo, como subproducto de los problemas psíquicos del creador, complementó -nunca mejor dicho- ese acabado estético vanguardista con una indagación psicofilosófica en el interior de la psique humana.
En otro contexto, estas limitaciones hubieran llevado al desastre a la serie, o bien la radicalidad de sus soluciones hubiera aparecido forzada y pretenciosa, como fue el caso de tantos y tantos clones de Evangelion que poblaron la década siguiente. Sin embargo, aquí funciona, hasta el extremo de ser arrebatador y provocar la impresión única e irrepetible de ser algo nunca visto hasta entonces. La diferencia estriba, en que mucho antes del giro temático/estético del episodio 14, la serie ya había demostrado su pericia artística. Partía, por tanto, de unas bases muy sólidas, como correspondía a un estudio que siempre se ha contado entre los mejores. No tanto las magníficas escenas de acción, tan difíciles de conseguir en un tiempo en que la animación era aún de acetatos, sino por su especial sensibilidad en plasmar los momentos íntimos, meditativos e introspectivos.
El mejor ejemplo, en esa etapa temprana, es el episodio 4, que interrumpe lo que parecía ser, hasta ese instante, la tónica general de la serie: la lucha contra los misteriosos ángeles de los que se defienden los protagonistas, utilizando los robots que dan nombre a la serie. En esta ocasión, por el contrario, como ocurriría en el segundo tramo de la serie, el nudo dramático era el desgarro interno del protagonista principal, producto y causa de otro desgarro aún más profundo: el que le separaba de los demás. Esto se ilustraba de manera clásica, con planos en los que se acentuaba la soledad del protagonista y la distancia que mediaba entre él y sus semejantes. Ya fuera creando composiciones con mucho aire, en el que el protagonista quedaba arrinconado en una esquina del plano, bien poblando el espacio que le separaba de los demás con todo tipo de obstáculos. Sin que esa plasmación del aislamiento quedase limitada a esas pistas visuales, sino subrayándolo con el tempo. La cadencia de los planos llevaba a alargarlos hasta que se hacían incómodos, en claro reflejo de las dificultades que el propio protagonista tenía en relacionarse con otras personas, incluso aquéllas con quien compartía la vida y de quienes podía considerarse cercano.
Con esos antecedentes, los de un creador que ha asimilado por entero el modo clásico de rodar, no es de extrañar la asombrosa evolución posterior de la serie. Desde el episodio 14, con regularidad cada vez mayor, Anno fue capaz de crear auténticos poemas visuales, -como en las capturas que abren esta entrada- en donde los monólogos internos de los protagonistas eran ilustrados con un amplio muestrario de motivos visuales. Unas imágenes tipo que se elevaban al rango de auténticos leit-motiv, es decir, que servían para introducir un significado propio dentro de una secuencia dada, sólo con su presencia, y que servían además de conexión entre escenas y conflictos muy separados. Una misma imagen, por tanto, que varios episodios antes había sido utilizada de manera utilitaria -como los planos celestes que pueden ver al principio- era trasladada a un contexto distinto, al que no sólo dotaba de un significado nuevo, sino que a su vez eran contaminada por la secuencia de pensamientos a la que ilustraba. Adquiría así ese carácter de símbolo al que hacía referencia o bien quedaba unida, de manera indeleble, a un personaje. Desde ese instante, cada aparición suya servía para evocar unos sentimientos bien concretos y enhebrar ese contexto en toda una serie de apariciones anteriores. Red inacabable de relaciones y alusiones que, de forma paradójica, servía para describir un conjunto de soledades infranqueables.
Y todo gracias a las penurias económicas de Gainax y a la depresión galopante de Hideaki Anno
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