martes, 8 de septiembre de 2020

Estamos bien jodidos (y XXV)

This novel idea has done more than bring us cutting-edge ad campaigns, ecclesiastic superstores and Utopian corporate campuses. It is changing the very face of global employment. After establishing the "soul" of their corporations, the superbrand companies have gone on to rid themselves of their cumbersome bodies, and there is nothing that seems more cumbersome, more loathsomely corporeal, than the factories that produce their products. The reason for this shift is simple: building a superbrand is an extraordinarily costly project, needing constant managing, tending and replenishing. Most of all, superbrands need lots of space on which to stamp their logos. For a business to be cost-effective, however, there is a finite amount of money it can spend on all of its expenses —materials, manufacturing, overhead and branding — before retail prices on its products shoot up too high. After the multimillion-dollar sponsorships have been signed, and the cool hunters and marketing mavens have received their checks, there may not be all that much money left over. So it becomes, as always, a matter of priorities; but those priorities are changing. As Hector Liang, former chairman of United Biscuits, has explained: "Machines wear out. Cars rust. People die. But what lives on are the brands."

Naomi Klein, No logo 

Esta idea nueva ha conseguido algo más que campañas de publicidad de vanguardias, supertiendas catedralicias y recintos corporativos utópicos. Está modificando el propio rostro del empleo a nivel mundial. Tras haber definido el "alma" de sus empresas, las compañías de "supermarca" han continuado deshaciéndoses de sus molestos cuerpos, y nada hay más embarazoso, más repulsivamente corpóreo que las fábricas que crean sus productos. La razón de éste desplazamiento es simple, construir una supermarca es un proyecto de un coste extraordinario, que necesita una gestión continua, mantenimiento y suministro. Aun más, las supermarcas necesitan grandes espacios donde estampar sus logos. Si un negocio quiere ser productivo, sin embargo, sólo puede gastar una cantidad finita de dinero -en materias primas, fabricación, extras y marcas-, si no quiere que el preció de sus productos se dispare. Tras haber firmado patrocinios de millones de dólares y que los especialistas de mercadotécnica en la onda hayan recibido sus pagas, puede que no quede mucho dinero sobrante. Todo se convierte, como siempre, en una cuestión de prioridades, pero las prioridades son cambiantes. Como Hector Liang, antiguo presidente de United Biscuits, ha explicado: «las máquinas se desgastan, los coches se oxidan, la gente muere. Lo que sobrevive es la marca».

En entradas anteriores, les había señalado diferentes aspectos en los que la ascensión del modelo de empresa/marca, simultáneo a la consolidación del neoliberalismo, ha ido modificando el mundo que conocíamos. Hasta convertirlo, sin que ninguno lo notásemos, en el modelo único que hay que defender a capa y espada. Nuevo y molón, moderno y orientado al futuro, en contra de esas antiguallas del estado del bienestar y la socialdemocracia. Entre esos cambios drámaticos, pero silenciosos, se encontraban la conversión del producto en algo etéreo, que pretende vender valores y no artículos materiales, o la desestructuración del entorno urbano, convertido en prolongación de la macrotienda de la marca. En esta entrada, toca el turno de un fenómeno que sólo muy recientemente ha recibido nombre: la uberización.

La uberización toma su nombre de la famosa empresa de coches con conductor que pretende arrumbar el negocio del taxi. Lo que importa aquí no es si este objetivo es posible, legal o moral, sino el hecho de que Uber es una empresa sin empleados. Los conductores no están en nómina de uber, sino que son meros peones/jornaleros que se llevan un porcentaje ínfimo de lo que ingresa la compañía por cada viaje. Así, aunque la presencia de Uber sea ubicua, sus oficinas son mínimas, apenas lo necesario para llevar la contabilidad o firmar contratos. Los gastos de personal son, en consecuencia, irrelevantes, lo que conduce a la paradoja de que un negocio millonario pague impuestos del nivel de un asalariado medio. Uber constituye así la marca perfecta, un negocio que vende un servicio caro, justificado por que el viajero puede sentirse como una persona de posibles al utilizarlo, con una inversión en gastos de personal e infraestructura irrisorios. Lo que no quiere decir que sean baratos, puesto que hay que invertir de manera continua en la imagen de la marca.

Por supuesto, como en tantos otros temas, se puede sacar la carta del progreso o incluso la de la gremio con mala fama. De como los taxistas no han sabido adaptarse y están atándose a un modelo de negocio periclitado, hasta que esa comunidad se lo tiene merecido porque son unos timadores y, en su gran mayoría, de derechas. Argumentos que pueden que incluso tengan algo de razón, pero lo importante es que ésta es la última vuelta de tuerca a una evolución que tuvo su origen en los años ochenta, con Reagan y Tatcher, y que se va a acelerar con la robotización de las empresas. Se trata de que el proceso de rarefacción de las empresas, su conversión en marcas, las ha llevado a desprenderse de lastre inútil, entendido éste como gastos que no sirven a ese objetivo de construir una marca. En concteto y en primer lugar, la plantilla.

En sí, esto podría parecer inocente. A medida que los adelantos técnicos se acumulan, la intervención humana es menos necesaria. Menos gente puede hacer más, obtener mejores rendimientos. Gozar, como consecuencia, de mejores sueldos y más tiempo libre. De hecho, las empresas de 1950 a 1980 se gloriaban de ofrecer mejores condiciones laborales a sus empleados, ademas de garantizarles una seguridad y estabilidad que podían extenderse durante varias décadas. Sin embargo, el cuadro ha cambiado por completo de 1980 a 2020, ahora, en nuestro presente, esas ventajas laborales han desaparecido por completo. Mejor dicho, lo que se ha hecho es substituir una masa laboral protegida por convenios colectivos y una legislación a su favor, por otra que ya no goza de ninguna de esas salvaguardas.

Hablo de substituir, pero esto es un término equivocado. Hay que recordar que lo que las marcas buscan es sublimarse, dejar de ser algo material para convertirse en mera fachada, humo que se compra a buen precio. En realidad, lo que las marcas realizan es librarse de su plantilla estable, sea mediante EREs o prejubilaciones, para proceder luego a subcontratar la mano de obra a otras entidades. El problema de los derechos laborales de los  trabajadores se convierte así en responsabilidad de otros, con los que se puede cortar en caso de escándalo, mientras que la única preocupación de la marca es contratar esos servicios a precios cada vez menores. Objetivo muy fácil de conseguir en nuestras sociedades capitalistas, por el sencillo proceso de poner a competir a los postulantes, que a su vez procederá a exprimir a sus empleados.

La consecuencia de esta rarefacción de las marcas es que las condiciones laborales en occidente se han ido degradando de forma paulatina e imparable. Casi se podría decir que el primer mundo se está tercermunderizando, algo inadmisible en unos sistemas tan orgullosos de su nivel de vida incomparable, nunca visto, conseguido en exclusiva gracias a las virtudes del capitalismo. Sin embargo, es innegable que ha ocurrido así, tanto más cuando ha sido ayudado por la crisis económica incesante en que Occidente vive sumido desde que se inicio la Gran Recesion en 2008. Sin olvidar que, como ya les he dicho en otras ocasiones, cada revés económico, político y social, no ha llevado a revertir estas políticas, sino a acentuarlas.

Un proceso de degradación que es doble, puesto que no se limita a los países del primer mundo, sino que se ha extendido a los del tercer mundo. Y allí, para nuestra vergüenza, las condiciones son de explotación cercana a la esclavitud.

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