En la entrada anterior, les había señalado la buena que impresión que me había producido La Pointe Courte (1955), primera película de Agnes Varda. En ella se cruzaban tres plasmaciones estéticas que no son fáciles de armonizar: el docudrama antropológico, una historia de amor abstracta y una acusada sensibilidad visual de fotógrafo. Dado mi amor por el documental y la fotografía, no se necesitaba más para predisponerme a favor de esta directora, lo que se ha incrementado aún más con los tres cortometrajes que vi en esta segunda tanda. No ya por su calidad, sino porque Varda es una directora que nunca renunció ni cortometraje ni al documental,. Cultivar dos géneros considerados menores, sin titubear en dedicar a ellos sus mejores esfuerzos, la honra. Y mucho.
Los tres cortometrajes que les voy a comentar son todos del año 1958, aunque de muy diferente calidad y factura. De hecho, dos son lo que los ingleses llaman traveloge, la descripción de un lugar famoso por su interés turístico, mientras que el tercero recupera la fórmula de La Pointe Courte. El primero de esos traveloges, Du Côte du Côte (Del lado de la costa), es una descripción de la Costa Azul que, sin embargo, no puede distar más del documental de viajes al uso. No es ya que no exista un protagonista, ese cicerone perteneciente a nuestro mundo que nos quía por otro lejano, sino que no hay realmente una intención de señalarnos qué debemos ver y por qué. Se trata de una larga meditación, con ribetes poéticos, donde se van filtrando imágenes paradójicas, meditaciones sobre el arte, la vida y el paso del tiempo, para culminar en una melancolía contenida, aunque dolorida.
En realidad, el modelo que sigue Varda no es el de ningún travelogue, sino el de una película anterior que tenía, casi, el mismo tema. Me refiero al À propos de Nice (A propósito de Niza, 1930) de Jean Vigo, en donde la costa azul era sólo una mera excusa para una serie de experimentos visuales, narrativos y conceptuales. Lo mismo que viene a ocurrir aquí, aunque no con una intención tan declarada de impactar al espectador, sino con mayor suavidad y ligereza. Lo que no quita a la obra de Varda nada de su valor, sólo la hace distinta.
Más normal ,menos audaz, más comercial es Ô Saisons, Ô Chateaux (¡Oh, las estaciones! ¡Oh, los castillos!) que propone una historia de los castillos del Loira, ordenados cronológicamente por la fecha de su construcción. En esta obra se nota más el carácter de encargo y su carácter de película de propaganda turística. Sin embargo, no todo es lo que parece, puesto que Varda no duda en desviarse, en cuanto puede, del camino trazado.
En realidad, lo que le interesa a Varda es lo excéntrico, lo marginal, todo aquéllo que, por su rareza y extrañeza, pueda inducirnos a desviarnos de la ruta principal. Así, es significativo el énfasis que la directora pone en las edificaciones anteriores y posteriores al grupo principal, al concepto ideal que en nuestra mente identifica un castillo del Loira. Si esta imagen es la de una construcción del renacimiento que parece sacado de un cuento -o de una película de Disney-, en el recorrido propuesto por Varda figuran fortalezas medievales, con sus almenas y fosos, castillos que sólo dejaron tras de sí su solar, ahora vacío, pagodas sacadas de una China que sólo existió en la mente de sus comitentes, o ruinas creadas como tales, por un antiguo marinero quien gasto en ellas su vida y su fortuna.
Ejemplos todos de esa melancolía persistente, sin fin ni alivio, que ya aparecía en el documental anterior.
El más personal, y más libre, de todos es L'Opera-Mouffe, descripción de la Rue Moffetard de Paris, que oscila, como La Pointe Courte, entre el documental antropológico y la historia de amor idealizada y abstracta. Más audaz y más conseguida que su modelo, puesto que en esta ocasión el documental no es recreación, sino presentación, casi en bruto, de lo visto/rodado en ese entorno, sin parar mientes ni intentar maquillar la misera y el abandono de los que por allí transitan; mientras que el idilio renuncia casi por completo a la palabra, o al menos a las intercambiadas entre los amantes, para volcarse, en igual medida y con la misma entrega, en las imágenes de su vida en común.
Dos elementos igual de inmiscibles que el agua y el aceite, pero que Varda consigue yuxtaponer sin mayor esfuerzo, al igual que ocurre en la vida, donde los mayores contrastes coexisten sin que esos imposibles atraigan nuestra atención, ni merezcan nuestras objeciones. En este caso, la visión de vidas que parecen haber llegado a su término, cuyo destino parece ser el de desvanecerse, sea ahora o tras una agonía interminable; enfrentado la explosión del amor, incontenible e incontrolable, que convierte un sólo instante en eternidad, o al menos en justificación y razón de toda una vida.
Y de ahí, de nuevo, la melancolía.
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