sábado, 26 de octubre de 2019

Nunca antes en la historia de la humanidad (y II)

...La primera vez que fuimos, nos encontramos a los perros  junto a sus casas. De guardia. Esperando a la gente. Se alegraban de vernos, acudían a la voz humana. Nos recibían. Los liquidábamos a tiros en las casas, en los cobertizos, en las huertas. Los sacábamos a la calle y los cargábamos en el volquete. No era agradable, claro. Los animales no podían entender por qué les disparábamos. Resultaba fácil matarlos. Eran animales domésticos. No temían ni a las armas ni al hombre. Acudían a la voz humana...
...Y los perros que quedaban con vida se instalaron en las casas. Entrabas, y se te tiraban encima. Entonces dejaron de confiar en el hombre. Entro un día en una casa y veo acostado en medio de un cuarto a una perra, y los cachorros a sus vera. ¿Que te da pena? Desagradable lo era, como no...
...Pues lo que es disparar, lo tenías que hacer a bocajarro. De modo que la perra, tirada en medio del cuarto y los cachorros a su vera, se me lanzó encima y la tumbé de un tiro. Los cachorros te lamían las manos, pedían caricias, tonteaban...

Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil



























Como bien sabrán, la principal influencia/fuente de la serie Chernobyl (Craig Mazin, 2019) es el libro de Svetlana Alexiévich, Voces de Chernobyl. El ejemplo principal es la historia de Ludmila Ignatenko, viuda de uno de los bomberos que acudieron, la misma noche del accidente, a apagar el fuego que consumía la central, siendo también de los primeros en morir por la exposición a la radiación, junto con los miembros del turno de operarios a cargo de las pruebas que provocaron el estallido. De manera similar, el personaje inventado de Uliana Jomyuk se construye con varios de los testimonios contenidos en el libro. En concreto, los de los miembros de la Academia de Ciencias de Bielorrusia que detectaron el incremento de radioactividad y lo denunciaron a sus superiores, para estrellarse con el escepticismo de estos, ser ordenados callar cuando insistieron e incluso acabar represaliados, al intentar enfrentarse a la política de silencio oficial.

Al libro de Alexiévich se debe asímismo gran parte del tono de la narración. Por un lado, los frecuentes excursos hacia personajes anónimos, perdidos en la masa, pero sobre quienes recayó el peso de enfrentarse al desastre, además de apechugar con sus consecuencias. Con resultados trágicos en demasiadas ocasiones, demoledores y desoladores para la inmensa mayoría de los afectados, que vieron sus vidas transformadas de forma irreversible, destrozadas sin posibilidad de arreglo. En especial para los que fueron evacuados de las zonas de exclusión, cada vez más amplias, en sentido geográfico y temporal. De esa manera, y ése es el segundo factor heredado, la serie es confesamente pesimista. Aunque al final se contenga al monstruo atómico, los daños dejarán cicatrices demasiado profundas, imborrables. Sobre el paisaje y sobre los hombres.

Llama la atención, por tanto, que en los créditos de de la serie no se cite a Alexiévich ni a su libro. Tanto más curioso porque alguno de los errores de los que ha sido acusada la serie parten del libro en el que se inspira. Por ejemplo, se criticó mucho que se diese la impresión de que la radioactiovidad se puede contagiar de los afectados a las personas sanas. En realidad, se trata de un problema narrativo de la serie, porque en el libro de Alexiévich queda bastante claro, ilustrando además otros aspectos -como el hecho de que los muertos en la central son cubiertos de hormigón- que pueden chocar al espectador y resultarle ininteligibles.

En Voces de Chernobyl, cuando se aborda el tema de la cuarentena a que fueron sometidos los pacientes en el hospital de enfermos radiactivos de Moscú, se señala que las dosis recibidas habían sido tan altas que los propios enfermos se habían vuelto a su vez radioactivos, por lo que podían afectar a quienes se les acercaran. No de manera virulenta, sino lenta, en especial a quienes fueran más débiles, como el hijo nonato de Ludmila Ignatenko. Sin llegar a esos extremos, uno de los graves problemas a los que se tuvieron que enfrentar las autoridades fue que el polvo radioactivo se acumulaba en el pelo y la ropa, lo que convertía a cada evacuado en un vector de contaminación. La solución fue forzar a los afectados a salir con los puesto, además de sacrificar a cualquier animal encontrado en las zonas de exclusión, ya fuera domesticado o salvaje, como se muestra en la escena ilustrada y citada.

Sin embargo, a pesar de estas concomitancias, cercanías, influencias y herencias, serie y libro habitan geografías muy distintas, casi opuestas. La serie, a pesar de sus incursiones en lo colectivo, lo personal y lo anónimo -la historia de Ignatenko, la de los sacrificadores de perros, la de los biorobots- sigue siendo la narración de las hazañas de unos héroes: Legásov, Cherbina, Jomyuk. No es un defecto suyo, sino de toda la cinematografía estadounidense, que no sabe despegarse del mito del hombre providencial, cuyo prototipo es el pistolero/vengador solitario. Ese acento en el combate de unos pocos contra poderes casi omnipotentes e invencibles traslada además la narración al campo moral, al de la regeneración personal de los protagonistas, que deben tomar conciencia y elegir partido, sin importar las consecuencias privadas.

Sin embargo, el cuadro que surge del libro de Alexievich es muy distinto. En él no hay triunfadores, sino sólo derrotas. Todo heroísmo resulta estéril, aunque sea necesario y obligado. Ya en el inicio, la autora realiza una comparación que resulta esencial. Por su carácter aterrador. En Bielorrusia, la Segunda Guerra Mundial llevó a una caída demográfica del orden de un tercio de la población de preguerra. Pues bien, en términos de pueblos y aldeas, Chernobyl condujo al abandono de más lugares habitados que el conflicto mundial. Con una diferencia esencial. Mientras que los pueblos arrasados en la guerra pudieron reconstruidos, de manera que los supervivientes consiguieron rehacer sus vidas durante la postguerra, en apenas unos pocos años, las comunidades afectadas por Chernobyl permanecerán abandonadas durante siglos.

La contaminación causada por Chernobyl ha tenido sobre Bielorrusia el mismo efecto que un genocidio. La continuidad cultural, las tradiciones de todo un pueblo, el arraigo que caracteriza a cualquier sociedad rural, ha sido quebrantados para siempre, sin que exista la posibilidad de recomponerlos. La zona de exclusión lo impide y lo impedirá durante varias generaciones, hasta que todos los que puedan recordarlas hayan muerto, estén enterrados y a su vez hayan quedado olvidados.

Ese dolor del desarraigo, de la muerte en vida, de la amputación de una experiencia, una tradición y de un paisaje que hasta entonces había sido parte integral de tu existencia, es el que inunda las páginas de Voces de Chernobyl. Un dolor colectivo, común a cualquier ser humano, por muy lejano que uno puede hallarse de los afectados, que la serie no ha conseguido reflejar - quizás nunca lo pretendió-, obsesionada con su relato estereotipado de héroes.

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