viernes, 25 de octubre de 2019

Los laberintos del amor (III)































Ya les comentaba, en la entrada anterior de esta serie, que con La baie des Anges (La bahía de los ángeles, 1962) Jacques Demy había comenzado a encontrar su estilo personal. Sus movimientos de cámara se tornaban elegantes y ámplios, permitiendo respirar y expresarse a sus personajes. La iluminación abandonaba un acabado imperfecto, que denotaba inmediatez y espontaneidad, para adoptar un tono más idealizado e estilizado. El justo para dotar de romanticismo y esperanza a unas historias que no ocultaban su sordidez y su pesimismo. Faltaba un elemento, sin embargo, y éste era el color. Un color que estalla, desbordado y cegador, en su siguiente película, Les Parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo), la película de Demy que ha acabado por identificarse con ese director, además de ser la primera suya que la gran mayoría de aficionados -yo entre ellos- hemos visto.

No les voy a ocultar mi gran amor por esta película. Por razones que en gran medida son personales -entre ellas, mi debilidad por los filmes de amores infelices-, pero que a cada visionado han ido siendo completadas por una admiración hacia el talento de Demy. Como un puñado de otras grandes obras, esta película es un pequeño milagro, un castillo de naipes que se desmoronaría al menor golpe de viento. Pero se mantiene entera, incluso conserva toda su fuerza y su poder de emocionar a pesar del paso del tiempo, aunque quizás esto último sea un espejismo debido a mi edad, la década en que tuvo lugar mi educación cinéfila y la antigüedad de mis filias/fobias.

Hablo de castillo de naipes, pero en realidad Les Parapluies de Cherbourg es un acúmulo de contrarios. El primero es la clara contradicció entre contenido y forma. En manos de otro director más realista -o pesimista, piensen en Bergman- esta historia se habría convertido en un dramón de los que hunden el ánimo durante varias semanas, además de llevar a perder cualquier esperanza en el género humano. Piénsese que se trata de la separación de dos jóvenes amantes, causada por la guerra de Argelia, con el resultado que la joven queda embarazada, sóla y sin salidas, teniendo -literalmente- que venderse a un partido con posibles, que pueda mantener a ella y a su hija. Por su parte, el joven vuelve de la guerra con síntomas de lo que ahora llamaríamos PTSD, incapaz de adaptarse a la vida de civil, perdiéndo su empleo y quedando a un paso de convertirse en un gandul y un vafo. 

Pues bien, todo eso se ilustra con las formas del musical, o más bien de la opera, puesto que toda la película es cantada sin interrupción, mientras que fondos, decorados y trajes son de colores brillantes, casi de neón, saturados y antinaturales. El escenario propio de un relato de cursilería empalagosa, en tiempos pasados, o el espacio para la ironía u desapego postmoderno, en los nuestros. Y no es así, contra todo pronóstico no es así, aunque en más de una ocasión se asome con la sensiblería más descarada, con la que incluso juguetea. Al contrario, la jugada le sale bien. Especialmente bien, como demuestra la fama de la película, el buen recuerdo que ha perdurado hasta nuestros días o que incluso haya tenido herederos en nuestro tiempo, tan desengañado y desconfiado.

¿A qué se debe ese éxito? Gran parte está en la música de Michel Legrand, auténtico coautor de la cinta, una mezcla de influencias de todo tipo, con apuntes de jazz y música de baile, pero que nunca cae en los estereotipos del musical. tan fácil de ser copiada sin apenas esfuerzo. Aplicable, por tanto, a lo que se antoje, sin apenas algo más que mínimos cambios y sin que al final importe mucho qué es lo que se musique. Por el contrario, la partitura de Legrand ha llegado a ser inseparable de esta película, a la que dota de carácter juguetón cuando es necesaria una transició, así como de los necesarios seriedad y equilibrio, en el momento en que amenaza dejarse llevar, anegarse, en un romanticismo ñoño.

Sin olvidar, por supuesto, el trabajo de puesta en escena de Demy. Con elipisis y contatenaciones brillantísimas, como toda la escena de la boda de ella, narrada sólo con música e imágenes, sin palabra alguna ni demorarse en más que lo esencial, puesto que lo que conducía hasta ese momento ya había sido convenientemente explicado. O un trabajo de cámara ejemplar, casi siempre en moviento, que sabe tanto unir a los personajes cuando es preciso, como aislarnos en su impotencia cuando llega el instante de así indicarlo.

Como el momento en que el amor de la protagonista se quiebra bajo el peso de las dificultades, sin que ella misma lo sepa aún, y que he intentado ilustrar con las capturas que abren esta entrada.

Aunque sin música, pierde bastante.

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